viernes, 26 de agosto de 2011

EN MEDIO DE LA TARDE


(A Rodolfo Mederos)

“Sentate y toca” me dijo. Después lo vi alejarse; la espalda ancha, como la de un gigante, mientras yo me quedaba con mi sueño entre las manos. Hasta ese momento, Estanislao había sido para mí, un vecino más. Nada lo distinguía de los otros que charlaban con mi viejo en la calle de tierra, mientras echábamos agua para que los carros no levantaran polvareda.

Mi barrio era entonces, un horizonte de senderos caprichosos marcados sólo por nuestra cotidiana necesidad; el que atravesaba el baldío frente a mi casa, que acortaba camino rumbo al almacén, el que llevaba al colegio, y que tomábamos a veces con mi madre, para ir a lo de Estela Maris, una señora que cosía muy bien según las vecinas, y que tenía una hija de mi edad, que me obligaba a cargar sus muñecas; que yo trataba de esconder, para que los pibes no se burlaran. Y el camino que llevaba a la casa del polaco Estanislao, que ni pisaba, porque vivía solo con su mujer, y no había allí ningún chico con quien jugar. El resto, seis o siete casas desperdigadas hacia un costado de la vía, porque del otro lado solo se veían malezas y un campito loteado para futuros habitantes. El olor a tilos despertaba diciembre y el caminito frente al alambrado de mi casa se cubría de manzanillas y me regalaba una selva en miniatura, donde mis soldaditos se escondían, para sorprender al enemigo.

En las noches cantaban los grillos, los sapos croaban en el zanjón, y yo me dormía con luciérnagas en la ventana, mientras en la cocina se vislumbraba todavía el sol de noche, que era lo más avanzado que la tecnología nos había permitido, hasta que el ferrocarril nos premió con el tendido de la luz.

Mis cinco años me tenían ocupado entre las primeras letras que aprendía de un libro viejo, y los juguetes que me inventaba yo mismo para quebrar la siesta con mis fantasías de transportista, o mis sueños de “Llanero Solitario”.

Hasta ese momento estuve convencido de que tenía todo y que nada mejor me podía pasar. Las tardes eran largas, los deberes todavía no existían; sólo bolitas y pelota de goma. Las tortas más ricas las preparaba mi abuela. Y los domingos nos juntábamos para jugar un partido de fútbol o comer un asado. Mi vieja era la más linda y la más joven. Y mi viejo era el mejor. Cuando pasaban por mi cuarto antes de acostarse, yo me hacía el dormido para sentir sus besos en cada mejilla. El perfume de mamá se le escapaba del pelo, y la barba de papá me raspaba la cara.

De verdad estaba seguro de que no necesitaba nada más. Hasta aquél día, que con una fuente llena de pastelitos, nos fuimos a lo del polaco con todos los vecinos, porque había que ayudarlo a levantar el techo de su casa. Los hombres trabajaron sin descanso. El calor era intenso. Las mujeres cargaron en varios baldes las botellas de bebidas, que echaron al fondo del aljibe para que se enfriaran. Y llenaron la mesa con las comidas que habían llevado.

En la noche todavía estábamos allí, y cuando nos despedíamos, el polaco hizo un esfuerzo para agradecer en su media lengua mezclada con tonada misionera, a los vecinos que fueron ayudarlo. Después se metió en la pieza y volvió con un cajón. De adentro sacó aquello que yo veía por primera vez. Levantó una pierna sobre una silla para acomodarlo muy cerca del pecho, mientras se mecía acompañando esa música que me cautivó. Los hombres sonreían. Las mujeres comenzaron a balancearse al compás. Y yo me enamoré por primera vez, de algo que no fuera una mujer, porque en realidad, ese sentimiento ya lo conocía. Porque estaba enamorado de la hija de la modista como decían mis amigos, aunque no lo quería reconocer.

Esa noche no dormí. Recorrí con el pensamiento esos botones redondos y lustrosos como caramelos, tratando de recordar las posiciones de los dedos de Estanislao, para desentramar esa urdimbre mágica que se había metido en mis oídos y mi corazón. Y no volví a tener paz.

