miércoles, 26 de enero de 2011

EL ANGELITO


A la entrada del patio se apostó Cosme Vila para cerrarle el paso a los indeseables, “ Ni el cura, ni el doctor” había ordenado doña Encarna. Y allí están él y cuatro muchachotes para abrir el camino a los que van llegando, y expulsar a los que no deben entrar.

Bajo el alero terminaron de colgar las últimas guirnaldas. Flores de papel le disputan el espacio a los candiles mortecinos que apenas alumbran. Un aura macilenta se suspende en el ambiente, y hace que gestos y sentimientos, se mezclen en un letargo empantanado, donde la angustia se detiene.

La Gladys siente que no será capaz de despertar de este dolor. La música suena lejana, las alabanzas por el angelito son incomprensibles para sus oídos; y esa letanía le empuja las lágrimas para más tarde, para después, para cuando se quede sola y pueda llorar.

“Un angelito más para el señor” dijo la abuela “Y un dolor más para mi alma” pensó la Gladys. Porque a este hijo lo crío ella. Al primero hacía tiempo que se lo había llevado la Dolores Aguilar, a la casa de esos ricos que no podían tener hijos. Tal vez por eso cuando este nació, y vino al mundo con esa mancha en el pecho, de color azul, con esas venitas intrincadas que se retorcían caprichosamente, la Gladys se escapó del hospital con aquel renacuajo lívido que sujetó a la cintura con una sábana, para salir de allí sin que nadie la viera. Y que casi asfixió cuando se trepó a ese camión que la sacó de la capital.

Al llegar al rancho, el hambre y el tenaz deseo de vivir del hijo hizo el resto. Lo aferró al pecho de la madre, y con voracidad ambos compartieron la miseria.

Hasta que doña Encarnación, con esa fe pertinaz que la alimenta, le abrió la puerta del rancho a medio mundo y la Gladys la dejó hacer. Se le había puesto entre ceja y ceja que el nieto era milagroso. Y casi a diario, todos los enfermos que podían entrar en su patio esperaban turno para tocar al niño, a pesar de su desnutrición y su mala salud.

Fue inútil la intromisión del cura. La abuela no estaba dispuesta a doblegar su fe. Si el hereje del padrecito no se avenía a la situación, no iba a ser ella la que dejara pasar de largo el milagro que se produjo en sus vidas.

Lo demás corrió por cuenta de la fe, la ignorancia, o las urgencias de toda esa gente que el médico no daba abasto para atender. Es cierto que la abuela hizo lo posible para instalar la idea de que su nieto tenía la imagen de la Virgen estampada en el pecho. Pero donde la necesidad impera no hace falta proponer soluciones, los hombres las buscan en todas partes con la misma naturalidad con la que respiran. Doña Encarnación soltó la voz, pero no costó mucho que la noticia se convirtiera en la verdad revelada, insoslayable y necesaria para aquellas almas.

El niño creció poco. A los dos años de edad andaba todavía prendido a la teta con obstinación. Flacucho como la madre, de salud precaria también, con los ojos inmensos y huérfanos.

Las dos o tres veces que lo llevaron de urgencia a la salita, la enfermera hizo lo imposible por sacarlo del mal trance. Pero apenas se recuperaba, la abuela volvía a montarse en su fe, y se lo llevaba a los apurones, antes de que el médico volviera a la carga con sus herejías: “¡Quitarle eso del pecho, que estupidez!”. Doña Encarnación se opuso fervientemente a cada intento. Cómo podía ser riesgosa esa mancha si a medida que crecía, se notaba con mayor nitidez el manto y los ojos de la Virgen. Si hasta los señores de la televisión lo dijeron cuando vinieron a mostrar el caso.

Es por eso que la Gladys no entiende por qué se murió su hijo. Si había llegado a este mundo para hacer milagros. Por eso las lágrimas se le clavan en la garganta, y le lastiman el pecho, con ese dolor que no se puede arrancar.

Música para el angelito, baile para el angelito, canciones para el angelito. Porque esta noche se dormirá en brazos de la Virgen, como le dijo doña Encarnación. Aunque la Gladys sabe que él no podrá dormirse si ella no lo acuna.

Beatriz Fernández Vila