sábado, 13 de julio de 2013

A LOS CERDOS


- Se lo di al Ramón, porque se queda con hambre.

- ¿Y quién sos vos para decidir?  ¿Por qué no me lo dice a mí? ¡Que venga y me lo pida!  A ver si ahora voy a tener que andar adivinando si esos se quedan con hambre.  Y vos china…mirá si estarás vieja que te manejan como quieren. ¿No decís nada?...

- ¡Que si doña, que sí!

- Que si… ¿Qué?

- Que le voy a decir que se lo pida a usted.

La patrona se recostó en el sillón de la sala porque el dolor de cabeza la estaba matando. Ella corrió las cortinas para que descansara, y se fue apurando los pasos rumbo a la cocina. A la una venía el patrón del campo, y se había demorado con la conversación. Aunque  le había quedado claro que en adelante debía cumplir una nueva orden.

A través de la neblina que levantaban las ollas en el fuego, miró por el ventanal  hacia el molino. Los nuevos peones trajinaban con unos fardos que cargaban en un carro. Tendrían la edad de sus nietos, pensó en ellos. El invierno estaba llegando, y no tenía claro cómo era el clima en el lugar donde estaban  Era una mañana escarchada cuando se fueron, y le quedó en la memoria ese día que era más triste que todos los demás. Hacía tiempo que su hijo había ido a hablar con la maestra porque los gurises se dormían en clases. Al mediodía los vio llegar a los tres en el caballo, y jamás volvieron a la escuela. Al mes siguiente se fueron a la cosecha de algodón, y no supo más, estarán hombres pensó.

Cuando los patrones se sentaron a la mesa, ella estaba lista para servirlos. Los escuchó referirse al asunto del Ramón.

-¡Figurate vos! - dijo la señora-  Le andan reclamando a esta floja, que se quedan con hambre. ¡Faltaba más, tener que escuchar esas zonceras! Si hay algo que abunda en esta casa es comida.

Después, llenó los platos de los que comían en la cocina, y ordenó que el resto se lo dieran a los cerdos.
Beatriz Fernández Vila
 
*Publicado en el libro “Despiertos en la lluvia” (Avatares IX año IX), compilación Marta Rosa Mutti (Editorial Dunken, Noviembre 2011).

LUGARES


Son las cinco y diez de la mañana, hace frío. La calle estaba vacía hace un rato, pero ahora se llenó con toda esta gente. El guardapolvo que traía en el brazo está manchado de sangre, se le cae cerca de la chica que está frente a su asiento, y que acaba de desvanecerse por el impacto. Las sirenas suenan cercanas, y baja al andén porque también allí hay heridos. Por acá, le dice enérgico a un camillero que se acerca, y él se dispone a ayudar al anciano que tiene el brazo destrozado. El escenario es devastador; bolsos y zapatos desparramados, gritos, y heridos tratando de incorporarse.

Entre los médicos que bajan de una ambulancia reconoce a su jefe de servicio, pretende guiarlo hacia los que necesitan rápida ayuda, pero pasa de largo. Él prefiere pensar que no lo vio, no puede creer que en medio de esta desolación alguien pueda seguir ofendido por una discusión sin importancia. Lo ve perderse entre el tumulto, mientras trepa de nuevo al tren. Cuando sube, la chica desmayada está despertando, tiene las piernas ensangrentadas, pero no lo sabe por el shock en el que se encuentra. Una mujer mayor le pone en los brazos a un bebé que lo mira a los ojos, pero la mujer cae al piso. En minutos, la rutina habitual se trastoca; un infierno de luces que se desplazan hacia todas direcciones, gemidos, y pedidos de auxilio. Se le confunden entonces los sonidos de las sirenas; bomberos, ambulancias, y el trajinar de grúas que vienen al rescate. Del colectivo que quedó atrapado entre el tren y el andén, baja un hombre con un chico en brazos, alcanza a subir un peldaño de la escalera de la estación y cae desvanecido,  están muy lastimados, él se acerca, sabe que no hay nada que hacer por el chico.

Sonríe cuando ve aparecer a una compañera del hospital; le grita desde lejos, para decirle dónde hay mayor urgencia, pero es tanto el ruido, que ella no lo escucha. Después la ve llegar hasta una mujer embarazada, que se aprieta el vientre y pide ayuda para el marido. La oscuridad es espesa en algunos lugares, las luces de la estación, se apagaron; sólo las de las ambulancias y los carros de bomberos recortan un paisaje lúgubre y desconocido. Los gritos se uniforman en un murmullo devastador, se vuelven intensos y se pierde la noción de dónde provienen. Su compañera, comenta con un policía que la guardia está repleta, que algunos llegaron por sus propios medios, pero pronto tendrán que derivar a otros hospitales. Suben a la embarazada a una ambulancia y también al anciano del brazo destrozado; está desmayado y su cuerpo enjuto no parece más pesado que el de una criatura. La confusión es grande. Las linternas no son suficientes; hay que guiarse por las voces y los gemidos que se distinguen con esfuerzo entre el eco intenso del caos reinante. Él se detiene al lado de una mujer que está rezando, no tengo nada le dice ella, ya estoy bien, que Dios lo bendiga.

