domingo, 23 de octubre de 2022

EN LAS TARDES DE LLUVIA


En las tardes de lluvia, cuando los niños no pueden salir a jugar, los duendes y las hadas conspiran acurrucados en los ventanales húmedos, queriendo escapar de los zócalos, o resbalándose de los tarros de azúcar, recordando otros tiempos, cuando alguna mamá con olor a canela, preparaba tortas fritas, o buñuelos de manzanas. Y alguna abuela nos contaba historias de su infancia, allá en su provincia lejana.

Los duendes y las hadas no pueden precisar bien estos momentos; como son eternos, creen que fue apenas ayer. Ignoran todo lo que tiene que ver con los tiempos actuales, y no entienden por qué la mayoría de los chicos de hoy pasan horas frente a ese juguete tan extraño, con figuras que parecen moverse mágicamente, pero que no tienen nada que ver con la magia que ellos conocen

Es en los días de lluvia cuando se sienten más nostálgicos, extrañan los juguetes desparramados por toda la casa; esas vastas ciudades que construían los chicos, o los pueblitos minúsculos de casas  pintorescas hechas con cajas en desuso, donde una planta de mamá se convertía en un árbol. Los chicos hacían volar su imaginación y una vía de ferrocarril pasaba por ese pueblo. Una locomotora destartalada se detenía en la estación para que subiera alguna damita imaginaria, y volvía a partir. Afuera la lluvia arreciaba, en casa había olor a buñuelos, y nada nos podía pasar porque en todas las estaciones se trepaban las hadas.

Beatriz Fernández Vila

*Publicado en la contratapa del libro de cuentos infantiles "Jalea de Duendes", escrito por Beatriz Fernández Vila e ilustrado por Milagros Cabrera (Editorial Dunken, Agosto 2016).

COMO OTRA PIEL


Subió al carro con el atado de ropa que su madre le había preparado. Un dolor impreciso le quemaba en algún lugar del corazón. Y giró apenas para mirar al Manuel, que se quedó llorando mientras ella se alejaba. Sus otros hermanos la miraron sin preguntar.

A la noche había soñado con su hermana muerta. Cuando pasaron por la cañada pensó en ella. 

Recordaba vagamente la madrugada en que despertó ardiendo, como si tuviese una brasa prendida al cuerpo. Sudorosa y caliente también, como su hermana, que no había pegado un ojo en toda la noche y se quejaba casi en silencio para que los otros no escucharan. Al amanecer cuando se quedaron solas, la vio levantarse dificultosamente para ordeñar y alcanzarle un pedazo de galleta. Después miró sus ojos enormes con esas ojeras, y la pierna hinchada que apenas arrastraba.  No recordaba nada más; sólo ese día que no se le apartaba del pensamiento, como si hubiese caído en medio del rancho de pronto.

Después, la vida fue un túnel interminable donde caía sin pausa, sin saber de dónde asirse. Sólo retazos de ternura apenas vislumbrados que le dieron la fuerza necesaria para permanecer; para estar en el mundo sin estar. Como si un zarpazo la hubiese ubicado en su nuevo sitio; entre el corral y las vacas, pisando la escarcha y oliendo a guisos y rescoldo. Para ser ella entonces, quien se ocupara de los hermanos menores mientras sus padres se iban al campo con los demás.

Comió con avidez el pedazo de galleta con la leche recién ordeñada mientras su hermana se metía de nuevo en la cama. Miró la pila de cacharros arrinconados en la mesa, y pensó  que al regresar, a su madre no le gustaría verlos sucios. Después, también se metió en la cama. 

De abajo de las mantas se levantaba un vaho pestilente, y un líquido untuoso se le pegó a la piel. Hacía frío. Sabía que ni ella ni la Miriam debían estar allí, pero no se animó a molestarla. Para  el mediodía las dos se habían quedado dormidas, y cuando su familia regresó, despertaron de un limbo pantanoso, como si ambas hubiesen enfermado a la vez. 

La madre preparó unas compresas frías para su hermana, y levantó las mantas para mirarle la herida. La pierna era ya un marasmo incierto, donde un tajo supurante se había adueñado por completo y rompía la carne en bordes casi putrefactos. El padre la acercó a la ventana para mirar mejor. La fiebre era muy alta y el frío la estremeció. Luego,  hirvieron unas hierbas que le hicieron tragar a duras penas, y al día siguiente la Miriam ya no estaba.

Ella se quedó parada con los pies descalzos, mientras vio partir a los suyos atravesando el campito hasta el lugar de las cruces. 

Después, la vida se hizo cargo y siguió estallando cada año en un nuevo hermano. Y la aceptación empezó a rondarla, para ayudarle a postergar las necesidades de sus escasos años, porque fue ella quien debió enfrentar las responsabilidades de su hermana ausente. 

Con ojos huérfanos recorrió los lugares que casi no conocía. El carro crujía en el camino; desvencijado y torpe se abría paso por los campos recién sembrados. El viento de aquella mañana tormentosa se le metía bajo la falda raída. No habló, su madre tampoco. No sabía a dónde se dirigían pero estaba más preocupada por la tormenta que avanzaba, que por preguntar.

