martes, 20 de octubre de 2015

EL DÍA MÁS TRISTE


La señora me dijo que prepare las copas de cristal, esas que usa cuando viene gente a comer, y me pidió que baje a la bodega a buscar el vino preferido del señor. Está contenta la señora, se ríe con el aire, como cuando le traen una joya de regalo, o como cuando le dicen que se van de viaje a Europa, está feliz. Yo no, yo no estoy feliz, hoy es el día más triste de mi vida, el más triste, y eso que a mí no me faltaron días tristes, tengo un dolor acá, en el pecho y en la garganta, y quiero llorar pero no debo. ¿Alguna vez la señora habrá sentido tanto dolor?  Y encima ahora ya sé lo que me espera, no me gusta cuando cae tanta gente de golpe sin avisar, porque después la cocinera y yo nos tenemos que quedar de pie hasta que se va el último invitado, y mañana tenemos que madrugar. Y esta tristeza… y este dolor. Y lo feliz que están los señores. Y esos gritos de alegría y las risas cuando van llegando las visitas, y se abrazan y se besan, y dicen que Dios es justo, que el mal no podía ser eterno.

Bien sé yo que el mal no es eterno, quien mejor que yo para saberlo, que nací en la miseria, ni para comer teníamos. Y después tuve todo, comida, ropa, hasta plata para mandarle a mi mamá para mis hermanitos, y era feliz, porque no necesitaba nada más. Pero ahora… ¿qué va a ser de nosotros ahora?

Quiero llorar, pero no puedo; la niña Elenita me dijo que si vuelvo a llorar por esa, me van a echar de la casa, y dijo una palabrota, en voz baja, porque ella no dice malas palabras, pero como también está contenta se le escapó. Y a mí me dolió en el alma porque es como si ofendiera a mi mamá, y además porque yo sé que no es así.

Toda la gente que llega está contenta, sólo los sirvientes no. Para colmo de males cuando llegó el hermano del señor, que es cura, yo que estaba tan mal, le dije que rezara por ella, por su alma, pero él me dijo que Dios sabe lo que hace, pero la verdad la verdad…es que me pareció que no me quiso hacer ese favor, y a mí me dolió, porque para qué están los padrecitos si no es para consolarnos cuando estamos tristes, claro que a lo mejor no tuve que molestarlo hoy que también está contento.

Digo yo… ¿no podríamos estar  felices todos juntos? Cuando yo era feliz, la señora se la pasaba insultando a esa prostituta, de ahí aprendí esa palabra, y no me la olvido más, porque ahí supe lo que quería decir, y me daba rabia porque no era verdad. Nunca fui más feliz ni tuve tantas cosas, todos sabíamos que ella era buena. Pero la señora decía que a dónde íbamos a ir a parar, que lo único que le faltaba a este país era caer en manos de un montón de ignorantes que pretendían ponerse a la altura de la gente digna. Y decía cosas más feas todavía, decía que vivir aquí era insoportable, que no había libertad, y que la chusma se mezclaba con la gente decente porque esos degenerados que tenían el poder les dieron los mismos derechos. Y yo que soy chica y un poco pava, no sabía lo que quería decir con eso, pero cuando me explicaron me enteré que no es nada feo, eso quería decir que ella iba a poder tener las mismas cosas que yo, igual… igualito, y eso me parece que es justo. Entonces, tener los mismos derechos no podía ser una cosa mala. Además, eso es lo primero que te enseñan en el catecismo, que todos somos iguales ante Dios. Y yo digo, si para Dios somos todos iguales, debe ser un pecado lo que dice la señora. Y seguro que debe ser un pecado también brindar porque alguien se murió de una enfermedad tan fea.
Beatriz Fernández Vila


El 26 de julio de 1952, Eva Perón dejaba en la mayor de las tristezas a un pueblo que había conocido por primera vez, de su mano, qué era la dignidad. Las lágrimas más amargas que un pueblo pueda llorar se derramaron en esos días, mientras algunas paredes de la ciudad insultaban ese amor  inmenso con aquella injuria de ¡Viva el cáncer!

Pequeños, cobardes, también los poderosos se quedaban huérfanos. Sin aquella mujer para quien habían refinado su odio hasta límites indescifrables, se quedaban en la más extrema orfandad. Nunca más, alguien a quien despreciar con esas fuerzas. La reacción fue festejar, y pintar las paredes con aquella leyenda infame.
(Beatriz Fernández Vila)