viernes, 27 de marzo de 2020

LEVE VUELO SOBRE LA INFANCIA DE MI MADRE


(a Marcela, mi madre; a mi tía China. Seres sensibles, guardianas ambas de estos recuerdos. A la memoria de mis abuelos Honoria y Manuel)

El carro se tambalea por el camino arenoso, y un amanecer rosado despunta en el verano eterno de Saladas. Dos primorosas niñitas estrenan zapatitos de charol y medias con puntillas; moños enormes y vestiditos blancos.

China, correcta, espera en el patio que su padre acerque la volanta. La pesada figura de su mamá anuncia un nuevo hermano. Seguramente el lugar junto a su padre podría ocuparlo ella, si no fuera por su hermana; esa niña inquieta, que le sacará el sitio a último momento. No se equivoca; Marcela se ha empeñado en ir a caballo, si el lugar no es de ella. Y Manuel, demasiado orgulloso de ambas no sabe cómo multiplicarse.

Es diciembre, si no se apura, el mediodía los encontrará viajando y el sol es implacable en este pueblo. Manuel se acomoda el sombrero, y ayuda a subir primero a su mujer. Ella también estrena vestido. Cosió todo el día anterior en la máquina recién comprada. Lo llenó de alforcitas para darle mayor amplitud y mostrar orgullosa su vientre. Quizá llegue el varón, aunque a Manuel lo tiene sin cuidado, niña o niño será una bendición.

Sus hijas están empeñadas en disputarse el lugar, una vez más triunfa la menor. La mayor se resigna y se recuesta sobre el vientre de su madre.

La yegua que Manuel ató al carro camina lento, tal vez haya elegido mal, Se pierde ahora en sus pensamientos. Él es un hombre sencillo, necesita simples cosas para ser feliz: la casa donde vive, sus animales, el pequeño campo que rodea la casa y que le da el sustento, su mujer, que trabaja a la par y le ha dado esas preciosas hijas, el hijo que está por llegar y una serie de cosas humildes que llenan su alma y son toda su vida.

El sol comienza a caer con más fuerza sobre el camino. Las lagunas enormes, son la única promesa de frescura, en este verano asfixiante. Si todo sale como pensó, al mediodía estarán comiendo tranquilos, al reparo de la parra, en la galería de la casa amplia.

La abuela cocinó desde el amanecer esperando a su familia. Ventiló y ordenó la casa, para recibirlos. Luego del almuerzo vendrá la siesta pesada y eterna, acunados por algún duende protector. El cigarrito sentador para Manuel, y el cuchicheo de las mujeres, en la pieza, bajo el mosquitero. Honoria desarmando una maleta cargada de noticias y anécdotas, que desparrama como perlas, en la sigilosa sonoridad de la casa.

Marcela como siempre dormirá con su abuela, no sin antes hurgar en los baúles legendarios, que huelen a lavanda. Esa señora autoritaria, que se muestra áspera con todos los demás, le permite a ella, y sólo a ella, que indague en sus más recónditas intimidades. A puertas cerradas, las dos desempolvan faldas y enaguas festoneadas, que rodean el cuerpo con caricias del siglo que pasó. Se las escucha reír, nadie entiende que esa niñita, le arranque a Cruz una sonrisa.

Tan acostumbrada a mandar, dispone, ordena, organiza. Trata con rigor a todos por igual, pero esta niñita de cara morena, y ojos vivaces, revoluciona su casa apenas la pisa, desarma sus convicciones apenas la mira. Se impone con suficiencia ante los ojos de los demás; no avasalla, pero tampoco pide permiso. Trepa, corre, salta. Está siempre al borde del peligro, y se devora la vida a bocanadas, porque la vida está recién estrenada, y hay que enseñarle quién manda.

Beatriz Fernández Vila

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