Quebraron
la tarde con desparpajo. Repartieron los pedazos por el aire. Y nos devolvieron
las astillas de una siesta, convertida en fragmentos de caleidoscopio.
Habían
entrado al barrio por la calle asfaltada, lo que hizo de este acontecimiento,
el único tema del que hablamos en mucho tiempo. Por ese lugar transitaban los
eventos destacados, y era inevitable que cualquier cosa que sucediera allí, no
fuera el tema excluyente.
Apenas
el circo se asentó en el baldío, los más chicos del barrio se encontraron de
golpe con su primer trabajo. Extenuante y sin paga, pero trabajo al fin:
arrancar yuyos, acarrear agua de las casas vecinas, apisonar la tierra, y
alisar el terreno para ubicar la carpa central.
Una
gitana vieja trajinaba de arriba para abajo. El cigarrito cansado que paseaba
por la boca, y las faldas polvorientas, alborotaron la tranquilidad que minutos
antes parecía eterna.
Tenían
una carpa desgastada, y una caravana, donde se mezclaban el polvo del camino y
el olor de los animales, aunque estos no fueran más que cinco perros flacos, y
un enigmático oso. Al
anochecer “se colgaron de la luz” y unos farolitos pintorescos,
brillaron en la noche cálida.
A
poco de llegar, además de convocar a los chicos para realizar tareas diversas,
se ocuparon muy bien de las relaciones con los adultos del lugar.
La
gitana vieja tenía una hija idéntica; piel cobriza como ella, y el andar
eléctrico. Que iba y venía al único almacén. Allí compraba lo que necesitaba, y
desplegaba su habilidad para conocer vida y obra de la gente. Su alborotada
verborragia, provocaba un embelezo tal en quienes la escuchaban, que no le fue
difícil envolver con su charla a la dueña del almacén, a la que convenció que
la enfermedad que padecía, iba a sanar con los ungüentos que ella y su madre
sabían preparar. Buen comienzo para mostrar el otro oficio en el que eran
hábiles. Porque mientras disponían el andamiaje de su circo, se dedicaban a
tareas diversas; la de curanderas era la que más les redituaba, y un montón de
incautos hacían cola en su patio improvisado, desde la mañana hasta la noche.
De a
poco, el circo fue tomando forma, y hasta los perros que traían, como sus
dueños, se arreglaron muy bien para conseguir el sustento, y se sumaron pronto
a la perrería que alimentaba Juan, el panadero.
Un
gitano inmenso, se sentaba por las tardes cerca de la jaula, a lustrar sus
botas. Y allí acudían los chicos a rodearlo, para escuchar sus historias. La
del oso era la preferida; las enormes manos del gitano se alzaban por el aire,
tratando de dar énfasis al relato, y explicar por qué lo mantenían oculto.
Acomodaba el tabaco que mascaba a un lado de la boca, y con voz cavernosa
describía las penurias pasadas por culpa del temible animal. Del lugar de donde
venían, salvaron de las garras de la bestia, a un pequeño, que iba a
convertirse en su cena. El grupo azorado, clavaba los ojos en el gitano, las
bocas abiertas, y los corazones a punto de estallar. Después, cada uno se
encargaba de hacer correr el cuento.
Con
ellos también llegó Tomasito, un adolescente rubio y gordito que confirmaba con
solo mirarlo, la historia funesta que arrastran los gitanos. Según se decía,
era el nieto de la gitana vieja, pero por más que buscáramos en sus facciones o
en sus ademanes alguna similitud, nada delataba su familiaridad con aquella
mujer, flaca, de huesos pegados a la piel, razón por la que nadie dudó de que
lo habían robado cuando era chico. La historia se fue tejiendo en tal sentido,
y a los pocos días se citaban lugares y fechas, hechos y situaciones, que
hubiesen enmudecido al mejor historiador-
Como
andaba en esos años en que los impulsos se sublevan, no hubo muchachita de su
edad, que escapara de sus propuestas desprejuiciadas. No existían muchas que
pudieran satisfacer sus pretensiones, pero recaló en el mejor lugar; Andrea,
que era adolescente como él, pero que ya había aprendido las artes de prometer,
envolver, y conseguir. Tamañas cualidades no fueran desaprovechadas por el
nieto de la gitana, motivos más que suficientes por los que se pasaba día y
noche llevándole regalos, hasta que agotó las existencias de perfumes y
baratijas que había en el almacén.
