viernes, 29 de enero de 2010

A LA SIESTA


Un latigazo de sol chasqueaba en el camino, y los duendes de la siesta tejían su rito mágico.

Venía rezagada del grupo de mujeres que salieron con ella en la mañana. Atrás quedaron los terrones deshechos de la tierra recién carpida, su ansiedad y su cansancio.

Respiró profundo y apuró el paso. Las medias oscuras ardían en sus piernas, la falda larga y el pañuelo en la cabeza hacían que se viera fea “Dios no permita que Maciel me vea así” pensó.

Bordeó el maizal de la tierra de Banegas, dispuesta a ganar camino por el callejón de los naranjos y cruzar el alambrado de la Arminda. Pero un cimbronazo seco la clavó en el suelo, y un hedor extraño le quebró los sentidos.

Cayó en una maraña pegajosa de la que no podía deshacerse. Sus movimientos se hacían lentos. Descendía por un túnel interminable, de donde cada una de sus células deseaba escapar. El canto de las chicharras sonaba lejano. Gritó mil veces, y otras mil, no escuchó su voz.

“Castigo, castigo a la desobediente, este es mi lugar, mi hora, mi reino, y nadie lo invade”

Unos brazos ancestrales la acunaban fuera del alcance del temido, pero volvía a caer en sus garras. Los pezones tibios a merced de la bestia. La boca húmeda escapando del beso repulsivo.

Se apoyaba plácida sobre una flor de irupé, y una canoita de camalotes la llevaba a la otra orilla. Pero las zarpas volvían a sujetar. La eternidad se derramó en esa hora.

Regresó de a poco a la quietud del maizal. Lamentos quejumbrosos de pájaros que no podía reconocer, volvían a llenar el espacio, y se supo de nuevo en su mundo.

Fue un instante. La tía Águeda la había prevenido tantas veces, y ella no le hizo caso.

La blusa rota, las medias arrancadas con brutalidad. Quiso borrarse ese olor de la piel, pero lo sentía pegado para siempre.

Recordó las advertencias de la abuela “No salga m´hija que a esta hora anda el Pombero”.

Y se vió pequeñita, espiando detrás de la ventana, cómo se marchaba montada en una espiga de trigo, el hada de la siesta.

Beatriz Fernández Vila

jueves, 21 de enero de 2010

SUEÑO INCUMPLIDO


Soñó tantas veces con algo similar, que aquella mañana cuando despertó, vivió la situación como un alivio. Era un sábado diáfano, las bocinas y el derrape de los autos sonaban lejanos.

Primero fue una mano; la vio desaparecer ante sus ojos y no le provocó ningún sentimiento. Luego un pie, desde su perspectiva de hombre en reposo lo vió desvanecerse ante él sin que esto lo conmoviera. Después fueron los brazos, de golpe, sin vueltas. Y las piernas, que se esfumaron casi sin que se diera cuenta; apenas la percepción de un leve cosquilleo que se consumió en el aire como un chispazo, y la ligera inquietud de verse sin extremidades.

Su imperfecto mundo de pesares se vió invadido por otros nuevos. Tan consistentes como los que dejaba atrás. Y pensó en la espalda de Sofía, en el lunar rojo de su hombro izquierdo, en el vaivén de sus caderas. Se sintió sin tacto. Con qué parte de su cuerpo la disfrutaría. Y tuvo conciencia suficiente para saber que no podría soportar lejos de su aroma.

Pasó largo tiempo percibiendo que se esfumaba de a poco. Que los problemas del mundo ya no serían para él.

A las tres menos cuarto el timbre sonó insistente; el portero lo despertaba a esa hora para su clase de inglés. Deslizó unas cuantas cartas bajo la puerta, pero ya no importaban. Deudas seguramente. Ninguna carta de amor, ninguna que reclamara un pronto regreso, ninguna que dijera te extraño.

El sol lamió tímido las hendijas de las persianas y pasó veloz. Detuvo su otoño en las paredes blancas. Y él tuvo la certeza de qué poco quedaba de lo que había sido.

Cuando la chica de la limpieza entró, era apenas una mancha imperceptible entre las sábanas. Y no sólo pensó en Sofía. Pensó en todas las Sofías, en todos los lunares, en todas las faldas diminutas que poblaban la ciudad y que en adelante se quedarían sin su mirada. En el sol y en las lluvias, en el amor y el desamor. En ese dolor que no desaparecía aunque él estuviese desapareciendo.

