martes, 22 de julio de 2014

ANA MARÍA


Ana María Di Marco vivía en Thames y Superí. Como me había convertido en un bicho de ciudad, caminé con obstinación por Thames, y con más obstinación aún por Superí. Jamás encontré la esquina en que se cruzaran. Con el tiempo me acostumbré al desencuentro, y mi obsesión creció al pensar que cuanto  más tardara, Ana dejaría de esperarme.

El día que supe lo de la excursión, pensé en sentarme junto a ella en el micro y aprovechar la  ocasión para decirle lo que me pasaba. Claro, que no conté con la atenta mirada de la maestra; la señorita Amanda Isabel Cuello de Mariátegui, que cuidaba afanosamente de nuestros despertares de pubertad, se ocupó de que viajáramos separados. Las niñas adelante – dijo –  los niños atrás. Y allá fue a parar mí vapuleada existencia junto a Oscar Donofrio, que estaba de vuelta de todo, y había averiguado con lujo de detalles lo que los demás queríamos conocer: dirección y teléfono de Ana María. Por supuesto que el gordo Oscar no sabía de mi amor por ella, no hubiese soportado que su primitivismo rozara mis sentimientos.

El primer gesto de Oscarcito, fue pavonearse por su habilidad para lograr lo que ninguno de nosotros fuimos capaces de conseguir. Y cambió alfajores y bolitas por el secreto del que era dueño, y lo hacía superior al resto. Yo sufrí en silencio las interminables horas que duró la excursión. Oscar Donofrio se regodeaba en saberse amo de una situación que sólo él manejaba. En cambio del otro lado, sólo teníamos la plena conciencia de saber que Ana María era la más linda de la escuela y que estábamos enamorados de ella, en especial yo, que era capaz de cualquier cosa aunque solo fuera para compartir la misma brisa que a ella la rozara, el mismo pedacito de patio en los recreos, el mismo oxígeno, cuando yo decía adelante y ella me decía gracias. Y además sabía que mi ansiedad no se aquietaba hasta que la veía aparecer.

Ella llegaba a la escuela por la calle de la iglesia, sus zapatitos pisaban las mismas baldosas que yo pisaba. En ese tiempo, tomé por costumbre retrasarme cada día un poco más con el propósito de encontrarla. Salía de mi casa despacio, pisaba las baldosas de a una por vez. Después, miraba el reloj en lo de Vicente que a esa hora abría su negocio; si calculaba que estaba adelantado, me quedaba sentado en el umbral de doña Asunción, y después enfilaba para la escuela, Hice esto durante algún tiempo, hasta aquella gloriosa mañana en que a las siete y veinticinco la vi bajar del colectivo.

Si algo le faltaba a mi desconcierto, era eso; saber que venía al colegio en colectivo. Yo jamás había viajado solo, y ella tan linda, tan perfecta, me llevaba además esa ventaja. Y la vi resuelta, descender junto a los obreros que llegaban a las fábricas. Me sentí un idiota, me metí en el quiosco de Pepe porque no supe qué hacer, y salí de allí más incómodo todavía, porque no tenía ni un centavo para comprar algo y disimular.

Desde aquel día, alrededor  de esa hora, yo pasaba por la parada solo para caminar detrás. De dónde venía, no sé. Cómo sería la casa donde vivía, era una idea que mi cerebro no podía abarcar. Qué sentirían los afortunados que respiraban su mismo aire, era un sentimiento que mi corazón no podía soportar. Por eso, saber al gordo Oscar dueño de una revelación que yo no poseía, lo convirtió en un dragón que echaba fuego por sus fauces, para que mis inocentes inquisiciones  no lo alcanzaran.

Aquella mañana, junto a los del “séptimo B”, éramos veinte varones en el micro, diecinueve pares de ojos se clavaban en la prominente figura del dragón. Pero la mole mitológica sólo sostenía la mirada de mi inocente par de ojitos: pequeños, temerosos, suplicantes, No lo digas –pensaba – te cambio mi álbum de figuritas, por el secreto que quiero sólo para mí. Y el gordo, prepotente, avasallante, continuaba en su trueque desigual, de baleros, “lecheritas” y barriletes, a cambio de un dato que sabía desde el vamos que no iba a soltar, aún después de que cada uno le entregáramos nuestros tesoros.

