jueves, 27 de octubre de 2011

A PESAR DEL ODIO


Por los altos andamios de las flores
pajareará tu alma colmenera
(Elegía - Miguel Hernández)

En sus madrigueras
soñaron con esta muerte.
desde sus púlpitos
elevaron plegarias por ella
en sus confesionarios y sus altares
se retorcieron hasta el dolor
por imaginarla.
Desde sus orgasmos de prostíbulo
y sus fríos deberes maritales.
desde sus silos rebosantes
y el hambre que nombran.
Desde sus odios de escritorio
suplicaron por el día del júbilo.
Desde sus torres blindadas
sus barrios parques
sus ideales de miserias
imaginaron esta muerte.
Y también imaginaron
el festejo y la alegría.
Ávidos por quitarlo de la escena
se empalagaron de piadosas
recomendaciones para el enfermo.
Incapaces de la entrega por el otro
se solazaron en tumores y antídotos
en “dictadura” y “mordaza”
Mártires del “tormento”que
les tocaba vivir
borraron los años de horror
para sentirse perseguidos.
Desde sus pantallas de espanto
y sus diarios de mentiras
le contaban a la gente
una verdad que la gente no vivía
Diluidos hombres pequeñitos
rugían sus temores para
igualar la grandeza del temido.
Miserables desde las entrañas
no entendieron nada
Aunque dentro de tanto desprecio
para brillar con su luz
supieron elegir al enemigo
Porque en sus sobremesas de abundancia
y limosnas de domingos
acariciaron esta muerte
que hoy crece como la vida.

                               Beatriz Fernández Vila

viernes, 26 de agosto de 2011

EN MEDIO DE LA TARDE


(A Rodolfo Mederos)

“Sentate y toca” me dijo. Después lo vi alejarse; la espalda ancha, como la de un gigante, mientras yo me quedaba con mi sueño entre las manos. Hasta ese momento, Estanislao había sido para mí, un vecino más. Nada lo distinguía de los otros que charlaban con mi viejo en la calle de tierra, mientras echábamos agua para que los carros no levantaran polvareda.

Mi barrio era entonces, un horizonte de senderos caprichosos marcados sólo por nuestra cotidiana necesidad; el que atravesaba el baldío frente a mi casa, que acortaba camino rumbo al almacén, el que llevaba al colegio, y que tomábamos a veces con mi madre, para ir a lo de Estela Maris, una señora que cosía muy bien según las vecinas, y que tenía una hija de mi edad, que me obligaba a cargar sus muñecas; que yo trataba de esconder, para que los pibes no se burlaran. Y el camino que llevaba a la casa del polaco Estanislao, que ni pisaba, porque vivía solo con su mujer, y no había allí ningún chico con quien jugar. El resto, seis o siete casas desperdigadas hacia un costado de la vía, porque del otro lado solo se veían malezas y un campito loteado para futuros habitantes. El olor a tilos despertaba diciembre y el caminito frente al alambrado de mi casa se cubría de manzanillas y me regalaba una selva en miniatura, donde mis soldaditos se escondían, para sorprender al enemigo.

En las noches cantaban los grillos, los sapos croaban en el zanjón, y yo me dormía con luciérnagas en la ventana, mientras en la cocina se vislumbraba todavía el sol de noche, que era lo más avanzado que la tecnología nos había permitido, hasta que el ferrocarril nos premió con el tendido de la luz.

Mis cinco años me tenían ocupado entre las primeras letras que aprendía de un libro viejo, y los juguetes que me inventaba yo mismo para quebrar la siesta con mis fantasías de transportista, o mis sueños de “Llanero Solitario”.

Hasta ese momento estuve convencido de que tenía todo y que nada mejor me podía pasar. Las tardes eran largas, los deberes todavía no existían; sólo bolitas y pelota de goma. Las tortas más ricas las preparaba mi abuela. Y los domingos nos juntábamos para jugar un partido de fútbol o comer un asado. Mi vieja era la más linda y la más joven. Y mi viejo era el mejor. Cuando pasaban por mi cuarto antes de acostarse, yo me hacía el dormido para sentir sus besos en cada mejilla. El perfume de mamá se le escapaba del pelo, y la barba de papá me raspaba la cara.