Cuando el lavarropas se puso en funcionamiento y arremolinó las sábanas, sólo quedaba de su ser el tímido vestigio de una mancha que resistió a esfumarse. Y olvidó problemas, dolores, soledades. Y gritó, gritó con todas las fuerzas que le restaban, deseando volver.

Beatriz Fernández Vila

domingo, 17 de enero de 2010

EL VALS DE LOS 15


Al buscar entre los recuerdos algunas imágenes que me ayudaran a hacer estas líneas, costó encontrarlas. Al principio no me di cuenta por qué. Después sí. Estuve buscando la figura de Alfredo Zitarrosa, entre los recovecos de la memoria, donde suelen guardarse las personas amadas y los momentos queridos. Pero allí no estaba. Casi una contradicción, pero, en realidad no lo era. Me equivoqué. Busqué a Zitarrosa en el lugar incorrecto. Debí buscar entre los afectos cotidianos, aquellos que uno lleva consigo todos los días, cuando ama a sus hijos, cuando se sube a un escenario, o se compone una canción. Por eso están tan nítidas las imágenes del cantor. Como las de aquella noche en el club Oeste, cuando lo vi por última vez. Durante su actuación estábamos todos enlazados por el embeleso que provocaba ese hombre serio, seco de palabras, de rostro severo y que, decían algunos, a veces solía sonreír. En un momento, alguien del público le pidió que cantara “María Pilar”. “Estando Teresa Parodi en la sala me parece prudente que me tome el atrevimiento de invitarla a cantar. Teresa…”, respondió. Me quedé dura. Después me levanté con dificultad y empecé a caminar. Tenía una sensación muy extraña. Mientras recorría los pocos metros que había hasta llegar al escenario, sentía una levedad increíble, pero al mismo tiempo, un peso muy grande me tironeaba hacia atrás. Estaba muy emocionada. Para mi era como si un enamorado pueblerino, en los años adolescentes me hubiera elegido para bailar el vals de los15. Los metros me parecieron kilómetros. Don Alfredo venía siguiéndome con la mirada. La gente gritaba nuestros nombres. Esa noche lo vi sonreír. Un espectador, seguramente alguien que lo quería y lo admiraba profundamente, como todos los que estábamos en esa cancha de básquet, se acercó a nosotros para tomar una foto. Alfredo se paró a mi lado, posando, al tiempo que le decía al improvisado fotógrafo con una sonrisa - que en los labios de aquel hombre que pocas veces reía, parecía mucho más hermosa -: “Fíjese en el compromiso que me pone…Nunca me pasó nada igual…Sáquela y mándeme una copia”… Y volvió a reír. Esta vez sin frenos. Un momento después estábamos cantando juntos la historia de María Pilar. No sé si afiné o si canté mal. Hice lo que pude. ¡Estaba haciéndole la primera voz nada menos que a Alfredo Zitarrosa, que cantaba un humilde tema mío…! Las piernas no me respondían. Como compositora, como cantora popular, como mujer, sentía todos los orgullos juntos. Aunque mi mayor orgullo fuera, también esa noche, que la gente, nuestra gente, supiera de qué estábamos hablando.

TERESA PARODI
(Enero 1994 - Diario “Página 12”)

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Yo también elijo buscarte entre las cosas queridas de todos los días.
Enero 17 de 2010

miércoles, 6 de enero de 2010

LOS FUNERALES DEL PALABRERO MAYOR


Hay que ponerle gallina rellena/ que el rey es fino madre mía
Le pones la mesa bien servida/ tu sabes que el rey es gente fina
Le pones un buen arroz volado/ que coma el rey considerado

(Diosa Coronada - Leandro Díaz)

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Ursula se seco las manos en el delantal. Había trabajado toda la noche, presa de una inquietud que la llevaba a todas partes y le impedía estar serena. Un presentimiento la perseguía, y se entretuvo adornando sus pececitos y sus gallitos. Desde que el tiempo le sobraba como ahora, se tomó por costumbre dibujarle las alas a los gallitos, las escamas a los pececitos, y los ojitos a ambos, alegres o tristes, según el ánimo del día. Y fue tanto el empeño que puso en esto, que convirtió su tarea de repostera, en preciosismo de orfebrería. Al amanecer, sus animalitos de caramelo, estaban listos para la venta. Antes de salir de la cocina, dio una orden solemne, con tono de premonición ¨PREPAREN ARROZ VOLADO Y GALLINA RELLENA, QUE TODO ESTE LISTO, PARA RECIBIR AL REY¨ y el rey, vestía de guayabera, luciendo como para boda, pero dormido como para funeral. Los cabellos canos, asomando a raudales por la espesura de su pelo negro. El bigote imponente, las manos reposando, y la frente ancha, plena todavía, de las historias que le faltaba contar.