No
habían terminado de instalarse, cuando ya formaban parte del barrio.
En
las noches siguientes a la llegada, por el altoparlante que subieron al poste
más alto, anunciaban las delicias del espectáculo que ofrecían “PAYASOS,
MALABARISTAS, TRAPECISTAS, Y LA SORPRESA DE LA NOCHE: EL TEMIBLE OSO SE
ENFRENTARA A JOSE, EL CARNICERO”. La noticia corrió hasta el último
rincón, el sábado estrenaban, y la mayor atracción estaba puesta en esa pelea.
No
hubo vecino que se mantuviera al margen de ese asunto. José no era lo que se
dice una persona afable, más bien osco, y de mal genio, se había ganado y con
justicia, su sobrenombre: El Perro. Trataba a los clientes como
enemigos, y si le comprábamos, era por el solo motivo que la suya era la única
carnicería. Así, que verlo de pronto como la atracción más destacada del
espectáculo, no dejaba de alimentar un sinnúmero de conjeturas. Nunca como esa
vez, El Perro disfrutó de ver su carnicería repleta. Algunos compraban,
y los más chismeaban. El carácter de
José se trasformó en parte. Sobre todo con los chicos, que no
dejaban de alborotar su negocio. Como por arte de magia, descubrimos a una
persona diferente.
Cada
tarde, cuando caía el sol y en el circo continuaban los preparativos, el
altoparlante soltaba su anuncio pretencioso.
De
más está decir, que el sábado del estreno, el barrio en pleno se concentró en
la carpa. No es fácil explicar de qué modo, aquello que días atrás era un
páramo, se veía transformado en esa maravilla. El olor de la primavera se
trepaba por todos los sentidos, los jóvenes hallaron la excusa propicia para
encontrarse, y en el aire sobrevolaba un manojo de urgencias adolescentes.
La
gitana joven, por la cual en tierra no dabas ni un centavo, se destacaba en las
alturas meciéndose en el trapecio. Sus piernas delgadas e insignificantes, que
vimos cruzar y descruzar nuestras calles, resplandecían enfundadas en unas
medias brillantes, acompañando el balanceo de su cuerpo donde cada movimiento
parecía perfecto.
Nuestro
barrio conoció aquella primera noche todo el encanto, y supo además, que lo que
cotidianamente parece poca cosa, debe sólo cobrar altura, para verlo inalcanzable
y sublime.
Después
de las piruetas en el trapecio, unos perritos vestidos de gala, hicieron su
aporte al espectáculo; destrezas graciosas que premiaba un payaso gordo.
Inmediatamente supimos que se trataba del nieto de la gitana. Y así terminó de
cerrarse la historia, “NO SOLO LO ROBARON, SINO QUE TRABAJA EN EL CIRCO PARA
PAGARSE LA COMIDA”. Por lo menos, esa fue la versión que todavía hoy
recordamos, repetida y exagerada hasta el cansancio.
Durante
toda la noche, el maestro de ceremonias remarcaba una y otra vez que en minutos
más veríamos la pelea del oso, contra José, el carnicero.
Se
sucedieron algunos otros números La gitana vieja mostraba sus capacidades
adivinatorias, y Tomasito, tocaba una serie de instrumentos y cantaba.
Entre
una sorpresa y otra, el espectáculo llegó a su fin. Y la pelea nunca llegó,
porque según nos explicaron, la terrible bestia, acababa de escaparse.
En
los días siguientes, el único tema fue buscar al oso. Los chicos salían de la escuela,
y se desparramaban por el callejón, hasta la carpa, en busca de noticias. Por
supuesto, no lo encontraron.
La
expectativa nos mantenía en alerta. Así funcionaba aquello, para los días de
semana, reservaban las “curas milagrosas” y la adivinación, y siempre algún
condimento extra para mantenernos en vilo. Pero el viernes por la tarde volvía
a comenzar el trajín habitual del circo, para que el sábado y el domingo el
barrio se volviera a concentrar allí, sin olvidar un solo momento de remarcar,
que si aparecía el oso, la pelea seguía en pie.
