domingo, 7 de junio de 2020

ROBERTINO Y ROSSINA


No se cómo lo hace, la primera vez fue en aquel pueblo polvoriento donde hicimos varias funciones en el teatrito viejo. Sólo sé que me obligó a salir y ponerme mi mejor vestido; él me lo puso, porque yo no entendía nada, y estaba muerta de miedo, si eso es posible. Me dijo que por fin había llegado el tiempo de nuestra libertad, y que no necesitábamos a Saturnino, que en ese momento vi tendido en la cama, totalmente borracho. Y aunque sentí algo así como desprotección, él me aseguró que solos estaríamos mejor. Casi me arrastró hasta el escenario y estuve a punto de caerme, pero de todos modos, el número salió perfecto porque me dejé llevar por su firmeza. Nuestra actuación de los últimos tiempos estaba rodeada de una magia especial, como si surgiera de lo más profundo de nuestras almas, y eran increíbles esos raros sentimientos.

De regreso al camarín despotricaba con la voz extraña que le había surgido, y me prometía que nuestras vidas cambiarían para siempre lejos del tirano que nos había confinado al peor de los mundos. Minuto a minuto, sus gestos se volvían más convincentes, y hasta dejé de verme tal como era. Me sentía una reina cada noche, con mi vestido de tul, y la diadema de perlas en la cabeza. Nuestros movimientos, se volvieron suaves y ligeros, y la función era impecable. Pero cuando se apagaban las luces, mi realidad ya no me gustaba. Envalentonado por los aplausos, me decía que en los próximos pueblos, sólo seríamos; Robertino y Rossina, y que nada le debíamos al explotador que nos había esclavizado.

Hace tiempo que perdí mi tranquilidad. Él se apodera de la situación, y aún hoy no sé cómo hace para conseguir alcohol, pero emborracha a Saturnino todo el tiempo. Anoche intentó meterlo dentro de la valija, y como no entró, esta mañana se apareció con una sierra enorme, que sospecho para qué la va a usar, y tengo miedo de que me obligue a otra de sus locuras.

Beatriz Fernández Vila

VIEJAS ATADURAS


Allí
despacio
en las sombras
descarnada y solitaria
la piel que fui
me nombra
Me obliga a embarcarme
en horizontes de dudas
Le reprocho
su vieja telaraña
me resisto
a sus viejas ataduras

Beatriz Fernández Vila

YA NINGUNA REGIÓN


Ya ninguna región
me pertenece
porque con alguien comparto
hoy mis días.
Y no transito territorios sola
buscándole sentido
a esta vida.


Ya ninguna región
es mía sola
porque todas las tengo compartidas…

Beatriz Fernández Vila

*(Poema incluido en el espectáculo poético-musical “NOSOTROS, HOY” del GRUPO JUANCITO CAMINADOR, 1976).

MICROFICCIONES


ALMUERZO DE MARAVILLAS
Ella vio un hermoso conejo que se metió en un hueco. Lo siguió. En su casa había papas y cebollas, no tuvo dudas; el almuerzo estaba completo.


VIENTOS MODERNOS
Dulcinea se había acostumbrado tanto al confort de las modernidades, que cuando Don Quijote los vio, pensó en lo feliz que se sentiría con uno de esos ventiladores en su casa.

Beatriz Fernández Vila

viernes, 29 de mayo de 2020

LA MAGIA DE ESOS DÍAS


Quebraron la tarde con desparpajo. Repartieron los pedazos por el aire. Y nos devolvieron las astillas de una siesta, convertida en fragmentos de caleidoscopio.

Habían entrado al barrio por la calle asfaltada, lo que hizo de este acontecimiento, el único tema del que hablamos en mucho tiempo. Por ese lugar transitaban los eventos destacados, y era inevitable que cualquier cosa que sucediera allí, no fuera el tema excluyente.

Apenas el circo se asentó en el baldío, los más chicos del barrio se encontraron de golpe con su primer trabajo. Extenuante y sin paga, pero trabajo al fin: arrancar yuyos, acarrear agua de las casas vecinas, apisonar la tierra, y alisar el terreno para ubicar la carpa central.

Una gitana vieja trajinaba de arriba para abajo. El cigarrito cansado que paseaba por la boca, y las faldas polvorientas, alborotaron la tranquilidad que minutos antes parecía eterna.

Tenían una carpa desgastada, y una caravana, donde se mezclaban el polvo del camino y el olor de los animales, aunque estos no fueran más que cinco perros flacos, y un enigmático oso. Al anochecer “se colgaron de la luz” y unos farolitos pintorescos, brillaron en la noche cálida.

