Ana María Di Marco vivía en Thames y Superí. Como me había convertido en un bicho de ciudad, caminé con obstinación por Thames, y con más obstinación aún por Superí. Jamás encontré la esquina en que se cruzaran. Con el tiempo me acostumbré al desencuentro, y mi obsesión creció al pensar que cuanto más tardara, Ana dejaría de esperarme.
El
día que supe lo de la excursión, pensé en sentarme junto a ella en el micro y
aprovechar la ocasión para decirle lo
que me pasaba. Claro, que no conté con la atenta mirada de la maestra; la
señorita Amanda Isabel Cuello de Mariátegui, que cuidaba afanosamente de
nuestros despertares de pubertad, se ocupó de que viajáramos separados. Las
niñas adelante – dijo – los niños
atrás. Y allá fue a parar mí vapuleada existencia junto a Oscar Donofrio,
que estaba de vuelta de todo, y había averiguado con lujo de detalles lo que
los demás queríamos conocer: dirección y teléfono de Ana María. Por supuesto
que el gordo Oscar no sabía de mi amor por ella, no hubiese soportado que su
primitivismo rozara mis sentimientos.
El
primer gesto de Oscarcito, fue pavonearse por su habilidad para lograr lo que
ninguno de nosotros fuimos capaces de conseguir. Y cambió alfajores y bolitas
por el secreto del que era dueño, y lo hacía superior al resto. Yo sufrí en
silencio las interminables horas que duró la excursión. Oscar Donofrio se
regodeaba en saberse amo de una situación que sólo él manejaba. En cambio del
otro lado, sólo teníamos la plena conciencia de saber que Ana María era la más
linda de la escuela y que estábamos enamorados de ella, en especial yo, que era
capaz de cualquier cosa aunque solo fuera para compartir la misma brisa que a
ella la rozara, el mismo pedacito de patio en los recreos, el mismo oxígeno,
cuando yo decía adelante y ella me decía gracias. Y además sabía
que mi ansiedad no se aquietaba hasta que la veía aparecer.
Ella
llegaba a la escuela por la calle de la iglesia, sus zapatitos pisaban las
mismas baldosas que yo pisaba. En ese tiempo, tomé por costumbre retrasarme cada
día un poco más con el propósito de encontrarla. Salía de mi casa despacio,
pisaba las baldosas de a una por vez. Después, miraba el reloj en lo de Vicente
que a esa hora abría su negocio; si calculaba que estaba adelantado, me quedaba
sentado en el umbral de doña Asunción, y después enfilaba para la escuela, Hice
esto durante algún tiempo, hasta aquella gloriosa mañana en que a las siete y
veinticinco la vi bajar del colectivo.
Si
algo le faltaba a mi desconcierto, era eso; saber que venía al colegio en
colectivo. Yo jamás había viajado solo, y ella tan linda, tan perfecta, me
llevaba además esa ventaja. Y la vi resuelta, descender junto a los obreros que
llegaban a las fábricas. Me sentí un idiota, me metí en el quiosco de Pepe
porque no supe qué hacer, y salí de allí más incómodo todavía, porque no tenía
ni un centavo para comprar algo y disimular.
Desde
aquel día, alrededor de esa hora, yo
pasaba por la parada solo para caminar detrás. De dónde venía, no sé. Cómo
sería la casa donde vivía, era una idea que mi cerebro no podía abarcar. Qué
sentirían los afortunados que respiraban su mismo aire, era un sentimiento que
mi corazón no podía soportar. Por eso, saber al gordo Oscar dueño de una
revelación que yo no poseía, lo convirtió en un dragón que echaba fuego por sus
fauces, para que mis inocentes inquisiciones
no lo alcanzaran.
Aquella
mañana, junto a los del “séptimo B”, éramos veinte varones en el micro,
diecinueve pares de ojos se clavaban en la prominente figura del dragón. Pero
la mole mitológica sólo sostenía la mirada de mi inocente par de ojitos:
pequeños, temerosos, suplicantes, No lo digas –pensaba – te cambio mi
álbum de figuritas, por el secreto que quiero sólo para mí. Y el gordo, prepotente,
avasallante, continuaba en su trueque desigual, de baleros, “lecheritas” y
barriletes, a cambio de un dato que sabía desde el vamos que no iba a soltar,
aún después de que cada uno le entregáramos nuestros tesoros.
Andá
gordo, no tenés un carajo dijo Pietro, el grandote del otro “séptimo”. Y
al gordo se le hinchó la yugular, como
él decía, creció en su figura de dragón prepotente, y amagó una piña, con el
claro mensaje: Te callás, no me vas a hacer perder lo que conseguí. Aunque
tras el amague se replegó, porque la señorita Amanda Isabel Cuello de
Mariátegui, protegía desmesuradamente al grandote del otro “séptimo”, porque el
padre tenía marroquinería, y el suyo, era el único regalo digno que recibía en
el día del maestro.
Por
supuesto que Oscar Donofrio se las ingenió para no soltar ni una palabra de lo
que sabía. Yo, desde el fondo de mi corazón le agradecía tan tortuosa
prepotencia. El gordo hacía lo que quería, conseguía lo que se le antojaba, o
de lo contrario te lo arrancaba de las manos.
Pero
esa mañana, sus “horrorosas virtudes” eran mis más deliciosas aliadas para
guardar un secreto que de algún modo conseguiría que me dijera sólo a mi.
Después de todo, yo también tenía algo que él quería más que nada en el mundo,
y era también un secreto: el más deshonroso de los secretos para un tipo como
él. Yo lo sabía, porque se pasaba tardes enteras en mi casa. Mi abuela,
preocupada porque su único nieto no tenía trato con chicos de su edad, se
esforzaba en invitarlo a tomar la leche y hacer los deberes. Un insignificante
alfeñique de cuarenta kilos como yo, no necesitaba de la incómoda compañía de
un mastodonte como él. Pero la obstinación de mi abuela había dado sus frutos.