De verdad estaba seguro de que no necesitaba nada más. Hasta aquél día, que con una fuente llena de pastelitos, nos fuimos a lo del polaco con todos los vecinos, porque había que ayudarlo a levantar el techo de su casa. Los hombres trabajaron sin descanso. El calor era intenso. Las mujeres cargaron en varios baldes las botellas de bebidas, que echaron al fondo del aljibe para que se enfriaran. Y llenaron la mesa con las comidas que habían llevado.

En la noche todavía estábamos allí, y cuando nos despedíamos, el polaco hizo un esfuerzo para agradecer en su media lengua mezclada con tonada misionera, a los vecinos que fueron ayudarlo. Después se metió en la pieza y volvió con un cajón. De adentro sacó aquello que yo veía por primera vez. Levantó una pierna sobre una silla para acomodarlo muy cerca del pecho, mientras se mecía acompañando esa música que me cautivó. Los hombres sonreían. Las mujeres comenzaron a balancearse al compás. Y yo me enamoré por primera vez, de algo que no fuera una mujer, porque en realidad, ese sentimiento ya lo conocía. Porque estaba enamorado de la hija de la modista como decían mis amigos, aunque no lo quería reconocer.

Esa noche no dormí. Recorrí con el pensamiento esos botones redondos y lustrosos como caramelos, tratando de recordar las posiciones de los dedos de Estanislao, para desentramar esa urdimbre mágica que se había metido en mis oídos y mi corazón. Y no volví a tener paz.

A la mañana siguiente, antes de que mamá fuera a despertarme. Hacía rato que me había levantado. Estaba mirando la casa del polaco, mientras trataba de encontrar la excusa para volver allí, y ver de nuevo aquella maravilla. Mi viejo dijo que se llamaba bandoneón, y su nombre sonó sublime. Sólo pensaba cómo hacer para volver a verlo; tan sólo verlo, que era todo lo que yo necesitaba. Nada más. Porque mis sueños, me habían llevado por esos senderos increíbles por donde transita la imaginación de los niños, y ya tenía pensado el modo de juntar plata para comprarme uno.

No era precisamente dinero lo que sobraba en casa, así que en las horas que pasé en vela, tramé un montón de empresas temerarias de las que saldría airoso, y con los medios suficientes para comprarme aquél instrumento. Hasta que una madrugada en que no había pegado un ojo, muy resuelto le fui a proponer a mi viejo comprarnos un carro para repartir carbón, como hacía el almacenero. Mi papá me miró entre dormido, y me preguntó con cuánta plata contaba para comprar un carro y un caballo. Y como para quitarme la idea sin herirme demasiado, me sugirió que no le podíamos hacer eso a Antonio, que se ganaba la vida de ese modo y que no era bueno que le hiciéramos competencia.

Pasé los días siguientes, pensando a qué otra cosa dedicarme para conseguir unos pesos. Imaginé la posibilidad de vender mis mejores soldaditos, las bolitas “japonesas” y las “lecheritas”, que sobrevaluaba, porque solamente yo sabía lo que me había costado ganarlas. También manzanas, duraznos, y ciruelas; que en casa abundaban, y que repartíamos entre los vecinos, sin pedir nada a cambio. Aquellos fueron los únicos atisbos de la mente mercantilista que no me acompañó el resto de mi vida. Pero que en ese momento vislumbré como el pasaporte a mi sueño: conseguir un bandoneón.

Mareado por lo que me había propuesto, y distraído como andaba por triunfar en los negocios. Sin darme cuenta, sin pensarlo. Una tarde luminosa, como no recuerdo otra, mi viejo me mandó a lo del polaco a pedirle el martillo que le había prestado.

Salí de casa corriendo, con una felicidad que no cabía en mi pecho. Con una alegría recién estrenada; nuevita y dulce, como nunca había vivido.