Cuando el carro se detuvo frente a la casa de los patrones tampoco preguntó por qué estaban allí, sólo pensó en el Manuel que se había quedado llorando. Su madre le alcanzó el atado y  le pidió que bajara. Es acá, le dijo, y deslizó sus ojos cansados, y los dejó suspendidos en un lugar incierto, en un mundo que era este y era otro, en una angustia antigua que se cargaba en el cuerpo como otra piel. 

Beatriz Fernández Vila

martes, 26 de julio de 2022

ELLA LE REGALÓ UNA FLOR DE PAPEL


Ella le regaló una flor de papel. Terminaba de bajar de sus zancos, se desparramó en un banco de la plaza y la gente se dispersó. Eduardo estaba allí de casualidad; por trámites personales. Del centro al subterráneo sofocante, y del subte a la plaza. Se quedó mirando el espectáculo como todos los demás. Cantaba lindo la chica de los zancos “¿Y qué será de ti lejos de casa?”. El elevaba la mirada, ella lo miró desde su altura, y cantó sólo para él. “Es una nena” pensó. Pero no pudo dejar de mirarla.

Siguieron viéndose, pero ya no por casualidad. El se tomó la costumbre de bajar en esa estación, aunque nada tenía que hacer por allí, mas que verla.

Y ella cantó cada día para él. Y él: “que calor” o “que tiempo loco éste”. Y en más de una ocasión se sintió viejo para ella, y ella quería convencerlo de que no era así, y siguió desgranando las canciones de Serrat sólo para que él la escuchara. “Barquito de papel, sin nombre, sin patrón y sin bandera”. Y él insistiendo que era una nena. Y ella: “no veas sólo una parte tómame como me doy”. Y Eduardo, alguna vez estuvo a punto de decírselo a su mujer, no porque quisiera dejarla, simplemente porque los años la habían transformado en un sostén, en una amiga, y en más de una ocasión estuvo a punto de escapársele.

Siguió bajando cada día en ese lugar sólo para verla. Para tomar un café cuando ella terminaba la función, y para amarse.

Y cuando estuvieron tan enamorados que no lo soportaron más, él se asustó y no regresó. Y ella, se subió a sus zancos como todas las tardes para verlo llegar, “palpándose el perfil, y trenzando mil nombres en dos sexos”.
Beatriz Fernández Vila

DAMAS CHINAS


Mi sarampión, mis paperas, fueron parte de una etapa feliz en mi corta existencia de diez años. Revistas, libros, algún juego de salón, para desbaratar la monotonía de las horas en cama. Las visitas de tía Mercedes y de Raquelita, mi abuela, que se resistía a ser tratada como tal. El chinchón con tío Ernesto. Y las Damas Chinas, a las que jugaba con papá, que nada tenían de chinas, pero que denominó así, para justificar las reglas que le inventó a un juego de damas, al que le faltaba un montón de piezas.

Hasta allí podría decirse  que tuve una infancia feliz. Pero cuando llegó la escarlatina, mi vida fue otra. Recuerdo que desperté húmeda y febril, diciendo incoherencias, porque la fiebre me hacía hablar sin ton ni son.

Mamá corrió a llamar al doctor Colmena, a pesar de que era muy temprano; apurada para hablarle antes de que se fuera al hospital.

El médico entró radiante a mi cuarto. Jocoso como siempre, precedido del crujido de sus zapatos de goma sobre el piso de madera. Verlo llegar preanunciaba ese juego dichoso de estar en cama, mimada y consentida por toda la familia. El olor de su colonia llegaba hasta mi, anticipando alguna enfermedad que habría de disfrutar rodeada de caricias, libros de cuentos, y mimos 

El doctor Colmena traía siempre buenas noticias: algún resfrío por el cual guardar cama, paperas, eruptivas, empachos; todas “catástrofes” aceptables que me mantenían lejos de la escuela. Qué más podía pedir, si tenía también los mimos exagerados de todos. Los libros para colorear, los relatos interminables, que escuchaba con actitud de tirana, lista siempre para corregir cualquier situación que no se ajustara al argumento original. O exigiendo las mismas palabras utilizadas con anterioridad. Cómoda en mi gesto dictatorial, respaldada por esas nanas que requerían “cuidados intensivos”. Consentida y dichosa, en mi trono de princesa convaleciente,

Las enfermedades de mi infancia también formaron parte de mi existencia feliz. Pero aquella vez no fue así. Lo primero que hizo el médico fue retirar a mi mamá del cuarto. Sus ojos que transmitían siempre tranquilidad, se fijaron en mi padre, y hubo un diálogo silencioso que no pasó inadvertido para mí.

La pesada figura de mamá se quedó suspendida en mi mirada mientras caminaba hacia la puerta. Giró un poco y alcancé a ver su vientre redondo que guardaba a mi hermano. Hizo volar un beso desde la palma de su mano, y fue el último gesto que me dedicó.