En las interminables horas que el gordo se quedaba en casa, estaba mucho más
tiempo en el taller de mi tío Osvaldo, que haciendo la tarea.
Mi
tío era relojero, y coleccionista de piezas de relojería. Una danza
sincronizada de movimientos perfectos, daban vida a mecanismos más perfectos
todavía; cualquiera hubiese despertado la admiración y el interés de mis
compañeros, pero el gordo Oscar sólo tenía ojos para la bailarina de una cajita
de música. Muchas veces lo vi extasiado en su esbelta figura, la hacía
funcionar una y otra vez, y yo sabía que ante ese juguete perdía su estatura de
troglodita. Era un secreto sórdido entre él y yo, nunca pensé usarlo en mi
beneficio. Mis inocentes pensamientos despojados del tinte mafioso que en los
suyos sobraba, jamás imaginaron conseguir algo a cambio. Pero este motivo bien
lo valía. Cualquier intento era poco; su secreto, por el mío. Además, estaba
seguro que tío Osvaldo me daría la cajita sin preguntar para qué la quería. Así
que me pasé las extensas horas de aquella excursión, rezando para que Oscar
Donofrio, una vez más, consiguiera lo que se le ocurriese a cambio de nada.
Sólo yo tenía lo que él necesitaba, y sólo yo, necesitaba lo que él tenía.
Cuando
volvíamos del colegio lo invité a pasar por mi casa. Mientras caminábamos,
adivinaba la alegría de mi abuela al comprobar que la invitación partiera de
mí, sin que ella hubiese intervenido.
Pensé en las milanesas con puré sobre las que Oscarcito iba a chapalear goloso,
en el budín de pan que mi mamá preparaba con ralladura de naranjas y pasas de
uvas, y que el gordo disfrutaba con dulce de leche.
En
el almuerzo lo vi devorar con avidez, absolutamente despreocupado de avisar en
su casa dónde estaba. En ese momento, mi
presa perdió su verdadera dimensión para convertirse en un tierno pollito que
yo iba a adobar hasta ponerlo a punto y comerlo con sabiduría de gourmet.
Luego, entraríamos al taller donde el cebo estaba siempre listo, al alcance de
sus ojos y sus manos.
No fue
necesario proponer ningún trato. Sólo pronuncié el nombre de Ana María, y puse
la cajita en sus manos. Vi su gesto de agradecimiento, más por mi prudencia que
por lo poco que le pedía a cambio. Un aura angelical lo rodeó en ese momento.
Sus ojos ávidos habían conseguido una mirada inocente que lo enaltecía, y sin
mediar nada más, su tono soberbio se dulcificó de pronto, para murmurar: Thames
y Superí.
Thames
y Superí, repetí en mi mente, sin que me atreviera a pronunciar el secreto tan
deseado. Oscarcito se sacó el pulóver, envolvió la cajita de música, y una vez
conseguido el objeto de sus desvelos recuperó su condición de cavernícola: Es
para mi vieja dijo, poniendo a salvo su dignidad de delincuente juvenil.
No
me importó la excusa, los dos nos habíamos transformado por un instante. El me
mostró su inocencia arrinconada en algún lugar de su corazón, y yo esgrimí mis
dotes de negociador para un asunto que el gordo jamás revelaría porque en eso
se jugaba su dignidad y su prestigio. Por más que disimulara, yo sabía que la
cajita era para él, y eso me hacía omnipotente.
A la
noche tuve fiebre, al día siguiente falté a clases. Me volví loco el fin de
semana pensando que quizá no fui todo lo exitoso que imaginé, y ese viernes, el
gordo le había entregado mi secreto a todos. Pasaba con facilidad de un
sentimiento a otro, desde la vanagloria de tener el control, a la desazón de no
saber qué estaba sucediendo en mi ausencia.
Por
suerte el lunes me volvió el alma al cuerpo, ansioso fui corriendo al cole. El
gordo estaba en la puerta rodeado de los que entregaron todo a cambio de nada.
Cuando me vio, su mirada volvió fugazmente a ser la de aquella tarde. Respiré
aliviado, porque supe que no se lo había dicho a nadie. Thames y Superí seguía
siendo música sólo para mis oídos.
Y
desde ese día, a punto de cumplir mis trece años, hasta hoy, busqué a Ana con
desesperación. Recorrí interminablemente Thames, e incansablemente Superí,
nunca encontré el cruce de esas calles. Lo había buscado siempre en el sitio
equivocado. Además, ¿cómo pensar que esa esquina que el gordo me regaló aquella
tarde, quedara a veinte cuadras de mi casa? Si en esos años, para mí, todo lo
lindo estaba detrás de la Gral. Paz: el zoológico, los cines, las tardes de
chocolate con churros que disfrutaba con mis viejos en alguna confitería de Av.
De Mayo. Cómo no iba a suponer que también Ana María venía de allí, si ella era
lo más lindo que yo había conocido.
La
verdad se me reveló esta mañana, cuando volví al barrio por cuestiones de
trabajo, y en mi hoja de ruta leí esos nombres. Corrí hasta allí como un loco,
por fin Thames se cruzaría con Superí. Y tuve la sensación de que ella estuvo
esperando estos interminables años a que yo pasara por la esquina de su casa.
Me quedé petrificado, aferrado al volante del auto sin respirar, mirando con
temor el cruce de esas calles que jamás imaginé tan cerca, porque desde
siempre, Ana María me pareció
inalcanzable.
Beatriz Fernández Vila