La señora Brunilda me hizo pasar hasta el fondo del patio donde el polaco acarreaba unos baldes mientras ella le cebaba mate. Casi olvidé para qué iba, porque adentro de la cocina, como esperándome, estaba el motivo de mis desvelos. Lo miré ansioso, mientras preguntaba cualquier cosa para hacer tiempo, y observarlo un poco más. Parece que fui muy evidente, porque Estanislao fue a buscarlo. Sus manos toscas, lo tomaron como si levantaran a un bebé para ponerlo en las mías. Aún hoy, esa imagen se sigue repitiendo. Era la siesta de un febrero que nunca olvidé. Mi corazón agitado, al galope, aferrado a ese instrumento que amé desde el primer instante.

Miles de veces volví a enfrentarme a una elección a lo largo de los años. Pero aquella vez, en esa hora mágica en medio de la tarde, yo elegí sin titubeos, a qué iba a destinar el resto de mi vida.

Beatriz Fernández Vila

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NOTA: esto nació una tarde frente al televisor, mirando una entrevista a Rodolfo Mederos. Me habían llenado de tanta emoción sus palabras, que cuando el reportaje terminó ya tenía en mente toda la historia. Si él la leyera, tal vez reconocería parte de ella. La otra; las cosas que imaginé a medida que la escribía, tendría que disculpárselas a la licencia que nos tomamos los escritores cuando nos ponemos a contar. El título le pertenece, lo mencionó en su reportaje, y sentí la frase tan cargada de magia que fue la llave que abrió toda la historia.

viernes, 6 de mayo de 2011

ESTRELLITA FUGAZ


Marita Scarafiocca era la prometedora estrellita del futuro, el empresario - capo - cómico, en un alarde de originalidad cambió su nombre por el de Marita Scar, y dejó a su mujer por las pulposas carnes de Marita. Pero eso no alcanzaba, era imprescindible, diríamos altamente conveniente que los vieran en algún restó de moda en un rincón apartado. El más apartado de los rincones, al que sólo acceden los paparazzi.

Marita comería poco para no arrastrar el labial, y a la hora de los besos expondría su mejor perfil a la cámara, que era el único beneficio que había logrado pactar con las revistas en su corta carrera. Corta, corta, cortísima, en la que aún no tenía a su disposición los trucos del photoshop.

Era imprescindible que el capo cómico mostrara su escaso perfil de cómico, y que expusiera su alto perfil de capo (mafia), y arremetiera contra los reporteros que sabiamente montan guardia toda la madrugada, donde inocentemente comen las estrellitas que no quieren prensa, porque recién se están conociendo con el maravilloso hombre que acaba de echar por la borda quince años de matrimonio con la gruesa mujer que no lo comprende.

Marita había dejado hacía poco el outlet de una marca de ropa donde era vendedora, y se vestía con esas prendas, porque los canjes no habían aparecido todavía en su vida. Era urgente, urgentísimo, comenzar los contactos que la acercaran a ese paraíso, porque en las dos últimas fotos que le habían “robado” aparecía con el mismo equipo color chocolate.

Pero a Marita le sobraba astucia para algo tan trivial como eso. Por suerte compartía cartel con la figurita repetida de siempre; ese que no llegó nunca a la primera línea, y nadie se explicaba cómo lograba constantemente un papelito en alguna obra. Y qué mal le podía causar a ella compartir un poco de prensa con el pobre tipo.

Por eso echó mano al artilugio del momento, “acoso sexual” pensó, y se lo transmitió al notero de TOP-TV, que le consiguió un móvil en su camarín del teatro, donde Marita lloraba lágrimas de horror por ese desubicado que no tenía códigos, ni una madre que le recordara el verdadero valor de una mujer.

El pobre tipo a su vez lloró lágrimas de espanto, porque los noteros de la competencia montaban guardia en su casa, para preguntarle a sus hijos si el padre tuvo alguna vez un problema semejante, e interceptaban a su madre anciana en sus caminatas matutinas, para preguntarle si conocía a Marita, si qué opinión tenía de ella, y si creía en lo que decía con respecto a su hijo.