A poco de llegar, además de convocar a los chicos para realizar tareas diversas, se ocuparon muy bien de las relaciones con los adultos del lugar.

La gitana vieja tenía una hija idéntica; piel cobriza como ella, y el andar eléctrico. Que iba y venía al único almacén. Allí compraba lo que necesitaba, y desplegaba su habilidad para conocer vida y obra de la gente. Su alborotada verborragia, provocaba un embelezo tal en quienes la escuchaban, que no le fue difícil envolver con su charla a la dueña del almacén, a la que convenció que la enfermedad que padecía, iba a sanar con los ungüentos que ella y su madre sabían preparar. Buen comienzo para mostrar el otro oficio en el que eran hábiles. Porque mientras disponían el andamiaje de su circo, se dedicaban a tareas diversas; la de curanderas era la que más les redituaba, y un montón de incautos hacían cola en su patio improvisado, desde la mañana hasta la noche.

De a poco, el circo fue tomando forma, y hasta los perros que traían, como sus dueños, se arreglaron muy bien para conseguir el sustento, y se sumaron pronto a la perrería que alimentaba Juan, el panadero.

Un gitano inmenso, se sentaba por las tardes cerca de la jaula, a lustrar sus botas. Y allí acudían los chicos a rodearlo, para escuchar sus historias. La del oso era la preferida; las enormes manos del gitano se alzaban por el aire, tratando de dar énfasis al relato, y explicar por qué lo mantenían oculto. Acomodaba el tabaco que mascaba a un lado de la boca, y con voz cavernosa describía las penurias pasadas por culpa del temible animal. Del lugar de donde venían, salvaron de las garras de la bestia, a un pequeño, que iba a convertirse en su cena. El grupo azorado, clavaba los ojos en el gitano, las bocas abiertas, y los corazones a punto de estallar. Después, cada uno se encargaba de hacer correr el cuento.

Con ellos también llegó Tomasito, un adolescente rubio y gordito que confirmaba con solo mirarlo, la historia funesta que arrastran los gitanos. Según se decía, era el nieto de la gitana vieja, pero por más que buscáramos en sus facciones o en sus ademanes alguna similitud, nada delataba su familiaridad con aquella mujer, flaca, de huesos pegados a la piel, razón por la que nadie dudó de que lo habían robado cuando era chico. La historia se fue tejiendo en tal sentido, y a los pocos días se citaban lugares y fechas, hechos y situaciones, que hubiesen enmudecido al mejor historiador-

Como andaba en esos años en que los impulsos se sublevan, no hubo muchachita de su edad, que escapara de sus propuestas desprejuiciadas. No existían muchas que pudieran satisfacer sus pretensiones, pero recaló en el mejor lugar; Andrea, que era adolescente como él, pero que ya había aprendido las artes de prometer, envolver, y conseguir. Tamañas cualidades no fueran desaprovechadas por el nieto de la gitana, motivos más que suficientes por los que se pasaba día y noche llevándole regalos, hasta que agotó las existencias de perfumes y baratijas que había en el almacén.

No habían terminado de instalarse, cuando ya formaban parte del barrio.

En las noches siguientes a la llegada, por el altoparlante que subieron al poste más alto, anunciaban las delicias del espectáculo que ofrecían “PAYASOS, MALABARISTAS, TRAPECISTAS, Y LA SORPRESA DE LA NOCHE: EL TEMIBLE OSO SE ENFRENTARA A JOSE, EL CARNICERO”. La noticia corrió hasta el último rincón, el sábado estrenaban, y la mayor atracción estaba puesta en esa pelea.

No hubo vecino que se mantuviera al margen de ese asunto. José no era lo que se dice una persona afable, más bien osco, y de mal genio, se había ganado y con justicia, su sobrenombre: El Perro. Trataba a los clientes como enemigos, y si le comprábamos, era por el solo motivo que la suya era la única carnicería. Así, que verlo de pronto como la atracción más destacada del espectáculo, no dejaba de alimentar un sinnúmero de conjeturas. Nunca como esa vez, El Perro disfrutó de ver su carnicería repleta. Algunos compraban, y los más chismeaban. El carácter de José se trasformó en parte. Sobre todo con los chicos, que no dejaban de alborotar su negocio. Como por arte de magia, descubrimos a una persona diferente.

Cada tarde, cuando caía el sol y en el circo continuaban los preparativos, el altoparlante soltaba su anuncio pretencioso.

De más está decir, que el sábado del estreno, el barrio en pleno se concentró en la carpa. No es fácil explicar de qué modo, aquello que días atrás era un páramo, se veía transformado en esa maravilla. El olor de la primavera se trepaba por todos los sentidos, los jóvenes hallaron la excusa propicia para encontrarse, y en el aire sobrevolaba un manojo de urgencias adolescentes.

