martes, 7 de abril de 2020

LEJANA


Un murmullo impreciso avanzó por la galería. A pesar de su matiz opaco, fue suficiente para sorprenderla y sacarla del letargo. Horas antes había caminado la casa vacía, inmersa en una sensación extraña casi nunca vivida. El extendido silencio la había rodeado desde las primeras horas de la mañana y se derramaba blando por su piel. Fue hasta la cocina a preparar un café pero se arrepintió. Una despreocupación desconocida la sobrevolaba mansamente; ni comida del mediodía, ni ropa lista, ni apuro por las compras.

Se asomó a la ventana para ver las azaleas del patio de atrás, y los primeros capullos del duraznero. Septiembre despuntaba cálido y la laxitud de ese instante se extendía también sobre el jardín. El gato de la vecina paseaba entre las fresias. Los ojos amarillos del animal buscaron instintivamente un punto que encontró en los de ella. Después dio un salto que la estremeció. ¡Mamá hay un gato sobre tus plantas! ¡Ma… ¡¿nosotros podemos tener un gato?! ¡Callate nena, a papá no le gustan los gatos! Risas y gritos volvían otra vez, resbalaban por las paredes, repicaban en sus recuerdos. Sonrió con ternura. La soledad de ese instante le permitía pensar. Más allá de la alegría de los primeros años de sus hijos, recordó a su esposo; no al hiriente y sarcástico en el que se había convertido, sino aquél otro, tierno, que pretendió recuperar hasta que la venció el cansancio y no lo intentó más.

El reloj de la sala dio las tres. Había estado toda la mañana en ese estado de paz, desconocido para ella. Sin olor a comida, sin diligencias imprevistas, sin llamados telefónicos.

Escuchó el tintineo de las llaves, y el picaporte de la puerta del fondo. Los pasos de su familia que llegaba. Su marido y su hijo con esos trajes que hacía tanto tiempo no usaban, tan prolijos, tan impecables, como si ella los hubiese elegido. Ambos, con la mirada distante, el gesto retraído… su hija en un llanto.

Beatriz Fernández Vila

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