martes, 22 de julio de 2014

ANA MARÍA


Ana María Di Marco vivía en Thames y Superí. Como me había convertido en un bicho de ciudad, caminé con obstinación por Thames, y con más obstinación aún por Superí. Jamás encontré la esquina en que se cruzaran. Con el tiempo me acostumbré al desencuentro, y mi obsesión creció al pensar que cuanto  más tardara, Ana dejaría de esperarme.

El día que supe lo de la excursión, pensé en sentarme junto a ella en el micro y aprovechar la  ocasión para decirle lo que me pasaba. Claro, que no conté con la atenta mirada de la maestra; la señorita Amanda Isabel Cuello de Mariátegui, que cuidaba afanosamente de nuestros despertares de pubertad, se ocupó de que viajáramos separados. Las niñas adelante – dijo –  los niños atrás. Y allá fue a parar mí vapuleada existencia junto a Oscar Donofrio, que estaba de vuelta de todo, y había averiguado con lujo de detalles lo que los demás queríamos conocer: dirección y teléfono de Ana María. Por supuesto que el gordo Oscar no sabía de mi amor por ella, no hubiese soportado que su primitivismo rozara mis sentimientos.

El primer gesto de Oscarcito, fue pavonearse por su habilidad para lograr lo que ninguno de nosotros fuimos capaces de conseguir. Y cambió alfajores y bolitas por el secreto del que era dueño, y lo hacía superior al resto. Yo sufrí en silencio las interminables horas que duró la excursión. Oscar Donofrio se regodeaba en saberse amo de una situación que sólo él manejaba. En cambio del otro lado, sólo teníamos la plena conciencia de saber que Ana María era la más linda de la escuela y que estábamos enamorados de ella, en especial yo, que era capaz de cualquier cosa aunque solo fuera para compartir la misma brisa que a ella la rozara, el mismo pedacito de patio en los recreos, el mismo oxígeno, cuando yo decía adelante y ella me decía gracias. Y además sabía que mi ansiedad no se aquietaba hasta que la veía aparecer.

Ella llegaba a la escuela por la calle de la iglesia, sus zapatitos pisaban las mismas baldosas que yo pisaba. En ese tiempo, tomé por costumbre retrasarme cada día un poco más con el propósito de encontrarla. Salía de mi casa despacio, pisaba las baldosas de a una por vez. Después, miraba el reloj en lo de Vicente que a esa hora abría su negocio; si calculaba que estaba adelantado, me quedaba sentado en el umbral de doña Asunción, y después enfilaba para la escuela, Hice esto durante algún tiempo, hasta aquella gloriosa mañana en que a las siete y veinticinco la vi bajar del colectivo.

Si algo le faltaba a mi desconcierto, era eso; saber que venía al colegio en colectivo. Yo jamás había viajado solo, y ella tan linda, tan perfecta, me llevaba además esa ventaja. Y la vi resuelta, descender junto a los obreros que llegaban a las fábricas. Me sentí un idiota, me metí en el quiosco de Pepe porque no supe qué hacer, y salí de allí más incómodo todavía, porque no tenía ni un centavo para comprar algo y disimular.

Desde aquel día, alrededor  de esa hora, yo pasaba por la parada solo para caminar detrás. De dónde venía, no sé. Cómo sería la casa donde vivía, era una idea que mi cerebro no podía abarcar. Qué sentirían los afortunados que respiraban su mismo aire, era un sentimiento que mi corazón no podía soportar. Por eso, saber al gordo Oscar dueño de una revelación que yo no poseía, lo convirtió en un dragón que echaba fuego por sus fauces, para que mis inocentes inquisiciones  no lo alcanzaran.

Aquella mañana, junto a los del “séptimo B”, éramos veinte varones en el micro, diecinueve pares de ojos se clavaban en la prominente figura del dragón. Pero la mole mitológica sólo sostenía la mirada de mi inocente par de ojitos: pequeños, temerosos, suplicantes, No lo digas –pensaba – te cambio mi álbum de figuritas, por el secreto que quiero sólo para mí. Y el gordo, prepotente, avasallante, continuaba en su trueque desigual, de baleros, “lecheritas” y barriletes, a cambio de un dato que sabía desde el vamos que no iba a soltar, aún después de que cada uno le entregáramos nuestros tesoros.