Una luz tenue aparece lentamente, de a poco los contornos empiezan a recortarse con mayor nitidez porque el sol está saliendo; tímidamente se detiene en las ventanillas donde él se encuentra, y hasta le parece sentir un poco de abrigo en medio de esa desolación. Desde ahí puede ver otras ambulancias que vienen al rescate, y lo tranquiliza la eficiencia del operativo. Ya no ve a su compañera, que se metió en otro vagón, con un bombero que vino a buscarla. Dos asientos increíblemente aplastados atrapan al canillita al que todas las semanas le compra su revista de comics, alcanza a mirarlo de cerca en el momento que el muchacho cierra los ojos.
 
Algunos pensamientos se agolpan desordenados; recuerda a su padre, y el desencanto que le causó, cuando lo puso al tanto de que no seguiría sus pasos. Hasta el título si, le había dicho, es todo lo que te prometo, pero  trabajo en tu clínica no, lo mío está en otro lugar. No puedo quedarme acá donde sobra todo, mientras otros me necesitan.  Y el padre fue asimilando de a poco que ese lugar estaba junto a los Qom. Simuló calma durante un tiempo, y lo llenó de regalos importantes, distante tal vez, de un hijo al que desconocía, y que había abrazado esta profesión desde sus juegos de infancia.

Volvió a encontrar a su jefe en medio de los heridos del andén, lo miró de lejos, y se subió a la ambulancia que partía; acababa de ver a los heridos que llevaban a quirófano, y pensó que sería más útil en el hospital. En segundos estaba surcando la ciudad. El sol ya había salido por completo, y las calles que habitualmente cruzaba caminando se consumían en su mirada llena de ansiedad. Las calles que guardaban parte de su historia; la escuela, la plaza, la avenida, llena habitualmente de gente que se va al trabajo, y tan triste en ese momento, trastocada por la desgracia del accidente.

La llegada le pareció una vivencia de otro tiempo. En la guardia, sus compañeros hacían esfuerzos por volver a la vida a un herido. Tenía la remera arrancada en jirones, ensangrentada. “Cuando veas la primera gota de sangre, te dedicás a la psiquiatría”, le había dicho su hermano, en broma, el día que dijo que quería ser cirujano. Se lanzó precipitadamente para ayudar, mientras repicaban esas palabras ¡No me hagas esto pendejo! gritó el Chino, con bronca, antes de pegar un puñetazo contra la pared. La enfermera se largó a llorar. Él dio un paso atrás, desolado. Después, le costó reconocerse en ese cuerpo inerte, lejano ya; su cuerpo, y él, que tenía tantas ganas, y había soñado que su lugar era otro.

Beatriz Fernández Vila
 
*Publicado en el libro “Despiertos en la lluvia” (Avatares IX año IX), compilación Marta Rosa Mutti (Editorial Dunken, Noviembre 2011).

UN PACTO CON ELLA


Afuera, ella esperaba. Ansiosa como había estado en esos días. Desconfiada tal vez, por haber caído en la telaraña del jugador. Adentro, los parroquianos indolentes, se consumían en un truco manso. 

Él entró, y con él, el soplo violento que los despertó del letargo. Instalado en la mesa, el naipe certero fue a parar a sus manos. En la primera vuelta lo dejó pasar, una y otra vez, lo dejó pasar. Hasta que la sustancia de esos hombres afloró plena y dispuesta a la partida.

Nadie sabe decir qué fue lo que propuso, qué ponía en juego. Pero al fin ganó la vuelta. Y se quedó adentro, en el espacio límbico, con la certeza de una noche más ganada a la suerte.

Afuera, ella se conformaba con el trueque. El perdedor la miró, y se dejó cubrir por el negro manto.

Beatriz Fernández Vila

*Publicado en el libro “Despiertos en la lluvia” (Avatares IX año IX), compilación Marta Rosa Mutti (Editorial Dunken, Noviembre 2011).

PRÓLOGO

INCLUIDO EN EL LIBRO “DESPIERTOS EN LA LLUVIA” 
(Dunken, 2011)

Comencé en este oficio, hace mucho tiempo. Mi primera herramienta fue la poesía, anduve con ella, o ella conmigo no sé bien. Creo que esta última opción es la real: ella conmigo, que me tuvo paciencia y me siguió acompañando hasta que mis palabras no la hicieron pasar tanta vergüenza. Hace también mucho tiempo subió conmigo a un escenario, para ser parte de los espectáculos de música y poesía de los grupos que integré; “Juancito Caminador” y “Grupo del Conventillo”. Y aunque esas presentaciones me dieron mucha satisfacción, siempre tuve latente la necesidad de contar, de poner en el relato un montón de ideas que se agolpaban desordenadas y pujantes. Creo haber encontrado el comienzo de ese camino que abrazo deslumbrada.

Beatriz Fernández Vila