Por supuesto, Marita, experimentada en livings televisivos, que meses atrás sólo conocía a través de la pantalla, recorrió canales con la dolorosa historia por la que no hallaba consuelo. Ella, una mina que lo único que quería era trabajar en el espectáculo dignamente y que nadie se colgara de su carrera, tenía que soportar esa afrenta por la cual no dormía desde varios días, y por la que su médico personal la estaba acompañando casi en exclusividad desde que esa desgracia la había rozado.

En medio de la vorágine Marita perdió el rumbo, no sabía exactamente si le redituaba más su relación con el cómico, o lo del acoso de su compañero, y frente a cámaras perdía la ilación de su entramada historia. Los minutos de televisión que son valiosísimos, se tornaron interminables para ella. Cruzaron notas con sus compañeras de elenco, que a esa altura de los acontecimientos no sabían cómo había sido tan hábil para moverse, y de paso le sacaban unos trapitos al sol y robaban cámaras por un ratito.

En medio de la encarnizada lucha, la cabeza de compañía, una vedette de dilatada trayectoria, mostró el juego de Marita y se puso del lado del acosador. Por varios días los reportajes en los camarines fueron para la vedette; que algo sabía del tema, y que hacía ya varias temporadas que no protagonizaba un escándalo.

Pero Marita, nueva en el ambiente, pero conocedora de los enredos de alcoba que se tejen en la farándula y que se ventilan en las revistas del corazón, mostró su angustiada anatomía en la portada de ATREVIDA, donde al parecer no pudieron mostrar su cara de dolor, y sólo la tomaron de espalda, por lo visto de sorpresa, porque la pescaron como dios la trajo al mundo.

El vertiginoso éxito de la tapa alertó a la competidora FLASHOW, que se vió obligada a sacar una nota con el astrólogo estrella del ambiente artístico, donde hablaba de las penurias y la espiritualidad de Marita, a quien no había visto nunca, pero con la que le tomaron una gran cantidad de fotos para la ocasión. Fotos en las que por suerte no se la veía tan abrumada, a pesar de que al parecer todavía no había conseguido el canje de ropa, porque la mostraban bastante desnudita.

En cinco páginas a todo color, conocimos la autenticidad de su persona. Allí habló de sus gustos, de lo familiera que era, de que a los hombres los prefería fieles y sinceros, y que había leído las obras completas de KOSHUR, un gurú internacional, al que recurrían todas las estrellas de Hollywood para conocer la senda de la espiritualidad, y paliar las mismas desventuras que en ese momento ya formaban parte de la vida de Marita

La competencia la esperaba con un móvil en la puerta del teatro, pero el notero estrella del otro programa de chimentos la ayudaba a salir por otra puerta, porque había pactado exclusividad con su multimedio. Marita ya no se veía ni con el acosador, ni con la vedette, ni con sus compañeras mas que en el escenario. Había perdido la noción de su verdadera historia, y ni siquiera sabía si el capo - cómico regresó con su mujer, o todavía protagonizaban la historia amorosa del verano.

Paseó su anatomía por las portadas más selectas, lloró lágrimas en reportajes intimistas, y mostró sus cirugías, que distraían su cabeza en otros asuntos mientras curaba sus heridas.

Y un día en que esperó inútilmente el móvil en su puerta prendió el televisor para ver qué pasaba, y vió cómo una ignota figurita lloraba a corazón partido, cruzando duros conceptos con otra desconocida. Su historia de amor había tenido la fugacidad de una foto. El acoso sexual se desbarató cuando el actor blanqueó su relación con un productor justo cuando la temporada terminaba, y la vedette de dilatada trayectoria se alzaba con su cachet, que era más o menos lo recaudado.

Y Marita, mirando a esas dos desconocidas, sintió toda la indignación de una estrella. Y pensó a qué se dedicaría en los meses sucesivos.

Por suerte la bendición se derrama generosa sobre las chicas como ella. Y exactamente cuando el actor secundón y el productor, paseaban de canal en canal mostrando su sólida unión acaparando todas las pantallas, la vedette descansaba en Miami, y al empresario - capo - cómico le sacaron una foto haciendo las compras en un supermercado, el representante de Marita caía preso por estafas reiteradas.