Andá gordo, no tenés un carajo dijo Pietro, el grandote del otro “séptimo”. Y al  gordo se le hinchó la yugular, como él decía, creció en su figura de dragón prepotente, y amagó una piña, con el claro mensaje: Te callás, no me vas a hacer perder lo que conseguí. Aunque tras el amague se replegó, porque la señorita Amanda Isabel Cuello de Mariátegui, protegía desmesuradamente al grandote del otro “séptimo”, porque el padre tenía marroquinería, y el suyo, era el único regalo digno que recibía en el día del maestro.

Por supuesto que Oscar Donofrio se las ingenió para no soltar ni una palabra de lo que sabía. Yo, desde el fondo de mi corazón le agradecía tan tortuosa prepotencia. El gordo hacía lo que quería, conseguía lo que se le antojaba, o de lo contrario te lo arrancaba de las manos.

Pero esa mañana, sus “horrorosas virtudes” eran mis más deliciosas aliadas para guardar un secreto que de algún modo conseguiría que me dijera sólo a mi. Después de todo, yo también tenía algo que él quería más que nada en el mundo, y era también un secreto: el más deshonroso de los secretos para un tipo como él. Yo lo sabía, porque se pasaba tardes enteras en mi casa. Mi abuela, preocupada porque su único nieto no tenía trato con chicos de su edad, se esforzaba en invitarlo a tomar la leche y hacer los deberes. Un insignificante alfeñique de cuarenta kilos como yo, no necesitaba de la incómoda compañía de un mastodonte como él. Pero la obstinación de mi abuela había dado sus frutos. En las interminables horas que el gordo se quedaba en casa, estaba mucho más tiempo en el taller de mi tío Osvaldo, que haciendo la tarea.

Mi tío era relojero, y coleccionista de piezas de relojería. Una danza sincronizada de movimientos perfectos, daban vida a mecanismos más perfectos todavía; cualquiera hubiese despertado la admiración y el interés de mis compañeros, pero el gordo Oscar sólo tenía ojos para la bailarina de una cajita de música. Muchas veces lo vi extasiado en su esbelta figura, la hacía funcionar una y otra vez, y yo sabía que ante ese juguete perdía su estatura de troglodita. Era un secreto sórdido entre él y yo, nunca pensé usarlo en mi beneficio. Mis inocentes pensamientos despojados del tinte mafioso que en los suyos sobraba, jamás imaginaron conseguir algo a cambio. Pero este motivo bien lo valía. Cualquier intento era poco; su secreto, por el mío. Además, estaba seguro que tío Osvaldo me daría la cajita sin preguntar para qué la quería. Así que me pasé las extensas horas de aquella excursión, rezando para que Oscar Donofrio, una vez más, consiguiera lo que se le ocurriese a cambio de nada. Sólo yo tenía lo que él necesitaba, y sólo yo, necesitaba lo que él tenía.

Cuando volvíamos del colegio lo invité a pasar por mi casa. Mientras caminábamos, adivinaba la alegría de mi abuela al comprobar que la invitación partiera de mí, sin que ella hubiese  intervenido. Pensé en las milanesas con puré sobre las que Oscarcito iba a chapalear goloso, en el budín de pan que mi mamá preparaba con ralladura de naranjas y pasas de uvas, y que el gordo disfrutaba con dulce de leche.
En el almuerzo lo vi devorar con avidez, absolutamente despreocupado de avisar en su casa dónde  estaba. En ese momento, mi presa perdió su verdadera dimensión para convertirse en un tierno pollito que yo iba a adobar hasta ponerlo a punto y comerlo con sabiduría de gourmet. Luego, entraríamos al taller donde el cebo estaba siempre listo, al alcance de sus ojos y sus manos.