Unas velas enormes chorreaban en la noche espesa. Los olores de la ciénaga se aquietaron de pronto, y se trastocaron en perfume dulzón de frutos frescos.

La noticia de la muerte había corrido por toda la costa, desde el CABO DE LA VELA hasta CARTAGENA. Y por las regiones del interior, desde la JAGUA hasta PALENQUE, despertando a hombres y mujeres, de la siesta pegajosa en la que caían, apenas el calor se les volvía insoportable.

Las mujeres lo presintieron en el río cuando lavaban la ropa. Un rumor solapado les había erizado la piel, y se pusieron a golpear sobre el lomo del agua para propalar una noticia, de la que ni siquiera eran concientes. Cuando regresaron a sus casas, ya la tenían metida en la sangre.

Los hombres lo supieron en las cantinas, donde casi desfallecieron de sed, porque cada vaso que servían se vaciaba misteriosamente, sin que nadie los bebiera. Y los ancianos, que esperaban la muerte bajo los castaños, lo supieron, porque sintieron de pronto una fuerza descomunal que les estiró la piel rugosa, y empezaron a exhalar una música alegre de acordeón, que los llevaba a bailar en las calles.

Un grupo que lo supo en VALLEDUPAR viajó hasta FUNDACION, los de FUNDACION hasta FONSECA, y los de FONSECA hasta JUAN DEL CESAR, confundidos porque nadie sabía dónde había comenzado la parranda. Y a medida que andaban camino, se iban plegando a la caravana, los acordeoneros que salían de las bodas, los guitarreros que venían de las serenatas, y los cantores, que despertaban de sus borracheras.

Un cura viejo y sordo, se les plegó en ARACATACA. No sabía cuál había sido la última vez que había celebrado misa, ni si recordaba aún los oficios más rudimentarios. Pero estaba convencido, de que fue él, quien había derramado las aguas bautismales sobre el ahora difunto, y debía ser él, quien oficiara el responso.

La enorme caravana marchaba, al parecer, sin rumbo. Pero en la seguridad de que en cualquier momento llegaría donde él estuviese, para rendirle honores.

El aire caliente dio paso a una brisa inexplicable. Y el sonido de la cumbiamba traía consigo un eco rumoroso de gente que avanzaba. Cuando sus amigos arremetieron en el velorio, ya sonaba el acordeón. Gabo se incorporó, pero no con su cuerpo de todos los días, sino con el espíritu que le acababa de nacer. Y se vió a si mismo entre candelas, acostado en esa mesa donde lo velaban “¡QUE GORDO ESTOY!!” pensó, pero la reflexión no le quitó el apetito. De todos modos se le hizo agua la boca, cuando miró el sancocho que acababan de posar sobre el mantel.

Los amigos, se abalanzaron de lleno sobre los manjares que habrían de disfrutar en su nombre. Y brindaron y rieron pòrque así se lo habían prometido. En tanto él, los miraba con sus ojos incrédulos de muerto reciente. Temeroso tal vez de que lo olvidaran, y solo quedara de su persona, el vago recuerdo de un talego de huesos, como el que trajo Rebeca cuando llegó a MACONDO.

Salió a la galería, una música lejana venía con la brisa. Entre las sombras, vió a unas muchachas que bordaban en la oscuridad, y se afanaban, en la búsqueda de hilos y festones, dignos de la labor que realizaban “ÉS PARA TI MI REY” dijo una con intenciones de probarle la mortaja que estaban bordando. El asombro lo dejo perplejo. Le dolió pensar que debía irse para el otro lado, vestido con esa ridiculez “NI MUERTO ME PONGO ESO” respondió. Y le levantó la falda a una mulata que pasaba, convencido quizás, de que ese contacto lo sujetaría a la vida.

Al anochecer del primer día, se instalaron a orillas del pueblo unos artistas ambulantes para sumarse a los honores que le rendían. Pero con clara intención de juntar algunas monedas con su espectáculo. Después de todo, era una variante más para sumarse a la parranda.