La gitana joven, por la cual en tierra no dabas ni un centavo, se destacaba en las alturas meciéndose en el trapecio. Sus piernas delgadas e insignificantes, que vimos cruzar y descruzar nuestras calles, resplandecían enfundadas en unas medias brillantes, acompañando el balanceo de su cuerpo donde cada movimiento parecía perfecto.

Nuestro barrio conoció aquella primera noche todo el encanto, y supo además, que lo que cotidianamente parece poca cosa, debe sólo cobrar altura, para verlo inalcanzable y sublime.


Después de las piruetas en el trapecio, unos perritos vestidos de gala, hicieron su aporte al espectáculo; destrezas graciosas que premiaba un payaso gordo. Inmediatamente supimos que se trataba del nieto de la gitana. Y así terminó de cerrarse la historia, “NO SOLO LO ROBARON, SINO QUE TRABAJA EN EL CIRCO PARA PAGARSE LA COMIDA”. Por lo menos, esa fue la versión que todavía hoy recordamos, repetida y exagerada hasta el cansancio.

Durante toda la noche, el maestro de ceremonias remarcaba una y otra vez que en minutos más veríamos la pelea del oso, contra José, el carnicero.

Se sucedieron algunos otros números La gitana vieja mostraba sus capacidades adivinatorias, y Tomasito, tocaba una serie de instrumentos y cantaba.

Entre una sorpresa y otra, el espectáculo llegó a su fin. Y la pelea nunca llegó, porque según nos explicaron, la terrible bestia, acababa de escaparse.

En los días siguientes, el único tema fue buscar al oso. Los chicos salían de la escuela, y se desparramaban por el callejón, hasta la carpa, en busca de noticias. Por supuesto, no lo encontraron.

La expectativa nos mantenía en alerta. Así funcionaba aquello, para los días de semana, reservaban las “curas milagrosas” y la adivinación, y siempre algún condimento extra para mantenernos en vilo. Pero el viernes por la tarde volvía a comenzar el trajín habitual del circo, para que el sábado y el domingo el barrio se volviera a concentrar allí, sin olvidar un solo momento de remarcar, que si aparecía el oso, la pelea seguía en pie.

También Tomasito sabía manejar nuestro interés. El sabía que estábamos al tanto de su romance con Andrea, y no perdía ocasión de acrecentar nuestra curiosidad, mezclándonos en sus inquietantes relatos. Cuando compraba en el almacén alguna chuchería para regalarle, se empeñaba en dejar muy claro, que pronto habría boda. Desarrollaba para nosotros una novela por entregas, que manejaba con habilidad para mantenernos expectantes, y de la cual presentaba dos versiones: la de los adultos, que adornaba moderadamente, pero a la que no le quitaba ni una pizca de lo que hiciera falta. Y la de los adolescentes, que contaba en las siestas acostado bajo los tilos; a la que llenaba de inquietantes situaciones que sugerían mucho más de lo que sus compañeros podían digerir; plagadas de necesidades satisfechas, que despertaban la envidia de todo el grupo.

En síntesis, que entre curandería, manejo de adivinos, y folletín barato, los gitanos manipularon la vida del barrio durante todo el tiempo. Con la habilidad que poseían, y valiéndose de los comentarios desmesurados que ponían en boca de todos, se ingeniaron semana tras semana para no encontrar al oso, y a la vez, prometer una lucha que se mantenía como lo más esperado.

No sé en qué momento comenzó la trasformación. Pero un día nos encontramos con un clima diferente. Tal vez haya sido cuando las pócimas de las gitanas dejaron de surtir efecto, y pasaron de ser LO MAS MILAGROSO DEL MUNDO” a “UNAS MISERABLES, QUE SE BURLAN DEL DOLOR AJENO”. El negocio iba en baja, y para colmo, la mamá de Andrea la pescó un día otorgando más de lo que ella había sugerido, y armó un escándalo, sin medir que estaba reclamando reparación de la falta en el lugar equivocado. Minutos después de la gritería que armó, se tomó algunos segundos para pensar que Tomasito no era el pretendiente ideal.  Recibir regalos inofensivos, no se veía tan mal como imaginar a su hija de trotamundos. Se le fue el alma a los pies, y el caso quedó olvidado. Por lo tanto, aquello que poco tiempo antes significó la deshonra, se fue transformando con el correr de las horas en un malentendido, y “Que no fue lo que me pareció ver”

Si algo les quedó en claro a los gitanos, fue que habían dejado de ser profetas. No sólo sabían vida y obra de nosotros, sino que nosotros, sabíamos demasiado de ellos. Se quebró el encanto, empezaron a ser parte nuestra. De modo, que a dejarse de joder y que aparezca el oso. Y así fue, la última semana que estuvieron en el lugar, recrudecieron los terribles comentarios acerca de la bestia. José siguió prestándose al juego, y en pocos días más, si la encontraban se llevaría a cabo la lucha. Hasta que en la noche tenebrosa, muerto de hambre y sed apareció el oso, que por supuesto nadie vió llegar, y fue a dar directamente a la carpa de los gitanos. El sábado por la mañana se hallaba de nuevo en su jaula.

