viernes, 27 de marzo de 2020

DESDE LA INFANCIA


Desde el patio viene olor a menta, ese olor que deshilvana mis recuerdos, tejidos con los hilos mágicos de la infancia. Como cuando Lucerito, ese gato mimado, pisaba las hierbas medicinales que mi abuela plantaba cerca de la casa, y yo, resignada, me entretenía mirándolo, en esos días que me parecían eternos.

Saladas era entonces un pueblo dormido, arrullado por una siesta dorada llena de Pomberos y brujas con manos de lana.


Mientras los grandes dormían, los chicos teníamos la obligación de acompañar las pesadas horas, con el andar cauteloso. Refrenando los cuchicheos, inquietos por salir a la galería a descolgar los racimos de uva que amenazaban con caer a tierra. No lo intentábamos; las historias del abuelo eran demasiado impresionantes como para comprobar por nuestros medios, la existencia de esos duendes justicieros, que conociendo nuestra desobediencia, fueran capaces de dejarnos sin habla.

Sólo espiábamos detrás de las ventanas, respirando el olor de las velas y las espirales impregnado en la pieza.

La abuela, tendida en la cama, se abanicaba con lentitud, como en un ritual. En el lento ir y venir del abanico, parecía querer atraer hacia ella las últimas horas de la tarde, cuando la casa volvía a despertar. Por lo menos eso deseaba yo. 




Para unos niños criados en Buenos Aires, la siesta era demasiado inapropiada, a pesar de estar acostumbrados porque mamá nos obligaba a respetarla. En casa tampoco dormíamos, nos quedábamos adentro jugando, preparando comidas minúsculas, para compartir con las muñecas. Pero en Saladas… qué podíamos hacer allí, más que mirar a la abuela abanicarse, a las tías dormidas, desmayada entre sus manos la revista NOCTURNO, soñando tal vez con galanes bellísimos, tan románticos, tan italianos, que daban tormentosos besos de papel. Escuchar en la habitación de al lado el ronquido del abuelo, y la respiración cansada de mis tíos que volvían del campo con olores desconocidos para mí; a pasto, a sol. Derrumbados en los catres, arremetiendo en la siesta con osada necesidad.

Padecía mucho entonces, mi permanencia allí. Desde que llegaba soñaba con volver a mi lugar. Los mosquitos, el calor, todo el espacio inmenso que me rodeaba, hacían de mi corazón un desierto. Sólo ahora, a la distancia, puedo recordar aquello con otros colores, deseando volver para disfrutar lo que no disfruté. Para llenar mi corazón de aquellas risas queridas.

Beatriz Fernández Vila

*(Fotografías: Arriba, Beatriz Fernández Vila niña, con su hermano. 
                            Abajo, Beatriz Fernández Vila, 11 años).

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