Ella por supuesto no sabía nada del asunto, pero decidió jugarse una carta temeraria. Los móviles televisivos volvieron a acosar a su maltratada persona, pero estaba dispuesta a jugarse por ese ser al que le debía todo lo que era, la vida misma si fuese necesario, por ese hombre por el que ponía las manos en el fuego ya que no le había hecho más que el bien. El fue el padre que no tuvo, el hermano que la apuntaló en sus momentos difíciles, el amigo que secó sus lágrimas en su torturante realidad, y al que mandaba a través de las cámaras mensajes esperanzadores y agradecimientos eternos. Y por el que en ese momento, quebrada por el dolor, debía abandonar el piso mientras una imagen silenciosa la eternizaba tras de cámaras asistida por la producción.

La desdicha no apagaba su fulgor, volvió a llenar tapas de revista, consumió larguísimos minutos televisivos. Y una tarde en que transmitían en vivo y en directo el canje de su cuarta cirugía, una lágrima saltó de uno de sus ojos cuando despertaba de la anestesia, y la pregunta avezada del notero la llevó por un camino insondable que no sabía donde la conduciría.

En fin, que hacia el final de la nota, el hombre que estaba preso y que en días anteriores significaba todo en su carrera, se transformó por arte de las lágrimas y las preguntas incisivas, en un explotador que la vivía y no la dejaba crecer.

Escasos meses de farándula significaron años de experiencia, había madurado en el dolor.

Luego de los golpes se tomaría un tiempo para elegir, porque los duros embates la acercaron al verdadero sueño de su vida: conducir un programa para niños, ya que sueña con una familia numerosa, aunque todavía no encontró al hombre de su vida. Y desde las páginas de FASHION nos cuenta, que sólo hace fotos donde se siente muy cuidada, que no se cree un objeto sexual, y que comenzará a estudiar teatro porque no quiere ser una improvisada.

Beatriz Fernández Vila

lunes, 21 de marzo de 2011


EL CIRCULO Invita al Sexto Encuentro Poético con invitados y micrófono abierto el 26 de Marzo de 2011.

Música y Poesía por sus autores y están todos invitados.


Para este sexto encuentro nos acompañan las talentosas:

ESTER DE IZAGUIRRE

LIDIA ROCHA

BEATRIZ FERNÁNDEZ VILA


Presentación del libro: POEMAS ENCADENADOS de Celina Vautier


EL CIRCULO se reúne el cuarto sábado de cada mes desde las 18 hs hasta las 21 hs. en THE ROZZ, Medrano 152, Capital Federal.

miércoles, 23 de febrero de 2011

EL MAGO


Después de reclutar a un montón de pibes más o menos desorientados que andaban en las siestas de aquí para allá, Obdulio Gómez formó un grupo bastante presentable para actuar en los carnavales del año siguiente. Los viernes por la noche ensayaban en la canchita hasta altas horas, y los vecinos soportaban el estruendo de los bombos, con más estoicismo que las corridas y los gritos de los que los había salvado Obdulio desde que se le ocurrió esa idea brillante.

Los pibes andaban encarrilados. Era una maravilla verlos hacer algo positivo, que a juzgar por los resultados los dejaba bastante cansados, porque de a poco el barrio empezó a distenderse y dormir toda la noche de un tirón, sin padecer los sobresaltos a los que estaba acostumbrado por la gritería del fin de semana. Y el hacedor de tanta gloria, reafirmó su condición de mago, y su apelativo, ya que así lo nombraban EL MAGO, porque de todos los oficios que se le conocía este era el que mejor desempeñaba. Y después de esta hazaña: aquietar los impulsos de un montón de descarriados, el mote le fue de mil maravillas.

Para agosto empezaron a confeccionar los trajes, y estuvieron comprometidas en esto cuanta abuela, tía, o hermana se preciara de manejar las artes del hilván y las tijeras.