Los altoparlantes gritaban fuerte, “ULTIMA FUNCION, DESPUES DE RECORRER DIVERSOS PAISES DEL MUNDO, EL GRAN CIRCO “GIPSY” SE DESPIDE DE ESTA LOCALIDAD”

La frase fue disparadora, algo diferente iba a suceder. La caravana de coches despintados se veía más ordenada, tenía otro aspecto, olía a despedida. El barrio entero fue al circo una vez más, reverdecieron los ánimos de los primeros días, y los gitanos nos ofrecieron la noche más espléndida que pudimos soñar. Todo estaba en su lugar brillando para nosotros, y aunque conocíamos de sobra los trucos de adivinos, y los pases mágicos, disfrutamos plenamente del espectáculo.

La lucha fue el número final. Debajo de una capa negra, a media luz, apareció la figura pesada de un luchador; Amilcar, nombre que precedía al pomposo alias “El oso”. En el otro rincón, oculto también bajo una capa, apareció José “El carnicero”, campeón mundial. No lo podíamos creer, si bien no habíamos terminado de desentrañar el misterio de aquella lucha que prometían, de haber sido verdad hubiésemos aceptado sin pestañear aquel encuentro temerario. Pero de todos modos, no nos sentimos defraudados.

La pelea fue pintoresca, un buen encuentro de catch. No hubo oso, ni fue José nuestro carnicero, quienes pelearon. Pero los corazones estaban seducidos de todas maneras.

Cuando la calle despertó, el circo ya no estaba. Había hecho añicos una siesta con su llegada y se fue, juntando los pedazos, para que todo quedara en su lugar, llevándose la magia de esos días.

Beatriz Fernández Vila

sábado, 18 de abril de 2020

BAJO LA DUCHA


Presurosa abre las canillas y el agua se precipita sobre ella que está muy retrasada esta mañana, el apuro la sobrepasa y le provoca una inquietud que no puede dominar, derrama un poco de jabón líquido sobre la esponja vegetal, y con movimientos rápidos la desliza sobre sus brazos y cuello, sobre el torso, y después por las piernas. Ayer había pensado largamente en evitar los movimientos enérgicos de la esponja sobre la piel, pero hoy ya lo ha olvidado, y sigue restregando con fuerza sobre cada tramo de su cuerpo. Sus brazos están rojos nuevamente, rumbo al desagote se escurre la espuma espesa, y debajo, unas formas irregulares se amontonan conformando algo semejante a un lienzo.  Ella supone que es un trozo de la cortina de baño que se ha desgarrado, y segundos después el lienzo se pega a sus piernas, trepa sus muslos, sube por su vientre, la asusta lo que está sucediendo. Le da terror eso que se le adhiere, con un movimiento violento de la esponja lo desprende, y vuelve a caer en la bañera, se escurre veloz junto con la espuma, y ella cree adivinar en él algo parecido a una boca, le da impresión. Sus músculos vuelven a sangrar como en días pasados. Unas gotas de sangre salpican los azulejos. La boca que creyó ver, tiene ahora una mueca de dolor insoportable. La espuma se ha vuelto de un intenso color rosa, fija la mirada en ella pero se escurre por completo y arrastra el último tramo del lienzo, un grito desgarrador se escucha en las cañerías de desagüe, todo su cuerpo es una llaga viva.

Beatriz Fernández Vila

SI NO TE ELIGIERAS


Si de tanto insistir ahogaras tu luz, y de tanto desistir equivocaras el rumbo, en ninguno de los dos lugares estaré.

Te convidé mi pan,
pero no abordaste mis sonrisas,
ni la echaste a volar en los campanarios.
Te soñaba nube, y una niebla espesa me trajo tu mensaje.
Una ciudad de ojos hambrientos te devora
y yo te sueño en praderas.
No quiero para mí, tus cercas, tus laberintos, tus atajos,
ni tus torres vigía.

