No se cómo lo hace, la primera
vez fue en aquel pueblo polvoriento donde hicimos varias funciones en el teatrito viejo. Sólo sé que me obligó a salir y ponerme mi mejor vestido; él me lo puso, porque yo no entendía nada, y estaba muerta de miedo, si eso es posible. Me dijo que por fin había llegado el tiempo de nuestra libertad, y que no necesitábamos a Saturnino, que en ese momento vi tendido en la cama, totalmente borracho. Y aunque sentí algo así como desprotección, él me aseguró que solos estaríamos mejor. Casi me arrastró hasta el escenario y estuve a punto de caerme, pero de todos modos, el número salió perfecto porque me dejé
llevar por su firmeza. Nuestra actuación de los últimos tiempos estaba rodeada
de una magia especial, como si surgiera de lo más profundo de nuestras almas, y
eran increíbles esos raros sentimientos.
De regreso al camarín
despotricaba con la voz extraña que le había surgido, y me prometía que
nuestras vidas cambiarían para siempre lejos del tirano que nos había confinado
al peor de los mundos. Minuto a minuto, sus gestos se volvían más convincentes,
y hasta dejé de verme tal como era. Me sentía una reina cada noche, con mi
vestido de tul, y la diadema de perlas en la cabeza. Nuestros movimientos, se
volvieron suaves y ligeros, y la función era impecable. Pero cuando se apagaban
las luces, mi realidad ya no me gustaba. Envalentonado por los aplausos, me
decía que en los próximos pueblos, sólo seríamos; Robertino y Rossina, y que
nada le debíamos al explotador que nos había esclavizado.
Hace tiempo que perdí mi
tranquilidad. Él se apodera de la situación, y aún hoy no sé cómo hace para
conseguir alcohol, pero emborracha a Saturnino todo el tiempo. Anoche intentó
meterlo dentro de la valija, y como no entró, esta mañana se apareció con una
sierra enorme, que sospecho para qué la va a usar, y tengo miedo de que me
obligue a otra de sus locuras.
Beatriz Fernández Vila