domingo, 31 de octubre de 2010

ANGELES SOMOS


Las brujas de mi infancia andaban por las siestas. Eran temibles y feas como todas las brujas del mundo, y sus horribles manos nos acariciaban furtivamente para que no olvidáramos que a esa hora los niños buenos debíamos dormir.

Las brujas de mi infancia cocinaban tortas fritas para engordar a niños que tenían cautivos. Y comerlos acompañados de una buena ración de mandiocas.

Pasé buena parte de mi niñez pensando que los cuentos que me contaba mi papá, sucedieron en el pueblo donde él había nacido. Porque las brujas de sus relatos sobrevolaban inmensas lagunas, escapaban dificultosamente clavando sus chuecas piernas en el arenal, o cocinaban brebajes insufribles en una cocina de campo con olor a leña y paredes de adobe

Así fue, hasta que llegó el tiempo de la escuela. Con ella las primeras letras, y el descubrimiento de los libros que ya podía leer por mis propios medios. Entonces encontré una gran similitud entre mi historia preferida, y el tradicional cuento de Hansel y Gretel. No niego que descubrirlo en las páginas de un libro, además, profusamente ilustrado, fue para mí, mágico y encantador. Pero a pesar de su colorido y sus dibujos esmerados, mi imaginación jamás se despegó de esas tumultuosas noches de tormenta, donde la malvada bruja, cansada de esperar que el niño cautivo engordara, preparaba el horno para comérselo asado. Todo lo que había elaborado mi pensamiento hasta allí, perduraba en mi mente y era sólo patrimonio de mi imaginación, maravilloso e intransferible, asombroso y de ensueño.

Con el tiempo fui descubriendo que las historias que tienen que ver con el bien y el mal, con el amor y el desamor son universales. Nunca sabré si el relato de mi padre era sólo una adaptación del cuento de los hermanos Grimm, o la tradición oral de los pueblos se parecen tanto, que no pueden escapar de las mismas pasiones y las mismas enseñanzas.

Y como en la vida no se termina nunca de aprender, hace muy poco tiempo, volví a descubrir que los pueblos persisten en su obstinada manera de asemejarse. Y también le debo este descubrimiento a mi padre.

Entre las muchas historias que nos contaba, había una que sobresalía porque lo tenía de protagonista. El primer día de noviembre, día de todos los santos, en su pueblo, los niños salían con bolsas para pedir en las casas dulces y galletas. Mi abuela, para esa época encargaba al panadero una enorme bolsa de bollitos de anís, para esperar a los pequeños visitantes. Que llegaban vestidos de angelitos, recitando insistentemente “ángeles somos, ángeles somos” mientras se acercaban.

Las dueñas de casa esperaban la visita, y retribuían con rosquitas y chipá. Los angelitos agradecían con una coplita y se iban cantando “esta casa es de rosas, donde viven las hermosas”. Si en la casa que visitaban no eran recibidos con alguna golosina, se iban cantando, “esta casa es de espina, donde viven las mezquinas” Por supuesto que mi hermano y yo deseábamos una suerte semejante: salir vestidos de angelitos y volver con bolsas llenas de dulces. Pero esa costumbre no se practicaba aquí.

Pasé muchos, muchísimos años, pensando que aquello era sólo una linda tradición del pueblo de mi padre. Hasta que en estas tierras, siempre tan proclives a copiar costumbres foráneas, recaló Hallowen.

En ese momento lo tomé con el rechazo que este proceder me provoca. Nuestra sociedad, fascinada por todo lo que viene de afuera, comenzó a conmemorar una festividad que no conocíamos mas que a través del cine o la televisión. Pero que cada año se afianza, y se espera como una fecha de nuestro calendario. En las oficinas se planea el festejo. En los bares se organizan encuentros temáticos. Y en los supermercados, calabazas plásticas llenas de caramelos, esperan en las góndolas que nuestra inclinación a no quedar excluidos del gran mundo se apropien de ellas, porque hay que festejar Hallowen. Una conmemoración que pocos saben a qué se debe, cuál es su origen, y mucho menos, que en una lejanísima provincia de nuestro litoral, ya se practicaba. Que tiene idéntica raíz, que nos viene de Europa, y que con diferencia de un día, se hace referencia a lo mismo.

Hallowen en inglés antiguo significa “llegan los santos”. En el gran país del norte, los niños se visten de monstruos y brujas. En nuestra provincia, los niños vestían de angelitos y salían el primer día de noviembre, día de los santos inocentes, según el santoral.

Los pueblos son universales cuando comprometen sus sentimientos. Y las historias que estos sentimientos provocan, pueden ser contadas de la misma forma aquí o en Noruega,
en España o en Perú. También las tradiciones nos pueden provenir de otros lugares. Pero si podemos copiar una innovadora que nos venga de algún país del primer mundo, mejor. Una tradición pueblerina no alcanzará jamás su estatus de ejemplo a seguir.

Conocí Hallowen desde mi más tierna infancia. Como Hansel y Gretel, relatada por mi padre. Con la impronta que le imprimía el paisaje y las costumbres que él conocía. La bruja de su cuento hablaba en guaraní. Los niños de su tradición vestían de angelitos y recorrían las casas un día después de lo que Hallowen determina. Siempre tan rezagado nuestro aprendizaje. Siempre nosotros tan ávidos por mirar horizontes ajenos. Aceptando con esmero lo que está tan lejos, con la misma obstinación que nos negamos a valorar lo que tenemos tan cerca.

Beatriz Fernández Vila

martes, 12 de octubre de 2010

AMERICA MORENA


Una verdad milenaria
desplegada ante mis ojos
partituras perdidas
adagios inconclusos.

Un son mineral
de ímpetu y derrota.
Célula distante
en el océano del
tiempo.

Raza… ritos
espada y religión.

Un dialecto ancestral
derrama aún
su signo moreno en
la piel de estos días.

Conjura al olvido
de lunas postergadas
enciende el pedernal
y emprende los sueños.

Un barco desvelado
quiebra un mar antiguo
y busca todavía
la verdad de mi sangre

Beatriz Fernández Vila