Beatriz Fernández Vila

NO CONOZCO AL HECHICERO


No conozco al hechicero
que desató esta pálida trama
y me entregó al vacío.
Busco su respuesta
en los laberintos que él urdió
y yo acometí con asombro.
Busco su rostro
para arrancarle el porqué
pero él se oculta detrás de sus galaxias
sus infinitas creaciones
que le importan más que yo
que soy su pequeño invento.

Beatriz Fernández Vila

SENTENCIA


Cuando no tengas nada para decir, cierra la boca.
Si la palabra horada tu conciencia
pero el peso de tus actos
no le hace honor
Intenta otro camino
El mundo está lleno de conciencias huecas
y palabras desnudas.

Beatriz Fernández Vila

martes, 7 de abril de 2020

LEJANA


Un murmullo impreciso avanzó por la galería. A pesar de su matiz opaco, fue suficiente para sorprenderla y sacarla del letargo. Horas antes había caminado la casa vacía, inmersa en una sensación extraña casi nunca vivida. El extendido silencio la había rodeado desde las primeras horas de la mañana y se derramaba blando por su piel. Fue hasta la cocina a preparar un café pero se arrepintió. Una despreocupación desconocida la sobrevolaba mansamente; ni comida del mediodía, ni ropa lista, ni apuro por las compras.

Se asomó a la ventana para ver las azaleas del patio de atrás, y los primeros capullos del duraznero. Septiembre despuntaba cálido y la laxitud de ese instante se extendía también sobre el jardín. El gato de la vecina paseaba entre las fresias. Los ojos amarillos del animal buscaron instintivamente un punto que encontró en los de ella. Después dio un salto que la estremeció. ¡Mamá hay un gato sobre tus plantas! ¡Ma… ¡¿nosotros podemos tener un gato?! ¡Callate nena, a papá no le gustan los gatos! Risas y gritos volvían otra vez, resbalaban por las paredes, repicaban en sus recuerdos. Sonrió con ternura. La soledad de ese instante le permitía pensar. Más allá de la alegría de los primeros años de sus hijos, recordó a su esposo; no al hiriente y sarcástico en el que se había convertido, sino aquél otro, tierno, que pretendió recuperar hasta que la venció el cansancio y no lo intentó más.

El reloj de la sala dio las tres. Había estado toda la mañana en ese estado de paz, desconocido para ella. Sin olor a comida, sin diligencias imprevistas, sin llamados telefónicos.

Escuchó el tintineo de las llaves, y el picaporte de la puerta del fondo. Los pasos de su familia que llegaba. Su marido y su hijo con esos trajes que hacía tanto tiempo no usaban, tan prolijos, tan impecables, como si ella los hubiese elegido. Ambos, con la mirada distante, el gesto retraído… su hija en un llanto.

Beatriz Fernández Vila

jueves, 2 de abril de 2020

DE OTROS


Antes
mucho antes,
cuando el único agresor posible
era la desazón
que nos esperaba cada fin de mes.
Cuando canjeábamos la desesperanza
heroica y gastada
por un diminuto día de sol.

Antes
cuando nos dolían los salarios,
las oficinas
                    y las fábricas.

Antes
mucho antes.
Cuando pensábamos
que lo habíamos conocido todo.
Y este ogro que nos tapa con su sombra
Y nos amordaza el alma
era un fantasma remoto.

Pero antes…
estoy hablando de mucho antes
cuando la guerra era de otros.
Beatriz Fernández Vila


*(Escrito por Beatriz Fernández Vila durante la Guerra de Malvinas, Abril de 1982).

miércoles, 1 de abril de 2020

PARÁBOLA DEL PODER


El hombre poderoso se subió a la tarima. Desde allí, se aprestó a llenar los corazones encendidos de su público que esperaba de sus labios el peso de la verdad 

Hasta ese momento sus parlamentos retóricos y vacíos habían llenado los oídos de su gente con pintorescas palabras.

Pero algo pasó por su cabeza luego de que acontecimientos previos, lo convirtieran en un referente. Entonces, cargado de inspiración, pletórico de certezas como se creía, se vio de pronto pronunciando la palabra HAMBRE. Y sus labios solícitos, soltaron el vocablo, que voló hasta los oídos cautivos de sus espectadores. La palabra tomó forma. Creció en sus labios. Se derramó por su boca, que desconocía el sabor de lo que nombraba. Se hizo carne en su discurso y lo convirtió en un héroe.

Luego, cuando bajó del podio entre vítores y aplausos, su vanidad y poderío lo enfrentaron a la evidencia más amarga. Sintió que esa verdad en la que acababa de discurrir le era ajena por completo, se encontró vacío. Y pensó, cómo podía existir sobre este mundo algo que no le perteneciera.