Un gitano cobrizo de vientre prominente y dotado de una desbordante oratoria, anunciaba números artísticos, que encerraban pocos atractivos, pero que en su empeño por describirlos hacía surgir en la concurrencia una suerte de embelezo tal, que era él, en si mismo el propio espectáculo. Una apabullante verborragia, adornó su boca con palabras que ignoraba que existían. Y se vió de pronto, mencionando la magnificencia del hecho histórico, que se estaba manifestando ahí nomás, al alcance de todos:  nada más y nada menos que el velorio de Gabito. Y se convirtió sin proponérselo, en biógrafo espontáneo del ilustre muerto.

La parranda tan buena, las copas sedientas, tanto o más que quienes la bebían, la música incansable que se metía por la sangre, hizo que unos cuantos quedaran tendidos en el patio. A él también se le caían sus párpados de eternidad, pero por las dudas, por si la muerte fuese tanta, que no pudiese soportarse siguió bailando y disfrutando metido entre sus amigos. Se había vuelto incansable desde que le ocurrió lo de la muerte. Estaba decidido a no dejarse vencer, y dispuesto a no abandonar la parranda, que se le hacía imprescindible desde que ocurrió lo que le ocurrió.

Las mujeres estaban tentadas de llorar y hacían un esfuerzo enorme para mantener la risa ¡Tan lindo el muerto! Si hasta parecía que se mostraba con el esplendor de sus primeros años. Sorprendiendo a la concurrencia y a si mismo, que se veía ahí acostado, cuando en verdad se sentía en pleno festejo mezclado entre la gente.

Ya en la mañana del segundo día cuando empezaron a despedirse y él trataba de convencerlos de que no se fueran, que no lo abandonaran en los brazos eternos de la muerte, no hubo forma de detenerlos, y lo dejaron solo. Se levantó para acompañarlos, pero alguien dijo “TU NO GABRIEL, TU TE QUEDAS” y las palabras quedaron sonando, desgranándose como las cuentas de un collar que acababa de romperse. Cayendo de a poco, de a una, deteniéndose en una pegajosa eternidad. El pensó que así sería en adelante. Todo para él comenzaba a ser una lenta eternidad. De todos modos insistió en ir detrás de sus amigos, Aunque algo más fuerte lo detuvo. Cuando giró para verse allí tendido, entre esas flores y esas velas, un hombre de aspecto elegante se encontraba junto al cuerpo; era el doctor Juvenal Urbino, quien acercó un espejo a la boca del difunto, para corroborar que la muerte se había hecho cargo por completo ”MUERTO ESTA DE MUERTE CABAL” aseguró. Y colocó una pluma en sus manos, para que la concurrencia supiera, que el de la guayabera, con aires de parranda y solidez de difunto, fue el más insaciable escritor que dio la América Morena.

Un sentimiento de vanidad lo asaltó de pronto ante esa imagen. Pero a pesar de ello, pretendió cambiar toda esa gloria, por un minuto más sobre la tierra.
Los párpados se le caían. Las notas del acordeón, empezaron a sonar pastosas, lentas, como si la música se alejase de la escena, o como si él mismo, estuviese desdibujándose “¡CARAJO, QUE VAINA, ESTO SI QUE ES LA MUERTE!” se dijo. Y vió como sus amigos cargaban con una botella de cerveza, para seguir la fiesta en otra parte “ESTO SI QUE ES EN REALIDAD LA MUERTE, QUEDARME SIN ELLOS” Y se metió en la cocina, donde Ursula estaba comenzando el trajín del nuevo día. Y pensó, que si ella ahora preparaba sus animalitos de caramelo, para deleitar a los ángeles, quizás él, podría contarle sus historias, para que no se aburran de tanta eternidad.

Beatriz Fernández Vila

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NOTA:

En el prólogo de DOCE CUENTOS PEREGRINOS, Gabriel García Márquez relata haber soñado con su funeral. Aunque tenía conciencia de estar muerto, se veía rodeado de sus antiguos amigos, compartiendo una parranda. Después, según él mismo lo confiesa, intentó escribir sobre ese sueño, y no lo logró.

Eso fue para mí un disparador. Así nació este relato en su honor; LOS FUNERALES DEL PALABRERO MAYOR es lo que yo imaginé a partir de esa anécdota. Deposité en este texto mi respeto, y la libertad de decir cosas que él no hubiese podido decir de su persona.

Me apoyé en su obra, tomando personajes, y recreando situaciones de su maravilloso mundo. Lo demás es pura admiración.