El turco Abud les había regalado un montón de retazos viejos que rescató del sótano de la tienda. Olían a humedad, y a pesar de la colaboración desinteresada de alguna vecina para lavarlos y ponerlos en forma, cuando empezaron a cortar las prendas todavía el olor no había cedido a la buena voluntad del mejor jabón.

El veintidós de noviembre, día de la música, a Reynaldo Otero se le ocurrió lo del festival. Había ejecutado en la capilla una sonata para violín, y el padre Pedro hizo pasar la gorra. El patio de la capilla estaba colmado y al parecer la confundieron con la canasta de las ofrendas, porque terminó llena de monedas. Reynaldo, a pesar de su alto acatamiento religioso, pretendió algo de lo recaudado para sentir recompensado su talento. Que todavía no era tanto, aunque los buenos oficios de doña Asunción, la catequista, habían transformado en algo así como la digna compañía de un coro de ángeles.

Lo recaudado hacía falta para arreglar el techo de la sacristía, y el violinista terminó convencido de que su aporte artístico fue el vehículo para lograrlo. Esto lo envalentonaba, y volvió una y otra vez a reclamar parte de lo que creía que le correspondía pensando en destinarlo a la comparsa.

Entre doña Asunción y el cura lograron aquietarlo por un tiempo. Lo que no lograron, fue sabotear la independencia del ejecutante, que desde esa noche no dejó de darle forma a la idea de poner su talento al servicio de la empresa de Obdulio, y encaminó sus esfuerzos para lograrlo.

Empezó por el subte, a modo de fogueo, para ensayar y probarse ante el público. Con él viajaron Marquitos, Cacho, y el negro Gaitán. Ese día cosecharon poco. Porque a no engañarnos, sin los comentarios previos de doña Asunción, Reynaldo tocaba como sabia, y no había misterio, ni fascinación, ni nada que se le parezca. Terminaron tocando en las mesas de una pizzería en Chacarita de donde los sacaron corriendo. Y tuvieron que volver al barrio, convencer al padre Pedro de extraer una mínima parte de lo que recaudara en el patio de la iglesia, y ocultar el destino de los fondos, porque el cura, ya en el período de adviento, empezaba a arengar en contra de las profanas conmemoraciones carnavalescas que tanto mal le hacen al espíritu, y que condenan las almas al purgatorio.

El Mago estaba libre del estropajo, como llamaba él a los sermones, porque era ateo, y no comulgaba con esas ideas. En cambio los pibes del grupo concurrían fervorosamente a misa de once, que era la hora en que iban las chicas. Pero además, el motivo que los impulsaba en ese momento era grandioso. La comparsa debía brillar más que la de Devoto, y tenían que apurase para comprar los adornos necesarios. Aunque para eso debían convencer al cura de que cediera el patio de la capilla, y qué mejor que ir a misa para hacer buena letra.

En los primeros días de diciembre consiguieron el permiso para hacer el festival. Para la ocasión prometieron la participación de una concertista: Otilia Scordamaglia; que estudiaba piano desde principios de año, un ballet folclórico, y la participación de Reynaldo; que en ese momento se sentía la estrella máxima. Todas cosas decentes, como decía doña Asunción. El riesgo estaba en ocultar el destino de la recaudación. La mitad era para la capilla, y la otra mitad, para comprar las camisetas del equipo de fútbol, que fue la excusa que encontraron para tapar el inconfesable fin.

Jamás empresa alguna logró semejante adhesión. El tiempo se les iba completo en pensar y hacer cosas para la comparsa, y un espíritu solidario había nacido entre todos, y los hacía incansables, perseverantes, y alegres. Sobre todo alegres, contagiados tal vez del director, que era un tipo tenaz, positivo, y con inclinaciones artísticas. Porque el taller de carburación, era tan solo un pasatiempo para Obdulio, un pasatiempo que no le dejaba un mango y al que le dedicaba poco tiempo, ya que su verdadera pasión estaba en las artes, y se notaba. En tres meses había compuesto las canciones de la comparsa, dio su opinión sobre cada detalle de los trajes, entrenó a cada integrante en el clásico paso, y dejó parcialmente su ocupación de maestro de ceremonias en el club, sus presentaciones como cantor de tangos, y su trabajo de mago en fiestas diversas, para ocuparse de ese proyecto.