Beatriz Fernández Vila

sábado, 28 de marzo de 2020

JUEGOS DE MI INFANCIA


(A Ricardo Cabrera, a su calidez, porque esta historia le pertenece)

Desde lejos el silbido de mi tren quiebra la tarde. De un momento a otro pasará a mi lado, y yo como siempre, perderé la carrera que intento aunque en esta hazaña me acompañe el más veloz de mis caballos.

Una nube redonda derrama su pellejo rojo en el horizonte, y esa línea misteriosa se devora mi tren mucho antes de que yo pueda alcanzarlo. Pero hace un instante pasó por mi lado. Un montón de manos saludaron desde las ventanillas y fui objeto de todas las miradas. De todos mis juguetes éste es el más anhelado.

En los estanques, ranas diminutas saltan a mi lado y les pongo nombre, días después vuelven a mí, y juego a saber quién es Juana, quién Adelina, quién Jacinta, o un ejército de gallinas acude presuroso cuando yo lo dispongo, sólo con frotar una mazorca con otra, para desgranar el maíz, o me convierto en un músico exquisito, con sólo soplar dentro de unas cañas, para convocar los sonidos del viento.

Todos mis juguetes están a mi alcance cuando yo los necesito. Pero el más preciado, que llega hasta mí, pasa y se va, se lleva a un lugar que no conozco, mi asombro de niña, en su insondable destino de tren.

Beatriz Fernández Vila

PARÁBOLA


Después de muchos años de desearlo, el viejo rey vio colmada su felicidad con la llegada de un hijo. Su vida no había sido fácil. No fue nunca el cómodo rey que gobierna con la arbitrariedad de la ignorancia. Muy por el contrario, había padecido junto a su pueblo todos los avatares que el destino puso frente a ellos: intensas hambrunas, interminables pestes, y arrebatos bélicos de los que deseaban avanzar sobre su reino.

Por eso cuando su hijo llegó a este mundo, en medio de la prosperidad que había conseguido después de mucha lucha y mucho sacrificio, el viejo rey se juró que nada de lo que él había sufrido, lo padecería su hijo.

Fue así que rodeó al príncipe de cuanto mimo, y sobreprotección fue capaz. Los más exóticos juguetes, llegaban a palacio día tras día para su pequeño heredero. El principito llegó a disfrutar de plateadas torcazas, dorados cisnes y diminutos caballitos de pelaje verde que su padre encargaba para él a los hombres de ciencia de su reino.

Nada era imposible, todo era poco para ofrecer a su hijo. El rey se había jurado crear para él un mundo mágico, para que los males del verdadero mundo jamás lo rozaran. El niño creció mimado y alejado de todo padecimiento. 

Pero una noche en que despertó de pronto, mientras su nana dormía, se acercó a la ventana, descorrió las cortinas y vio como una luz plateada se derramaba sobre la serenidad del paisaje. Se quedó arrobado ante tanta maravilla y el corazón le dio un vuelco. El jamás había presenciado la luz de la luna, ni la luna misma. Su padre lo cuidaba de tal forma que su mundo se limitaba a sus juguetes, a los amplios salones, y a las fiestas que ofrecían para él. Los jardines de palacio sólo los disfrutaba con el pleno sol, cuando toda la corte podía estar alerta ante su mínimo requerimiento, por lo que aquellas imágenes, en esa hora de la noche, eran totalmente desconocidas para sus ojos. 

Luego miró el cielo, después de que se diera cuenta de dónde provenía la luz, y su corazón se llenó de tristeza “como mi padre no trajo esta piedra color plata tan hermosa, para mí, será que no me ama como dice”. Lo inundó una pena honda, y la sensación irrefrenable de desear sólo eso que veía. Se sintió el ser más desgraciado del mundo, y creyó que nunca más sería feliz.

Beatriz Fernández Vila

viernes, 27 de marzo de 2020

DESDE LA INFANCIA


Desde el patio viene olor a menta, ese olor que deshilvana mis recuerdos, tejidos con los hilos mágicos de la infancia. Como cuando Lucerito, ese gato mimado, pisaba las hierbas medicinales que mi abuela plantaba cerca de la casa, y yo, resignada, me entretenía mirándolo, en esos días que me parecían eternos.

Saladas era entonces un pueblo dormido, arrullado por una siesta dorada llena de Pomberos y brujas con manos de lana.