También
Tomasito sabía manejar nuestro interés. El sabía que estábamos al tanto de su
romance con Andrea, y no perdía ocasión de acrecentar nuestra curiosidad,
mezclándonos en sus inquietantes relatos. Cuando compraba en el almacén alguna
chuchería para regalarle, se empeñaba en dejar muy claro, que pronto habría
boda. Desarrollaba para nosotros una novela por entregas, que manejaba con
habilidad para mantenernos expectantes, y de la cual presentaba dos versiones:
la de los adultos, que adornaba moderadamente, pero a la que no le quitaba ni
una pizca de lo que hiciera falta. Y la de los adolescentes, que contaba en las
siestas acostado bajo los tilos; a la que llenaba de inquietantes situaciones
que sugerían mucho más de lo que sus compañeros podían digerir; plagadas de
necesidades satisfechas, que despertaban la envidia de todo el grupo.
En
síntesis, que entre curandería, manejo de adivinos, y folletín barato, los
gitanos manipularon la vida del barrio durante todo el tiempo. Con la habilidad
que poseían, y valiéndose de los comentarios desmesurados que ponían en boca de
todos, se ingeniaron semana tras semana para no encontrar al oso, y a la vez,
prometer una lucha que se mantenía como lo más esperado.
No
sé en qué momento comenzó la trasformación. Pero un día nos encontramos con un
clima diferente. Tal vez haya sido cuando las pócimas de las gitanas dejaron de
surtir efecto, y pasaron de ser “LO MAS MILAGROSO DEL MUNDO” a “UNAS MISERABLES, QUE SE BURLAN DEL DOLOR
AJENO”. El negocio iba en baja, y para colmo, la mamá de Andrea la pescó un
día otorgando más de lo que ella había sugerido, y armó un escándalo, sin medir
que estaba reclamando reparación de la falta en el lugar equivocado. Minutos
después de la gritería que armó, se tomó algunos segundos para pensar que
Tomasito no era el pretendiente ideal.
Recibir regalos inofensivos, no se veía tan mal como imaginar a su hija
de trotamundos. Se le fue el alma a los pies, y el caso quedó olvidado. Por lo
tanto, aquello que poco tiempo antes significó la deshonra, se fue
transformando con el correr de las horas en un malentendido, y “Que no fue
lo que me pareció ver”
Si
algo les quedó en claro a los gitanos, fue que habían dejado de ser profetas.
No sólo sabían vida y obra de nosotros, sino que nosotros, sabíamos demasiado
de ellos. Se quebró el encanto, empezaron a ser parte nuestra. De modo, que a
dejarse de joder y que aparezca el oso. Y así fue, la última semana que
estuvieron en el lugar, recrudecieron los terribles comentarios acerca
de la bestia. José siguió prestándose al juego, y en pocos días más, si la
encontraban se llevaría a cabo la lucha. Hasta que en la noche tenebrosa,
muerto de hambre y sed apareció el oso, que por supuesto nadie vió llegar, y
fue a dar directamente a la carpa de los gitanos. El sábado por la mañana se
hallaba de nuevo en su jaula.
Los
altoparlantes gritaban fuerte, “ULTIMA FUNCION, DESPUES DE RECORRER DIVERSOS
PAISES DEL MUNDO, EL GRAN CIRCO “GIPSY” SE DESPIDE DE ESTA LOCALIDAD”
La
frase fue disparadora, algo diferente iba a suceder. La caravana de coches
despintados se veía más ordenada, tenía otro aspecto, olía a despedida. El
barrio entero fue al circo una vez más, reverdecieron los ánimos de los
primeros días, y los gitanos nos ofrecieron la noche más espléndida que pudimos
soñar. Todo estaba en su lugar brillando para nosotros, y aunque conocíamos de
sobra los trucos de adivinos, y los pases mágicos, disfrutamos plenamente del
espectáculo.
La
lucha fue el número final. Debajo de una capa negra, a media luz, apareció la
figura pesada de un luchador; Amilcar, nombre que precedía al pomposo alias “El
oso”. En el otro rincón, oculto también bajo una capa, apareció José “El
carnicero”, campeón mundial. No lo podíamos creer, si bien no habíamos
terminado de desentrañar el misterio de aquella lucha que prometían, de haber
sido verdad hubiésemos aceptado sin pestañear aquel encuentro temerario. Pero de
todos modos, no nos sentimos defraudados.
La
pelea fue pintoresca, un buen encuentro de catch. No hubo oso, ni fue José
nuestro carnicero, quienes pelearon. Pero los corazones estaban seducidos de
todas maneras.
Cuando
la calle despertó, el circo ya no estaba. Había hecho añicos una siesta con su
llegada y se fue, juntando los pedazos, para que todo quedara en su lugar, llevándose
la magia de esos días.
Beatriz Fernández Vila