sábado, 28 de marzo de 2020

JUEGOS DE MI INFANCIA


(A Ricardo Cabrera, a su calidez, porque esta historia le pertenece)

Desde lejos el silbido de mi tren quiebra la tarde. De un momento a otro pasará a mi lado, y yo como siempre, perderé la carrera que intento aunque en esta hazaña me acompañe el más veloz de mis caballos.

Una nube redonda derrama su pellejo rojo en el horizonte, y esa línea misteriosa se devora mi tren mucho antes de que yo pueda alcanzarlo. Pero hace un instante pasó por mi lado. Un montón de manos saludaron desde las ventanillas y fui objeto de todas las miradas. De todos mis juguetes éste es el más anhelado.

En los estanques, ranas diminutas saltan a mi lado y les pongo nombre, días después vuelven a mí, y juego a saber quién es Juana, quién Adelina, quién Jacinta, o un ejército de gallinas acude presuroso cuando yo lo dispongo, sólo con frotar una mazorca con otra, para desgranar el maíz, o me convierto en un músico exquisito, con sólo soplar dentro de unas cañas, para convocar los sonidos del viento.

Todos mis juguetes están a mi alcance cuando yo los necesito. Pero el más preciado, que llega hasta mí, pasa y se va, se lleva a un lugar que no conozco, mi asombro de niña, en su insondable destino de tren.

Beatriz Fernández Vila

PARÁBOLA


Después de muchos años de desearlo, el viejo rey vio colmada su felicidad con la llegada de un hijo. Su vida no había sido fácil. No fue nunca el cómodo rey que gobierna con la arbitrariedad de la ignorancia. Muy por el contrario, había padecido junto a su pueblo todos los avatares que el destino puso frente a ellos: intensas hambrunas, interminables pestes, y arrebatos bélicos de los que deseaban avanzar sobre su reino.

Por eso cuando su hijo llegó a este mundo, en medio de la prosperidad que había conseguido después de mucha lucha y mucho sacrificio, el viejo rey se juró que nada de lo que él había sufrido, lo padecería su hijo.

Fue así que rodeó al príncipe de cuanto mimo, y sobreprotección fue capaz. Los más exóticos juguetes, llegaban a palacio día tras día para su pequeño heredero. El principito llegó a disfrutar de plateadas torcazas, dorados cisnes y diminutos caballitos de pelaje verde que su padre encargaba para él a los hombres de ciencia de su reino.

Nada era imposible, todo era poco para ofrecer a su hijo. El rey se había jurado crear para él un mundo mágico, para que los males del verdadero mundo jamás lo rozaran. El niño creció mimado y alejado de todo padecimiento. 

Pero una noche en que despertó de pronto, mientras su nana dormía, se acercó a la ventana, descorrió las cortinas y vio como una luz plateada se derramaba sobre la serenidad del paisaje. Se quedó arrobado ante tanta maravilla y el corazón le dio un vuelco. El jamás había presenciado la luz de la luna, ni la luna misma. Su padre lo cuidaba de tal forma que su mundo se limitaba a sus juguetes, a los amplios salones, y a las fiestas que ofrecían para él. Los jardines de palacio sólo los disfrutaba con el pleno sol, cuando toda la corte podía estar alerta ante su mínimo requerimiento, por lo que aquellas imágenes, en esa hora de la noche, eran totalmente desconocidas para sus ojos. 

Luego miró el cielo, después de que se diera cuenta de dónde provenía la luz, y su corazón se llenó de tristeza “como mi padre no trajo esta piedra color plata tan hermosa, para mí, será que no me ama como dice”. Lo inundó una pena honda, y la sensación irrefrenable de desear sólo eso que veía. Se sintió el ser más desgraciado del mundo, y creyó que nunca más sería feliz.

Beatriz Fernández Vila

viernes, 27 de marzo de 2020

DESDE LA INFANCIA


Desde el patio viene olor a menta, ese olor que deshilvana mis recuerdos, tejidos con los hilos mágicos de la infancia. Como cuando Lucerito, ese gato mimado, pisaba las hierbas medicinales que mi abuela plantaba cerca de la casa, y yo, resignada, me entretenía mirándolo, en esos días que me parecían eternos.

Saladas era entonces un pueblo dormido, arrullado por una siesta dorada llena de Pomberos y brujas con manos de lana.


Mientras los grandes dormían, los chicos teníamos la obligación de acompañar las pesadas horas, con el andar cauteloso. Refrenando los cuchicheos, inquietos por salir a la galería a descolgar los racimos de uva que amenazaban con caer a tierra. No lo intentábamos; las historias del abuelo eran demasiado impresionantes como para comprobar por nuestros medios, la existencia de esos duendes justicieros, que conociendo nuestra desobediencia, fueran capaces de dejarnos sin habla.