Andá gordo, no tenés un carajo dijo Pietro, el grandote del otro “séptimo”. Y al  gordo se le hinchó la yugular, como él decía, creció en su figura de dragón prepotente, y amagó una piña, con el claro mensaje: Te callás, no me vas a hacer perder lo que conseguí. Aunque tras el amague se replegó, porque la señorita Amanda Isabel Cuello de Mariátegui, protegía desmesuradamente al grandote del otro “séptimo”, porque el padre tenía marroquinería, y el suyo, era el único regalo digno que recibía en el día del maestro.

Por supuesto que Oscar Donofrio se las ingenió para no soltar ni una palabra de lo que sabía. Yo, desde el fondo de mi corazón le agradecía tan tortuosa prepotencia. El gordo hacía lo que quería, conseguía lo que se le antojaba, o de lo contrario te lo arrancaba de las manos.

Pero esa mañana, sus “horrorosas virtudes” eran mis más deliciosas aliadas para guardar un secreto que de algún modo conseguiría que me dijera sólo a mi. Después de todo, yo también tenía algo que él quería más que nada en el mundo, y era también un secreto: el más deshonroso de los secretos para un tipo como él. Yo lo sabía, porque se pasaba tardes enteras en mi casa. Mi abuela, preocupada porque su único nieto no tenía trato con chicos de su edad, se esforzaba en invitarlo a tomar la leche y hacer los deberes. Un insignificante alfeñique de cuarenta kilos como yo, no necesitaba de la incómoda compañía de un mastodonte como él. Pero la obstinación de mi abuela había dado sus frutos. En las interminables horas que el gordo se quedaba en casa, estaba mucho más tiempo en el taller de mi tío Osvaldo, que haciendo la tarea.

Mi tío era relojero, y coleccionista de piezas de relojería. Una danza sincronizada de movimientos perfectos, daban vida a mecanismos más perfectos todavía; cualquiera hubiese despertado la admiración y el interés de mis compañeros, pero el gordo Oscar sólo tenía ojos para la bailarina de una cajita de música. Muchas veces lo vi extasiado en su esbelta figura, la hacía funcionar una y otra vez, y yo sabía que ante ese juguete perdía su estatura de troglodita. Era un secreto sórdido entre él y yo, nunca pensé usarlo en mi beneficio. Mis inocentes pensamientos despojados del tinte mafioso que en los suyos sobraba, jamás imaginaron conseguir algo a cambio. Pero este motivo bien lo valía. Cualquier intento era poco; su secreto, por el mío. Además, estaba seguro que tío Osvaldo me daría la cajita sin preguntar para qué la quería. Así que me pasé las extensas horas de aquella excursión, rezando para que Oscar Donofrio, una vez más, consiguiera lo que se le ocurriese a cambio de nada. Sólo yo tenía lo que él necesitaba, y sólo yo, necesitaba lo que él tenía.

Cuando volvíamos del colegio lo invité a pasar por mi casa. Mientras caminábamos, adivinaba la alegría de mi abuela al comprobar que la invitación partiera de mí, sin que ella hubiese  intervenido. Pensé en las milanesas con puré sobre las que Oscarcito iba a chapalear goloso, en el budín de pan que mi mamá preparaba con ralladura de naranjas y pasas de uvas, y que el gordo disfrutaba con dulce de leche.
En el almuerzo lo vi devorar con avidez, absolutamente despreocupado de avisar en su casa dónde  estaba. En ese momento, mi presa perdió su verdadera dimensión para convertirse en un tierno pollito que yo iba a adobar hasta ponerlo a punto y comerlo con sabiduría de gourmet. Luego, entraríamos al taller donde el cebo estaba siempre listo, al alcance de sus ojos y sus manos.

No fue necesario proponer ningún trato. Sólo pronuncié el nombre de Ana María, y puse la cajita en sus manos. Vi su gesto de agradecimiento, más por mi prudencia que por lo poco que le pedía a cambio. Un aura angelical lo rodeó en ese momento. Sus ojos ávidos habían conseguido una mirada inocente que lo enaltecía, y sin mediar nada más, su tono soberbio se dulcificó de pronto, para murmurar: Thames y Superí.