Mientras los grandes dormían, los chicos teníamos la obligación de acompañar las pesadas horas, con el andar cauteloso. Refrenando los cuchicheos, inquietos por salir a la galería a descolgar los racimos de uva que amenazaban con caer a tierra. No lo intentábamos; las historias del abuelo eran demasiado impresionantes como para comprobar por nuestros medios, la existencia de esos duendes justicieros, que conociendo nuestra desobediencia, fueran capaces de dejarnos sin habla.

Sólo espiábamos detrás de las ventanas, respirando el olor de las velas y las espirales impregnado en la pieza.

La abuela, tendida en la cama, se abanicaba con lentitud, como en un ritual. En el lento ir y venir del abanico, parecía querer atraer hacia ella las últimas horas de la tarde, cuando la casa volvía a despertar. Por lo menos eso deseaba yo. 




Para unos niños criados en Buenos Aires, la siesta era demasiado inapropiada, a pesar de estar acostumbrados porque mamá nos obligaba a respetarla. En casa tampoco dormíamos, nos quedábamos adentro jugando, preparando comidas minúsculas, para compartir con las muñecas. Pero en Saladas… qué podíamos hacer allí, más que mirar a la abuela abanicarse, a las tías dormidas, desmayada entre sus manos la revista NOCTURNO, soñando tal vez con galanes bellísimos, tan románticos, tan italianos, que daban tormentosos besos de papel. Escuchar en la habitación de al lado el ronquido del abuelo, y la respiración cansada de mis tíos que volvían del campo con olores desconocidos para mí; a pasto, a sol. Derrumbados en los catres, arremetiendo en la siesta con osada necesidad.

Padecía mucho entonces, mi permanencia allí. Desde que llegaba soñaba con volver a mi lugar. Los mosquitos, el calor, todo el espacio inmenso que me rodeaba, hacían de mi corazón un desierto. Sólo ahora, a la distancia, puedo recordar aquello con otros colores, deseando volver para disfrutar lo que no disfruté. Para llenar mi corazón de aquellas risas queridas.

Beatriz Fernández Vila

*(Fotografías: Arriba, Beatriz Fernández Vila niña, con su hermano. 
                            Abajo, Beatriz Fernández Vila, 11 años).

LEVE VUELO SOBRE LA INFANCIA DE MI MADRE


(a Marcela, mi madre; a mi tía China. Seres sensibles, guardianas ambas de estos recuerdos. A la memoria de mis abuelos Honoria y Manuel)

El carro se tambalea por el camino arenoso, y un amanecer rosado despunta en el verano eterno de Saladas. Dos primorosas niñitas estrenan zapatitos de charol y medias con puntillas; moños enormes y vestiditos blancos.

China, correcta, espera en el patio que su padre acerque la volanta. La pesada figura de su mamá anuncia un nuevo hermano. Seguramente el lugar junto a su padre podría ocuparlo ella, si no fuera por su hermana; esa niña inquieta, que le sacará el sitio a último momento. No se equivoca; Marcela se ha empeñado en ir a caballo, si el lugar no es de ella. Y Manuel, demasiado orgulloso de ambas no sabe cómo multiplicarse.

Es diciembre, si no se apura, el mediodía los encontrará viajando y el sol es implacable en este pueblo. Manuel se acomoda el sombrero, y ayuda a subir primero a su mujer. Ella también estrena vestido. Cosió todo el día anterior en la máquina recién comprada. Lo llenó de alforcitas para darle mayor amplitud y mostrar orgullosa su vientre. Quizá llegue el varón, aunque a Manuel lo tiene sin cuidado, niña o niño será una bendición.

Sus hijas están empeñadas en disputarse el lugar, una vez más triunfa la menor. La mayor se resigna y se recuesta sobre el vientre de su madre.

La yegua que Manuel ató al carro camina lento, tal vez haya elegido mal, Se pierde ahora en sus pensamientos. Él es un hombre sencillo, necesita simples cosas para ser feliz: la casa donde vive, sus animales, el pequeño campo que rodea la casa y que le da el sustento, su mujer, que trabaja a la par y le ha dado esas preciosas hijas, el hijo que está por llegar y una serie de cosas humildes que llenan su alma y son toda su vida.

El sol comienza a caer con más fuerza sobre el camino. Las lagunas enormes, son la única promesa de frescura, en este verano asfixiante. Si todo sale como pensó, al mediodía estarán comiendo tranquilos, al reparo de la parra, en la galería de la casa amplia.

La abuela cocinó desde el amanecer esperando a su familia. Ventiló y ordenó la casa, para recibirlos. Luego del almuerzo vendrá la siesta pesada y eterna, acunados por algún duende protector. El cigarrito sentador para Manuel, y el cuchicheo de las mujeres, en la pieza, bajo el mosquitero. Honoria desarmando una maleta cargada de noticias y anécdotas, que desparrama como perlas, en la sigilosa sonoridad de la casa.