A la mañana siguiente, antes de que mamá fuera a despertarme. Hacía rato que me había levantado. Estaba mirando la casa del polaco, mientras trataba de encontrar la excusa para volver allí, y ver de nuevo aquella maravilla. Mi viejo dijo que se llamaba bandoneón, y su nombre sonó sublime. Sólo pensaba cómo hacer para volver a verlo; tan sólo verlo, que era todo lo que yo necesitaba. Nada más. Porque mis sueños, me habían llevado por esos senderos increíbles por donde transita la imaginación de los niños, y ya tenía pensado el modo de juntar plata para comprarme uno.

No era precisamente dinero lo que sobraba en casa, así que en las horas que pasé en vela, tramé un montón de empresas temerarias de las que saldría airoso, y con los medios suficientes para comprarme aquél instrumento. Hasta que una madrugada en que no había pegado un ojo, muy resuelto le fui a proponer a mi viejo comprarnos un carro para repartir carbón, como hacía el almacenero. Mi papá me miró entre dormido, y me preguntó con cuánta plata contaba para comprar un carro y un caballo. Y como para quitarme la idea sin herirme demasiado, me sugirió que no le podíamos hacer eso a Antonio, que se ganaba la vida de ese modo y que no era bueno que le hiciéramos competencia.

Pasé los días siguientes, pensando a qué otra cosa dedicarme para conseguir unos pesos. Imaginé la posibilidad de vender mis mejores soldaditos, las bolitas “japonesas” y las “lecheritas”, que sobrevaluaba, porque solamente yo sabía lo que me había costado ganarlas. También manzanas, duraznos, y ciruelas; que en casa abundaban, y que repartíamos entre los vecinos, sin pedir nada a cambio. Aquellos fueron los únicos atisbos de la mente mercantilista que no me acompañó el resto de mi vida. Pero que en ese momento vislumbré como el pasaporte a mi sueño: conseguir un bandoneón.

Mareado por lo que me había propuesto, y distraído como andaba por triunfar en los negocios. Sin darme cuenta, sin pensarlo. Una tarde luminosa, como no recuerdo otra, mi viejo me mandó a lo del polaco a pedirle el martillo que le había prestado.

Salí de casa corriendo, con una felicidad que no cabía en mi pecho. Con una alegría recién estrenada; nuevita y dulce, como nunca había vivido.

La señora Brunilda me hizo pasar hasta el fondo del patio donde el polaco acarreaba unos baldes mientras ella le cebaba mate. Casi olvidé para qué iba, porque adentro de la cocina, como esperándome, estaba el motivo de mis desvelos. Lo miré ansioso, mientras preguntaba cualquier cosa para hacer tiempo, y observarlo un poco más. Parece que fui muy evidente, porque Estanislao fue a buscarlo. Sus manos toscas, lo tomaron como si levantaran a un bebé para ponerlo en las mías. Aún hoy, esa imagen se sigue repitiendo. Era la siesta de un febrero que nunca olvidé. Mi corazón agitado, al galope, aferrado a ese instrumento que amé desde el primer instante.

Miles de veces volví a enfrentarme a una elección a lo largo de los años. Pero aquella vez, en esa hora mágica en medio de la tarde, yo elegí sin titubeos, a qué iba a destinar el resto de mi vida.

Beatriz Fernández Vila

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NOTA: esto nació una tarde frente al televisor, mirando una entrevista a Rodolfo Mederos. Me habían llenado de tanta emoción sus palabras, que cuando el reportaje terminó ya tenía en mente toda la historia. Si él la leyera, tal vez reconocería parte de ella. La otra; las cosas que imaginé a medida que la escribía, tendría que disculpárselas a la licencia que nos tomamos los escritores cuando nos ponemos a contar. El título le pertenece, lo mencionó en su reportaje, y sentí la frase tan cargada de magia que fue la llave que abrió toda la historia.