“Hay que cuidar a Inés  - dijo el médico- no podemos poner en riesgo su embarazo”. Supe entonces que la rubéola no era una enfermedad feliz, porque la principal protagonista de mi juego no iba a estar conmigo.

Don Funes, el vecino de enfrente, se ofreció para llevar a mamá a casa de Alicia, la amiga que vivía en Villa Ballester. Lloré toda la tarde, no hubo nada que me quitara la tristeza o me distrajera, ni siquiera la radio portátil que acababan de regalarme.

Los días comenzaron a hacerse interminables. La novedad fue que vino Graciela López a traerme la tarea, porque ya había tenido rubéola y no se iba a contagiar. Y con ella llegó esa catarata de información que manejaba. Así me enteré que su tía perdió el embarazo porque se había contagiado de su hijo menor, aunque no sabía bien por qué razón provocaba eso. 

Tal vez a mamá le sucediera lo mismo. Lo pensé con frialdad, y con el sórdido convencimiento de que fuera lo mejor .Un hermano que antes de nacer hacía que renunciara a mi madre, era un ser egoísta por el cual no debía sentir piedad. Aunque al instante me arrepentí, y traté de olvidarlo, como si el olvido pudiese conjurar el sentimiento solapado que se apoderó de mí .Esa noche tía Mercedes me encontró arrodillada al costado de la cama pidiendo perdón.

Tuve fiebre durante muchos días, el doctor lo adjudicó a mi estado emocional. Decididamente,  esa no fue una enfermedad como las demás. Si bien se multiplicaron los cuidados, sin mi madre, no fue lo mismo.

Raquelita triplicó sus mimos de abuela inexperta, olvidó por un tiempo sus clases de flamenco y se instaló en casa, para hacer scones duros, y tortas inexplicablemente apelmazadas. Tía Mercedes, cosía ropita para las muñecas, y tío Ernesto, proponía además del chinchón, otros juegos de naipes, para suplantar a papá, que repentinamente olvidó las reglas de las Damas Chinas, y se le instaló en la mirada una tristeza vaga que pretendía ocultar, con sonrisas destempladas.

Los días comenzaron a tener el color de la espera, se hicieron interminables, monótonos, marcados todos por la melancolía. Y sobrevolaba alrededor, algo más que la tristeza de estar lejos de mamá.

No puedo recordar cómo lo supe. Hay una nube oscura que cubre esos días, pero aquella mañana al ver a mi abuela, tuve la sensación de que algo nos estaba pasando. Alejado el encanto de estar en cama, de a poco dejé el cuarto para desayunar en la cocina. Hasta  esa mañana en que sorprendí a Raquelita secándose las lágrimas. No sabía bien por qué, pero la casa de pronto se hizo enorme y hueca, un silencio despiadado se apoderó de todos los cuartos.

No sé cuánto tiempo pasó desde el momento  que llamaron al doctor Colmena, y el día que me levanté  de la cama. Pero recuerdo muy bien, esa vez que ví a tía Mercedes parada en la puerta, con la mantilla celeste y envuelto en ella a mi hermano recién nacido. Sin explicación, una enfermedad infantil, supuestamente podía malograr un embarazo, sin embargo, allí estaba Fernando, fuerte y pujante, desafiando a la muerte que se había llevado a mi mamá.

No pregunté qué había pasado, tenía miedo a cualquier explicación, no quería pensar que mi egoísmo fuera el único culpable de lo que había sucedido. 

El otoño se había instalado en toda la casa y se resistía a replegar sus alas, y no las replegó nunca más, se apoderó para siempre de nuestras vidas, y de a poco, le fue dando su color a todas las cosas.

Una mano cruelmente prodigiosa, fue cambiando el matiz de nuestras horas, y nos  entregábamos mansos a lo que determinara.

Creo que el día que vi a mi hermano decreté el fin de mis enfermedades, porque  no volví a padecer ninguna otra. Y cuando él llegó a la edad de las eruptivas y las paperas, yo, me había convertido en una adolescente resuelta que hacía rato se había echado al hombro la angustia de un padre depresivo, y una casa que hacía aguas por todos lados. 

Y me sentí en el deber de cambiar las reglas.

No hubo libros de cuentos para Fernando, ni revistas, ni chinchón con tío Ernesto, que se había casado hacía poco con una viuda que tenía tres hijos pequeños, y le sobraban escarlatinas y varicelas para entretenerse.

Raquelita ya casi no contaba, porque a su actitud de abuela distraída, le sumó ese color de tristeza que la mantenía más ausente aún.

A tía Mercedes, el  parte médico sobre el avance de la cura se lo pasaba por teléfono, porque sus nanas empezaron a aparecer, y la convencí de que no era necesario que se molestara en venir.

Sola me arreglaba muy bien para cuidar a Fernando; sin juegos de naipes, sin cuentos, y sin  Damas Chinas. Pero  entregada a él con devoción, en un silencio respetuoso, en medio de un ambiente aséptico y casi hospitalario.

Beatriz Fernández Vila