No fue necesario proponer ningún trato. Sólo pronuncié el nombre de Ana María, y puse la cajita en sus manos. Vi su gesto de agradecimiento, más por mi prudencia que por lo poco que le pedía a cambio. Un aura angelical lo rodeó en ese momento. Sus ojos ávidos habían conseguido una mirada inocente que lo enaltecía, y sin mediar nada más, su tono soberbio se dulcificó de pronto, para murmurar: Thames y Superí.

Thames y Superí, repetí en mi mente, sin que me atreviera a pronunciar el secreto tan deseado. Oscarcito se sacó el pulóver, envolvió la cajita de música, y una vez conseguido el objeto de sus desvelos recuperó su condición de cavernícola: Es para mi vieja dijo, poniendo a salvo su dignidad de delincuente juvenil.

No me importó la excusa, los dos nos habíamos transformado por un instante. El me mostró su inocencia arrinconada en algún lugar de su corazón, y yo esgrimí mis dotes de negociador para un asunto que el gordo jamás revelaría porque en eso se jugaba su dignidad y su prestigio. Por más que disimulara, yo sabía que la cajita era para él, y eso me hacía omnipotente.

A la noche tuve fiebre, al día siguiente falté a clases. Me volví loco el fin de semana pensando que quizá no fui todo lo exitoso que imaginé, y ese viernes, el gordo le había entregado mi secreto a todos. Pasaba con facilidad de un sentimiento a otro, desde la vanagloria de tener el control, a la desazón de no saber qué estaba sucediendo en mi ausencia.

Por suerte el lunes me volvió el alma al cuerpo, ansioso fui corriendo al cole. El gordo estaba en la puerta rodeado de los que entregaron todo a cambio de nada. Cuando me vio, su mirada volvió fugazmente a ser la de aquella tarde. Respiré aliviado, porque supe que no se lo había dicho a nadie. Thames y Superí seguía siendo música sólo para mis oídos.

Y desde ese día, a punto de cumplir mis trece años, hasta hoy, busqué a Ana con desesperación. Recorrí interminablemente Thames, e incansablemente Superí, nunca encontré el cruce de esas calles. Lo había buscado siempre en el sitio equivocado. Además, ¿cómo pensar que esa esquina que el gordo me regaló aquella tarde, quedara a veinte cuadras de mi casa? Si en esos años, para mí, todo lo lindo estaba detrás de la Gral. Paz: el zoológico, los cines, las tardes de chocolate con churros que disfrutaba con mis viejos en alguna confitería de Av. De Mayo. Cómo no iba a suponer que también Ana María venía de allí, si ella era lo más lindo que yo había conocido.

La verdad se me reveló esta mañana, cuando volví al barrio por cuestiones de trabajo, y en mi hoja de ruta leí esos nombres. Corrí hasta allí como un loco, por fin Thames se cruzaría con Superí. Y tuve la sensación de que ella estuvo esperando estos interminables años a que yo pasara por la esquina de su casa. Me quedé petrificado, aferrado al volante del auto sin respirar, mirando con temor el cruce de esas calles que jamás imaginé tan cerca, porque desde siempre, Ana  María me pareció inalcanzable.

Beatriz Fernández Vila
 

CONTARLE A DIOS (A Beatriz Fernández Vila)

 

Quisiera atravesarme por tus lluvias perennes
caminar por el río de tu mirada lejos
para que algún misterio me destape el abismo
y tu rumbo se escape por la última estrella
Quisiera bautizarte con la sangre del alba
justo a la hora tibia donde crece tu nombre
dejar caer otoños de metal y ceniza
en la región exacta donde aprieta el dolor
No sé si habrá un lugar después del tiempo
para decir las cosas que guardaban tus manos
Recuerdo tu manera de transitar la vida
vestida para siempre con antiguos silencios
cubierta para siempre por huecos desolados
viajando hacia el destino de tu propio horizonte
con esa vieja infancia mariposa de miedo
hablabas quedamente como quien acaricia
como quien vierte lunas sobre la faz del mundo
como sabiendo cosas mas allá de las cosas
Yo vi tus grandes ojos cuando ya no miraban
en la sabiduría de un osito de felpa
quedaba temerosa tu bandera de niña
con cuentos y dibujos y toda la distancia
Vos que tanto sabías de palabras y auroras
de inmortalidades y de pájaros
No sé si habrá un lugar después del tiempo
pero sería bueno contarle a Dios un poco
acerca de la ausencia
Raúl Pignolino

lunes, 9 de junio de 2014

"COPLAS DEL CHARANGO" de JAIME DÁVALOS - En la voz de Beatriz Fernández Vila:


CIUDAD DE ASFALTO ACOSTUMBRADO


Hay ecos
hay gritos dormidos
un estrepitoso ayer
que galopa con furia
hasta mis horas de hoy
y me rebela
Yo soy este otro ser
producto irremediable
de lo que antes fui
soy esta comarca con fronteras
surcada por rumbos prefijados
este ensordecido mundo
que mira sin ojos
y esgrime mentiras heredadas
aunque ya no tiene boca
Soy una mentira total
una piel que se acostumbró
al contacto rutinario
de otras pieles iguales a la mía
Soy una orden cumplida
un tiempo fijo
el sabor amargo de una tarjeta
marcada en su justo horario
el teclear incesante de una máquina de escribir
en mi puesto de oficina
Yo soy una mentira!...
alguna vez tuve ojos, boca
amargura y candor…
Y ahora
me asomo a la ventana
y otros idénticos a mí
se desgranan por las avenidas

Beatriz Fernández Vila 

*(Poema incluído en el espectáculo poético-musical “BUENOS AIRES ENTRE TODOS” del GRUPO JUANCITO CAMINADOR, 1977).

AZULGRIS


Está aquí
esta mujer nueva
indescifrable mezcla
de un guapo milonguero
y este oficinista
apresurado y opaco
que naufraga por sus venas

Está aquí
esta mujer azulgris
resuelta y coqueta
capaz de ocultar con su belleza
la rutina y el hambre

Vive aquí esta ciudad
celosamente mía
donde un Discépolo eterno
me sorprende aún con su filosofía
y un Piazzola genial
me maltrata el alma
con su “Buenos Aires hora cero”
Donde las calles despiertas
me acercan entre empujones
gritos y bocinas
que se adueñan de mis pies
Donde busco con ojos delirantes
los puentes amarillos
que Luis Alberto Spinetta
levantó para mi generación
y me asalta la bronca
porque por mi culpa
Rimbaud se quedó en las manos
de aquel  vendedor prosaico
que lo ha de volver a su estantería

Vive aquí esta mujer…
extraordinariamente nueva
donde todo se confunde
donde todo se entremezcla

Beatriz Fernández Vila 

*(Poema incluído en el espectáculo poético-musical “BUENOS AIRES ENTRE TODOS” del GRUPO JUANCITO CAMINADOR, 1977).

martes, 25 de febrero de 2014

MICRÓFONO ABIERTO - II (en la voz de la autora)



UN PACTO CON ELLA

Afuera, ella esperaba. Ansiosa como había estado en esos días. Desconfiada tal vez, por haber caído en la telaraña del jugador. Adentro, los parroquianos indolentes, se consumían en un truco manso.

Él entró, y con él, el soplo violento que los despertó del letargo. Instalado en la mesa, el naipe certero fue a parar a sus manos. En la primera vuelta lo dejó pasar, una y otra vez, lo dejó pasar. Hasta que la sustancia de esos hombres afloró plena y dispuesta a la partida.

Nadie sabe decir qué fue lo que propuso, qué ponía en juego. Pero al fin ganó la vuelta. Y se quedó adentro, en el espacio límbico, con la certeza de una noche más ganada a la suerte.

Afuera, ella se conformaba con el trueque. El perdedor la miró, y se dejó cubrir por el negro manto.