Sólo espiábamos detrás de las ventanas, respirando el olor de las velas y las espirales impregnado en la pieza.

La abuela, tendida en la cama, se abanicaba con lentitud, como en un ritual. En el lento ir y venir del abanico, parecía querer atraer hacia ella las últimas horas de la tarde, cuando la casa volvía a despertar. Por lo menos eso deseaba yo. 




Para unos niños criados en Buenos Aires, la siesta era demasiado inapropiada, a pesar de estar acostumbrados porque mamá nos obligaba a respetarla. En casa tampoco dormíamos, nos quedábamos adentro jugando, preparando comidas minúsculas, para compartir con las muñecas. Pero en Saladas… qué podíamos hacer allí, más que mirar a la abuela abanicarse, a las tías dormidas, desmayada entre sus manos la revista NOCTURNO, soñando tal vez con galanes bellísimos, tan románticos, tan italianos, que daban tormentosos besos de papel. Escuchar en la habitación de al lado el ronquido del abuelo, y la respiración cansada de mis tíos que volvían del campo con olores desconocidos para mí; a pasto, a sol. Derrumbados en los catres, arremetiendo en la siesta con osada necesidad.

Padecía mucho entonces, mi permanencia allí. Desde que llegaba soñaba con volver a mi lugar. Los mosquitos, el calor, todo el espacio inmenso que me rodeaba, hacían de mi corazón un desierto. Sólo ahora, a la distancia, puedo recordar aquello con otros colores, deseando volver para disfrutar lo que no disfruté. Para llenar mi corazón de aquellas risas queridas.

Beatriz Fernández Vila

*(Fotografías: Arriba, Beatriz Fernández Vila niña, con su hermano. 
                            Abajo, Beatriz Fernández Vila, 11 años).

LEVE VUELO SOBRE LA INFANCIA DE MI MADRE


(a Marcela, mi madre; a mi tía China. Seres sensibles, guardianas ambas de estos recuerdos. A la memoria de mis abuelos Honoria y Manuel)

El carro se tambalea por el camino arenoso, y un amanecer rosado despunta en el verano eterno de Saladas. Dos primorosas niñitas estrenan zapatitos de charol y medias con puntillas; moños enormes y vestiditos blancos.

China, correcta, espera en el patio que su padre acerque la volanta. La pesada figura de su mamá anuncia un nuevo hermano. Seguramente el lugar junto a su padre podría ocuparlo ella, si no fuera por su hermana; esa niña inquieta, que le sacará el sitio a último momento. No se equivoca; Marcela se ha empeñado en ir a caballo, si el lugar no es de ella. Y Manuel, demasiado orgulloso de ambas no sabe cómo multiplicarse.

Es diciembre, si no se apura, el mediodía los encontrará viajando y el sol es implacable en este pueblo. Manuel se acomoda el sombrero, y ayuda a subir primero a su mujer. Ella también estrena vestido. Cosió todo el día anterior en la máquina recién comprada. Lo llenó de alforcitas para darle mayor amplitud y mostrar orgullosa su vientre. Quizá llegue el varón, aunque a Manuel lo tiene sin cuidado, niña o niño será una bendición.

Sus hijas están empeñadas en disputarse el lugar, una vez más triunfa la menor. La mayor se resigna y se recuesta sobre el vientre de su madre.

La yegua que Manuel ató al carro camina lento, tal vez haya elegido mal, Se pierde ahora en sus pensamientos. Él es un hombre sencillo, necesita simples cosas para ser feliz: la casa donde vive, sus animales, el pequeño campo que rodea la casa y que le da el sustento, su mujer, que trabaja a la par y le ha dado esas preciosas hijas, el hijo que está por llegar y una serie de cosas humildes que llenan su alma y son toda su vida.

El sol comienza a caer con más fuerza sobre el camino. Las lagunas enormes, son la única promesa de frescura, en este verano asfixiante. Si todo sale como pensó, al mediodía estarán comiendo tranquilos, al reparo de la parra, en la galería de la casa amplia.

La abuela cocinó desde el amanecer esperando a su familia. Ventiló y ordenó la casa, para recibirlos. Luego del almuerzo vendrá la siesta pesada y eterna, acunados por algún duende protector. El cigarrito sentador para Manuel, y el cuchicheo de las mujeres, en la pieza, bajo el mosquitero. Honoria desarmando una maleta cargada de noticias y anécdotas, que desparrama como perlas, en la sigilosa sonoridad de la casa.