Thames y Superí, repetí en mi mente, sin que me atreviera a pronunciar el secreto tan deseado. Oscarcito se sacó el pulóver, envolvió la cajita de música, y una vez conseguido el objeto de sus desvelos recuperó su condición de cavernícola: Es para mi vieja dijo, poniendo a salvo su dignidad de delincuente juvenil.

No me importó la excusa, los dos nos habíamos transformado por un instante. El me mostró su inocencia arrinconada en algún lugar de su corazón, y yo esgrimí mis dotes de negociador para un asunto que el gordo jamás revelaría porque en eso se jugaba su dignidad y su prestigio. Por más que disimulara, yo sabía que la cajita era para él, y eso me hacía omnipotente.

A la noche tuve fiebre, al día siguiente falté a clases. Me volví loco el fin de semana pensando que quizá no fui todo lo exitoso que imaginé, y ese viernes, el gordo le había entregado mi secreto a todos. Pasaba con facilidad de un sentimiento a otro, desde la vanagloria de tener el control, a la desazón de no saber qué estaba sucediendo en mi ausencia.

Por suerte el lunes me volvió el alma al cuerpo, ansioso fui corriendo al cole. El gordo estaba en la puerta rodeado de los que entregaron todo a cambio de nada. Cuando me vio, su mirada volvió fugazmente a ser la de aquella tarde. Respiré aliviado, porque supe que no se lo había dicho a nadie. Thames y Superí seguía siendo música sólo para mis oídos.

Y desde ese día, a punto de cumplir mis trece años, hasta hoy, busqué a Ana con desesperación. Recorrí interminablemente Thames, e incansablemente Superí, nunca encontré el cruce de esas calles. Lo había buscado siempre en el sitio equivocado. Además, ¿cómo pensar que esa esquina que el gordo me regaló aquella tarde, quedara a veinte cuadras de mi casa? Si en esos años, para mí, todo lo lindo estaba detrás de la Gral. Paz: el zoológico, los cines, las tardes de chocolate con churros que disfrutaba con mis viejos en alguna confitería de Av. De Mayo. Cómo no iba a suponer que también Ana María venía de allí, si ella era lo más lindo que yo había conocido.

La verdad se me reveló esta mañana, cuando volví al barrio por cuestiones de trabajo, y en mi hoja de ruta leí esos nombres. Corrí hasta allí como un loco, por fin Thames se cruzaría con Superí. Y tuve la sensación de que ella estuvo esperando estos interminables años a que yo pasara por la esquina de su casa. Me quedé petrificado, aferrado al volante del auto sin respirar, mirando con temor el cruce de esas calles que jamás imaginé tan cerca, porque desde siempre, Ana  María me pareció inalcanzable.

Beatriz Fernández Vila
 

CONTARLE A DIOS (A Beatriz Fernández Vila)

 

Quisiera atravesarme por tus lluvias perennes
caminar por el río de tu mirada lejos
para que algún misterio me destape el abismo
y tu rumbo se escape por la última estrella
Quisiera bautizarte con la sangre del alba
justo a la hora tibia donde crece tu nombre
dejar caer otoños de metal y ceniza
en la región exacta donde aprieta el dolor
No sé si habrá un lugar después del tiempo
para decir las cosas que guardaban tus manos
Recuerdo tu manera de transitar la vida
vestida para siempre con antiguos silencios
cubierta para siempre por huecos desolados
viajando hacia el destino de tu propio horizonte
con esa vieja infancia mariposa de miedo
hablabas quedamente como quien acaricia
como quien vierte lunas sobre la faz del mundo
como sabiendo cosas mas allá de las cosas
Yo vi tus grandes ojos cuando ya no miraban
en la sabiduría de un osito de felpa
quedaba temerosa tu bandera de niña
con cuentos y dibujos y toda la distancia
Vos que tanto sabías de palabras y auroras
de inmortalidades y de pájaros
No sé si habrá un lugar después del tiempo
pero sería bueno contarle a Dios un poco
acerca de la ausencia
Raúl Pignolino