Beatriz Fernández Vila

MICRÓFONO ABIERTO - I (en la voz de la autora)




NIÑA ROTA

Yo sé porque la niña espera todavía en el patio inmenso.
Y camina las baldosas una a una, con su pie que ya no es pequeño.
La lluvia que cae
no arrastra barquitos de papel
y sólo anega su cielo de rayuela
Pero ella igual insiste en soñarse reina o princesa,
y da besos de desencanto
aunque ningún príncipe aparezca.
¿Dónde se curan las niñas a las que ya no les leen libros de cuentos?
¿Existirá un lugar para niñas rotas,
como esas clínicas de muñecas,
donde le curen el alma
y le regalen sueños nuevos?
Beatriz Fernández Vila

martes, 21 de enero de 2014

ESCARMIENTO


Resbaló serpenteando, sujeta todavía a los últimos retazos de la angustia. Los ojos hinchados, las piernas partidas por los golpes. Lejos, el caserío desdibujado en sus últimos atisbos de realidad; jirones de una existencia que la abandonaba para siempre. El frío que se le pegaba a los huesos, el desamparo que se le retorcía en las tripas. Y la sangre caliente que se abría paso en ese océano de  desesperación.

Imperio de viejos métodos;  maldad y espanto. Trabajo sucio; sin nombre, sin rostro. Y el odio, imperando como lógica absoluta de los dueños de la vida.

Un dolor antiguo se le clavó en el alma; última verdad, aún intacta. Y volvió la madrugada a husmearle la piel, trepando hasta el mendrugo escaso, para el hambre inmensa. Y el insulto, y los golpes, para acallar la osadía de desear en la tierra, los dones prometidos para la vida eterna.

La barranca empinada, se arrastraba con ella acallando los sueños, la maleza entrelazada que cubriría para siempre su cuerpo, la soledad en el grito ahogado, la noche más noche y el espanto más espanto. Y el comprender con el último suspiro, quién ejecutaba la orden.

Contra todos los pronósticos había conseguido hacer de esos pibes, hombres de bien. El haberle robado al hambre su propia vida, en la soledad de la calle, hizo de ella una madre que cobijaba sin preguntar. Tremenda culpa rescatar de la pobreza. Tremendo pecado retacearle a los poderosos el hambre de esa gente.

Cuando le vinieron con el cuento, no lo quiso creer: “El Polaquito”, le dijeron, y ella no vio al hombre hecho y derecho que hacía tiempo se apartó de su lado. Vio al indefenso que apareció un día en el comedor, con los mocos sueltos, y la barriga hinchada. Y que se fue quedando, como se quedaban todos los que podía amparar. Y siguió revolviendo guisos para que se olvidaran del olvido.

“El Polaquito”, volvieron a insistir. Y para esa altura ella ya sabía. Lo había visto alguna vez; uniforme lustroso, y orgullo prepotente. Pero tanto trabajo la hizo perderse en otros pensamientos. Olvido inconsciente, u olvido nomás, porque hay que seguir sin preguntar, sin pensar a quién.

La noche le trajo gusto a sangre, a respuesta despiadada, a poner las cosas en su sitio.”¿Sos vos?...” alcanzó a preguntar desde el dolor sin asombro, pero la vida ya se le escurría.

Escarmiento despiadado para la osadía subversiva: el hambre y la ignorancia robadas al poder. La bota se le clavó en el pecho. Ya inventarían un enfrentamiento.

Todas las noches se arrastraron detrás de aquella noche. Sin embargo, de seguir con vida lo volvería a hacer. Unas siluetas se recortaban contra la luz difusa, ella palpitaba todavía en el fondo del barranco. Allá arriba, la silueta indefensa del Polaquito; barriga hinchada, mocos sueltos. De seguir con vida lo volvería a hacer.
Beatriz Fernández Vila

*Publicado en la antología "Acaso la vida", selección de Marta Rosa Mutti 
(Editorial Dunken, Noviembre 2011). 
 

LEYENDA (EL GALOPE)


Hace tiempo que olvidamos la certeza de su origen. Creo que la historia estuvo rondando las charlas, los pensamientos y las innumerables conjeturas de este pueblo. Tal vez nunca sucedió, y sin embargo cada uno de nosotros creyó comprobarlo alguna vez.