Marcela como siempre dormirá con su abuela, no sin antes hurgar en los baúles legendarios, que huelen a lavanda. Esa señora autoritaria, que se muestra áspera con todos los demás, le permite a ella, y sólo a ella, que indague en sus más recónditas intimidades. A puertas cerradas, las dos desempolvan faldas y enaguas festoneadas, que rodean el cuerpo con caricias del siglo que pasó. Se las escucha reír, nadie entiende que esa niñita, le arranque a Cruz una sonrisa.

Tan acostumbrada a mandar, dispone, ordena, organiza. Trata con rigor a todos por igual, pero esta niñita de cara morena, y ojos vivaces, revoluciona su casa apenas la pisa, desarma sus convicciones apenas la mira. Se impone con suficiencia ante los ojos de los demás; no avasalla, pero tampoco pide permiso. Trepa, corre, salta. Está siempre al borde del peligro, y se devora la vida a bocanadas, porque la vida está recién estrenada, y hay que enseñarle quién manda.

Beatriz Fernández Vila

miércoles, 25 de marzo de 2020

PRESENTACIÓN "DE LA FLOR, LA MAR Y LA AUSENCIA" - EDITORIAL DUNKEN



El Sábado 07 de Marzo de 2020 en Editorial Dunken (Ciudad de Buenos Aires, República Argentina), fue presentada la Antología de Poesía "DE LA FLOR, LA MAR Y LA AUSENCIA", compilada por Marita Rodríguez-Cazaux.

Esta edición está enmarcada en el Programa ROI, con participación totalmente gratuita, de Editorial Dunken. En ella se incluye el poema "ÉL ME MIRA DESDE ESTA FOTO" de Beatriz Fernández Vila, disponible para su lectura en este Blog.

ÉL ME MIRA DESDE ESTA FOTO


¿Quién es el de la foto antigua?
fijo allí para siempre,
con su carga de amargura o alegría,
eterno tiempo que lo cerca y espanta,
como sobre mí, se ciñe mi propio tiempo.
¿A quién besó esa mañana en la temprana hora
donde se balbucean los sueños,
y la rotunda cotidianeidad se esfuerza
por rescatarnos
de esas quimeras?
¿O a quién no gritó lo que sentía?
¿Qué sinsabores soplaron su corazón
en ese instante?
¿Qué alegría pasajera lo habrá asaltado
para quedar guardada ahí
en el oculto espacio de su alma
donde esta foto no llega?
Beatriz Fernández Vila

LENTOS REFLEJOS (Una historia muy actual)


La mañana que vi su pijama junto a mi almohada, debí tirarlo a la basura. ¿Por qué los edificios ya no tienen incineradores? Y aquel día que la espuma de afeitar flotaba delante de mis ojos debí tomar el aerosol y vaciarlo; lo pensé largamente mientras la nube gorda y salpicada de pelitos, resistía a escurrirse por el lavabo. Lenta de reflejos, sólo atiné a mirarla mientras desaparecía.

Los domingos de sol compartidos con Amaranta fueron lindos. Ella es una nena dulce y vivaz, experta en códigos freudianos. Carne de diván, por sus largos años de terapia, aunque sólo cuente con nueve. Me divertía su charla cargada de clichés, recopilados en los distintos hogares por los que deambulaba durante el resto de la semana. Pero debí alertarme la mañana que por la mirilla vi su uniforme de colegio frente a mi puerta, demasiado temprano para visita de cortesía. Y cuando vi la primorosa cesta de desayuno que había comprado en la confitería de la esquina, debí salir corriendo, y arrojarme por el balcón.

Mañanas como esa siguieron sucediendo, seguidas del llamado telefónico de su padre, para pedirme el favor que la llevara a la escuela. En medio de la confusión, no tuve en cuenta que algunas camisas empezaron a colgar de mi placard, y tampoco reaccioné la noche aquella que escuché “Gorda, comí como un cerdo, ¿no tenés sal de frutas?” ¿Por qué no vacié el frasco en el inodoro?

Pero en ese momento sus problemas ya eran míos. Él llevaba algunos de mis asuntos en su estudio contable, y me ponía al tanto de las novedades por las noches, después de una cena hecha con mis manitos. La trama se fue entrecruzando con problemas y soluciones, y como una mosca caí en su telaraña.


No sé cuánto hace que veo el tubo de mi dentífrico despanzurrado y chorreante, pero acabo de decir basta, después de clavarme en el pie sus uñas cortadas, desparramadas en el piso de mi baño.

Beatriz Fernández Vila