Marcela como siempre dormirá con su abuela, no sin antes hurgar en los baúles legendarios, que huelen a lavanda. Esa señora autoritaria, que se muestra áspera con todos los demás, le permite a ella, y sólo a ella, que indague en sus más recónditas intimidades. A puertas cerradas, las dos desempolvan faldas y enaguas festoneadas, que rodean el cuerpo con caricias del siglo que pasó. Se las escucha reír, nadie entiende que esa niñita, le arranque a Cruz una sonrisa.

Tan acostumbrada a mandar, dispone, ordena, organiza. Trata con rigor a todos por igual, pero esta niñita de cara morena, y ojos vivaces, revoluciona su casa apenas la pisa, desarma sus convicciones apenas la mira. Se impone con suficiencia ante los ojos de los demás; no avasalla, pero tampoco pide permiso. Trepa, corre, salta. Está siempre al borde del peligro, y se devora la vida a bocanadas, porque la vida está recién estrenada, y hay que enseñarle quién manda.

Beatriz Fernández Vila

miércoles, 25 de marzo de 2020

PRESENTACIÓN "DE LA FLOR, LA MAR Y LA AUSENCIA" - EDITORIAL DUNKEN



El Sábado 07 de Marzo de 2020 en Editorial Dunken (Ciudad de Buenos Aires, República Argentina), fue presentada la Antología de Poesía "DE LA FLOR, LA MAR Y LA AUSENCIA", compilada por Marita Rodríguez-Cazaux.

Esta edición está enmarcada en el Programa ROI, con participación totalmente gratuita, de Editorial Dunken. En ella se incluye el poema "ÉL ME MIRA DESDE ESTA FOTO" de Beatriz Fernández Vila, disponible para su lectura en este Blog.

ÉL ME MIRA DESDE ESTA FOTO


¿Quién es el de la foto antigua?
fijo allí para siempre,
con su carga de amargura o alegría,
eterno tiempo que lo cerca y espanta,
como sobre mí, se ciñe mi propio tiempo.
¿A quién besó esa mañana en la temprana hora
donde se balbucean los sueños,
y la rotunda cotidianeidad se esfuerza
por rescatarnos
de esas quimeras?
¿O a quién no gritó lo que sentía?
¿Qué sinsabores soplaron su corazón
en ese instante?
¿Qué alegría pasajera lo habrá asaltado
para quedar guardada ahí
en el oculto espacio de su alma
donde esta foto no llega?
Beatriz Fernández Vila

LENTOS REFLEJOS (Una historia muy actual)


La mañana que vi su pijama junto a mi almohada, debí tirarlo a la basura. ¿Por qué los edificios ya no tienen incineradores? Y aquel día que la espuma de afeitar flotaba delante de mis ojos debí tomar el aerosol y vaciarlo; lo pensé largamente mientras la nube gorda y salpicada de pelitos, resistía a escurrirse por el lavabo. Lenta de reflejos, sólo atiné a mirarla mientras desaparecía.

Los domingos de sol compartidos con Amaranta fueron lindos. Ella es una nena dulce y vivaz, experta en códigos freudianos. Carne de diván, por sus largos años de terapia, aunque sólo cuente con nueve. Me divertía su charla cargada de clichés, recopilados en los distintos hogares por los que deambulaba durante el resto de la semana. Pero debí alertarme la mañana que por la mirilla vi su uniforme de colegio frente a mi puerta, demasiado temprano para visita de cortesía. Y cuando vi la primorosa cesta de desayuno que había comprado en la confitería de la esquina, debí salir corriendo, y arrojarme por el balcón.

Mañanas como esa siguieron sucediendo, seguidas del llamado telefónico de su padre, para pedirme el favor que la llevara a la escuela. En medio de la confusión, no tuve en cuenta que algunas camisas empezaron a colgar de mi placard, y tampoco reaccioné la noche aquella que escuché “Gorda, comí como un cerdo, ¿no tenés sal de frutas?” ¿Por qué no vacié el frasco en el inodoro?

Pero en ese momento sus problemas ya eran míos. Él llevaba algunos de mis asuntos en su estudio contable, y me ponía al tanto de las novedades por las noches, después de una cena hecha con mis manitos. La trama se fue entrecruzando con problemas y soluciones, y como una mosca caí en su telaraña.


No sé cuánto hace que veo el tubo de mi dentífrico despanzurrado y chorreante, pero acabo de decir basta, después de clavarme en el pie sus uñas cortadas, desparramadas en el piso de mi baño.

Beatriz Fernández Vila