El tiempo apremiaba, diciembre tenía la costumbre de consumirse en un suspiro, y no podían dormirse en los laureles

Y cuando todo parecía marchar sobre ruedas, cuando los pibes se habían contagiado del espíritu de su mentor, y empezaron a realizar cosas que jamás habían soñado, una mañana en que pasaron por el taller para mostrarle cómo iba quedando el estandarte que los identificaba, no lo encontraron. Fueron a la casa para ver si estaba allí, y Obdulio que tardó en salir, los atendió asomado a la azotea, envuelta la cara con una bufanda a pesar de los treinta y cinco grados de un tórrido fin de año. Se quedaron sorprendidos pero ninguno atinó a preguntar. Y en los días sucesivos, siguió faltando al taller sin ninguna explicación, y sin explicación también a los ensayos, que era lo que más preocupaba.

Anduvieron perdidos por un tiempo, y continuaron ensayando solos; medio desanimados y con pocas ganas, ya que faltaba el espíritu convocarte del director. Ni siquiera el éxito del festival los alentaba, a pesar de que todo salió mejor de lo planeado.

Enero había llegado y era aún más implacable que diciembre, se diluía entre las manos sin piedad, el carnaval estaba próximo. Así de asechados se encontraban por un tiempo cada vez más tirano. El Mago no volvió a aparecer por ningún ensayo, pero a esa altura, las comparsas de los barrios vecinos ya sabían de la existencia de “LOS GUERREROS DE MAIPU” y era una cuestión de honor salir a los corsos para dejar bien parado el nombre del barrio.

Aunque la preocupación de los Guerreros no sólo estaba puesta en la comparsa, sino en la ausencia del director. Andaban cabizbajos, y medio tristes porque era bastante extraña la actitud de Obdulio. Hasta que una tarde en que lo fueron a buscar, el que se asomó a la puerta fue el sobrino más chico, que se despachó a sus anchas contando las penurias del tío.

Los trajes estaban a medio terminar, el estandarte también, y ya tenían apalabrada a la Beba, que prometió prestarles los dos caniches para disfrazarlos y que oficiaran de mascotas del grupo. Pero Obdulio seguía empecinado en no aparecer.

Y una tarde, sentados en el cordón de la vereda, melancólicos, tomaron la decisión de sus vidas, Los guerreros, no iban a tener su bautismo de fuego, porque de qué sirve una comparsa sin su director.
La de cosas que hubiesen podido comprar con lo recaudado, pero en ese momento algo trascendental estaba ocurriendo en sus vidas. Habían visto al Mago abandonar todas sus actividades, encerrarse en un ostracismo feroz, y no entendieron porqué, pero entonces, que ya manejaban la información, no podían cruzarse de brazos.

El sobrino había revelado la verdad. La bufanda con la que se ocultaba, no hacía más que tapar su vergüenza. Porque una noche en que volvía de animar una fiesta, había perdido los dientes postizos en una pelea. Unos vándalos, unos inadaptados, lo interceptaron en una calle oscura y lo dejaron sin dentadura, de pura maldad nomás. Para un tipo como él algo así era una afrenta, la vergüenza de verse en esa situación le había impedido sincerarse con sus muchachos y prefirió el silencio. Cómo presentarse ante el público en esas condiciones, si toda su vida la había pasado sobre un escenario paseando su prestancia y su corrección. Cómo decirle a los pibes que no tenía un solo mango para enfrentar ese gasto

A pesar de que estaban seguros de que saldrían a matar, los Guerreros no vieron la luz ese glorioso carnaval de 1963, guardaron los trajes a medio terminar, replegaron el estandarte, y cargaron con El Mago para llevarlo a la fuerza a hacerse la dentadura, porque todo lo que habían juntado, tenía en ese momento un destino superior.