Primero el galope se abría como un tajo en la noche oscura, incesante, tenso. Lo escuchábamos nacer desde la nada, y permanecíamos quietos todo el tiempo que duraba su insistencia. Las miradas furtivas para ver quién no temía. La respiración entrecortada esperando que se apaciguara, hasta apagarse.

Los que alguna vez se animaron a mirar, dijeron ver aquellas  figuras fantasmales empeñadas en una carrera infinita.

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Alguien había dicho en el boliche que el hijo no era de él, y eso le costó una herida fiera en la cara. Otro lanzó un gemido profundo y se quedó muerto. El ofendido escapó de allí, y cuando llegó a la casa, su mujer estaba pariendo.

El sol no había salido. La lluvia que comenzó tenue a la madrugada, arreciaba con furia hacia las ocho de la mañana. La comadrona bajó del cuarto con unos trapos ensangrentados y pidió más agua. Un tibio berrido había quebrado minutos antes el sopor de la casa. Luego, un silencio pesado y de zozobra llenó el espacio.  Eligio Benítez alcanzó a escuchar el llanto y fue el último sonido que se llevó con él. Después se marchó al tranco y se perdió en la lluvia intensa.

Los rumores de infidelidad le habían llegado un tiempo antes, a poco de casarse. Y a él no le costó mucho creerlo porque a su esposa la había comprado, como compraba todo lo que se le antojaba desde que empezó a sobrarle el dinero. Además, era cierto que ella lo trataba con desdén; con la poca estima que sienten los de su clase por aquellos que son como Eligio: carentes de la condición que no otorga el dinero, sino la estirpe. Pero el desastre económico de la familia era una vergüenza que también la rozaba, y por la que estaba dispuesta a sacrificarse hasta donde hiciera falta, aún a costa de unirse para siempre a ese infeliz  que había logrado la fortuna suficiente como para aspirar a ella.

Lo que no era cierto era lo del hijo, que en verdad era de él. Porque a Matilde Leyes le sobraba decencia hasta para serle fiel a un hombre al que no amaba.

Pero los chismes de pueblo chico, suelen incrustarse en el corazón. Más aún, si sobran motivos para creerles. Cuando aparecieron, a pesar de la bronca, supo sortearlo mientras pudo. Pero más tarde se desataron por la sangre para convertirse en un rencor sórdido que no logró soportar.

Hasta que aquella madrugada de copas, de burla solapada y de encuentro con Leandro Lugo, algo de lo que dijo otro desató la ira. Y Eligio asestó el puñal, en el cuerpo de ese hombre que no había abierto la boca. Que sólo estaba allí  porque al parecer era su hora, y cuyo único pecado fue ser su enemigo por otras cuestiones.

Cuando el cuerpo cayó, y los gritos y el asombro de los demás quedaron temblando en la atmósfera asfixiante, atinó a escapar sin que nadie corriera tras él. Sólo el galope furioso de aquel animal salido de las sombras llevando el cuerpo ensangrentado del muerto que no estaba dispuesto a perdonarlo.

Hay quienes aseguran que Leandro ya muerto alcanzó a Eligio en el camino y le dio muerte. Y quien llegó a la casa justo cuando nacía el hijo, fue su espíritu, que ya había comprendido la verdad.

Todavía los más viejos del lugar cuentan la historia como si la hubiesen vivido, porque las emociones de esa noche se mezclaron para siempre, en la imprecisión de los que creyeron estar allí.

El caserón que está a orillas del pueblo, donde comienza el “Montecito de las Ánimas”, aún hoy se conoce como la “casa de Benítez”. Y los que se atreven a pasar por el lugar en noche de tormenta, aseguran ver esas figuras fantasmales partiendo la noche con el galope furioso, que llega hasta el fondo de la casa para perderse en el silencio. Después, el tranco apacible de un caballo que se aleja, y un llanto de niño que se suspende en el aire cuando empieza a amanecer.
 Beatriz Fernández Vila

*Publicado en la antología "Los vuelos del tintero", selección de  
Roberto Barletta (Editorial Dunken, Agosto 2010).

DE ALGÚN MODO


Mientras se alejaba sintió todavía esa humedad en las manos, había percibido el charco pegajoso  aferrándose a sus pies y esa desazón que no lo abandonaba.

La historia se fue rearmando en sus recuerdos y le pareció que nada iba a quitarle la angustia que sentía. Las imágenes surgían ordenadas, minuciosas e implacables, y recordó las madrugadas trabajando en lo que había aprendido desde chico con los peones del campo, sus días junto al patrón que andaba con él de aquí para allá; que le enseñaba todo lo que sabía y lo distinguía de los demás, y el día aquél que apareció con esa mujer que presentó como la esposa.

Las cosas parecieron igual por un tiempo, pero todo cambió con la llegada del hijo. Lo recordaba bien, porque había nacido justo el día en que nació su segundo hermano. La cocinera preparó una cesta llena de mercadería como hacía siempre por orden del patrón, y le dijo que se fuera temprano porque seguramente la madre lo estaba necesitando

Y después de eso, una mañana en que la mujer del patrón lo encontró desayunando en la cocina como hacía siempre y armó un revuelo que él no entendió bien, de buenas a primeras  las puertas de la casa se cerraron sin explicación. Y buscó la respuesta por su cuenta en medio de ese desconcierto que no podía soportar. Su protector comenzó a evitarlo, y cuando lo cruzaba por casualidad, el saludo apenas susurrado le hizo entender que las cosas ya no eran igual. Repentinamente se convirtió en uno más y un resentimiento callado lo fue atrapando, mientras crecía en medio de las tareas que conocía como nadie.

Y un día, cuando al hijo del patrón se lo llevaron al mejor colegio para que comenzara los estudios, lo vió alejarse con el padre en la camioneta, y uno de los peones nuevos que al parecer sabía mucho más que él, dejó deslizar la respuesta que había estado buscando y que se tardó en encontrar “parece que al hijo legítimo hay que mandarlo a la escuela” le dijo, y el puño crispado interpretó la frase tantas veces ahogada y fue a estrellarse con furia sobre el agresor, aunque los que vieron, creyeron que el agresor era él.

No preguntó si aquello era verdad, le bastó aceptar lo que no había querido comprender: alguna que otra escena a la que no prestó atención, los hermanos que siguieron naciendo sin que él supiera quién era el padre, y el desprecio de la patrona que lo trataba con un odio que no entendía.

Se encerró en si mismo y le creció el rencor. Y al tiempo que la historia se hizo clara a su entendimiento, la rabia lo llenó de tal forma que se juró que alguno pagaría por eso.

Pero la vida sigue, tiene la empecinada costumbre de transcurrir, y cuando ya se estaba acostumbrando al lugar que le tocó, el destino le deparó esa sorpresa que no esperaba: el hijo del patrón que estaba de visita y no sabía nada de las cosas del campo, se empeñó en montar ese caballo. Y él, que había olvidado lo bravo que era. Minutos después de la orden de ensillarlo, el animal desató una carrera alocada, él detrás, simulando un galope desenfrenado para sujetarlo. Hasta que vió caer al que montaba y estrellar la cabeza contra esas piedras. El caballo sujetó un poco el impulso, retrocedió, levantó las patas y las dejó caer sobre el cuerpo inmóvil antes de marcharse ya sin apuro. Después, las manos clavadas en la tierra, las piernas tiesas y los ojos suplicantes del que agonizaba, pidiendo ayuda.

No se la dio, se sentó a su lado a contarle todas las tareas que sabía hacer en el campo y a preguntar qué cosas se aprendían en la escuela.

La sangre que surgía mansa había formado ya un charco enorme, como el que formaba la sangre de las vaquillonas que él ayudaba a carnear para el cumpleaños del patrón. Y recordó el chorro violento que saltaba del cogote degollado, los ojos enormes del animal que en su muerte parecía comprender lo que le estaban haciendo, como en ese momento su hermano comprendía el destino que el rencor había determinado para él.

Beatriz Fernández Vila
  
*Publicado en la antología "Cantares de la incordura", selección de Adriana Guerrero Medina (Editorial Dunken, Agosto 2009).