Beatriz Fernández Vila

miércoles, 26 de enero de 2011

EL ANGELITO


A la entrada del patio se apostó Cosme Vila para cerrarle el paso a los indeseables, “ Ni el cura, ni el doctor” había ordenado doña Encarna. Y allí están él y cuatro muchachotes para abrir el camino a los que van llegando, y expulsar a los que no deben entrar.

Bajo el alero terminaron de colgar las últimas guirnaldas. Flores de papel le disputan el espacio a los candiles mortecinos que apenas alumbran. Un aura macilenta se suspende en el ambiente, y hace que gestos y sentimientos, se mezclen en un letargo empantanado, donde la angustia se detiene.

La Gladys siente que no será capaz de despertar de este dolor. La música suena lejana, las alabanzas por el angelito son incomprensibles para sus oídos; y esa letanía le empuja las lágrimas para más tarde, para después, para cuando se quede sola y pueda llorar.

“Un angelito más para el señor” dijo la abuela “Y un dolor más para mi alma” pensó la Gladys. Porque a este hijo lo crío ella. Al primero hacía tiempo que se lo había llevado la Dolores Aguilar, a la casa de esos ricos que no podían tener hijos. Tal vez por eso cuando este nació, y vino al mundo con esa mancha en el pecho, de color azul, con esas venitas intrincadas que se retorcían caprichosamente, la Gladys se escapó del hospital con aquel renacuajo lívido que sujetó a la cintura con una sábana, para salir de allí sin que nadie la viera. Y que casi asfixió cuando se trepó a ese camión que la sacó de la capital.

Al llegar al rancho, el hambre y el tenaz deseo de vivir del hijo hizo el resto. Lo aferró al pecho de la madre, y con voracidad ambos compartieron la miseria.

Hasta que doña Encarnación, con esa fe pertinaz que la alimenta, le abrió la puerta del rancho a medio mundo y la Gladys la dejó hacer. Se le había puesto entre ceja y ceja que el nieto era milagroso. Y casi a diario, todos los enfermos que podían entrar en su patio esperaban turno para tocar al niño, a pesar de su desnutrición y su mala salud.

Fue inútil la intromisión del cura. La abuela no estaba dispuesta a doblegar su fe. Si el hereje del padrecito no se avenía a la situación, no iba a ser ella la que dejara pasar de largo el milagro que se produjo en sus vidas.

Lo demás corrió por cuenta de la fe, la ignorancia, o las urgencias de toda esa gente que el médico no daba abasto para atender. Es cierto que la abuela hizo lo posible para instalar la idea de que su nieto tenía la imagen de la Virgen estampada en el pecho. Pero donde la necesidad impera no hace falta proponer soluciones, los hombres las buscan en todas partes con la misma naturalidad con la que respiran. Doña Encarnación soltó la voz, pero no costó mucho que la noticia se convirtiera en la verdad revelada, insoslayable y necesaria para aquellas almas.

El niño creció poco. A los dos años de edad andaba todavía prendido a la teta con obstinación. Flacucho como la madre, de salud precaria también, con los ojos inmensos y huérfanos.

Las dos o tres veces que lo llevaron de urgencia a la salita, la enfermera hizo lo imposible por sacarlo del mal trance. Pero apenas se recuperaba, la abuela volvía a montarse en su fe, y se lo llevaba a los apurones, antes de que el médico volviera a la carga con sus herejías: “¡Quitarle eso del pecho, que estupidez!”. Doña Encarnación se opuso fervientemente a cada intento. Cómo podía ser riesgosa esa mancha si a medida que crecía, se notaba con mayor nitidez el manto y los ojos de la Virgen. Si hasta los señores de la televisión lo dijeron cuando vinieron a mostrar el caso.

Es por eso que la Gladys no entiende por qué se murió su hijo. Si había llegado a este mundo para hacer milagros. Por eso las lágrimas se le clavan en la garganta, y le lastiman el pecho, con ese dolor que no se puede arrancar.

Música para el angelito, baile para el angelito, canciones para el angelito. Porque esta noche se dormirá en brazos de la Virgen, como le dijo doña Encarnación. Aunque la Gladys sabe que él no podrá dormirse si ella no lo acuna.

Beatriz Fernández Vila