martes, 10 de julio de 2018

PRESENTACIÓN "LIRE" - EDITORIAL DUNKEN


El Domingo 20 de Mayo de 2018 en Editorial Dunken (Ciudad de Buenos Aires, República Argentina), fue presentada la Antología "LIRE", compilada por Romina Benítez.


Esta edición está enmarcada en el Programa ROI, con participación totalmente gratuita, de Editorial Dunken. En ella se incluye el cuento "HUÍDA APACIBLE" de Beatriz Fernández Vila, disponible para su lectura en este Blog.

HUÍDA APACIBLE


A las seis cuarenta y cinco llamó a la puerta. Abrió la secretaria, y él se sentó en la sala en penumbras. El bullicio de la ciudad sonaba amortiguado por el entorno confortable al que arribó después de escapar de la oficina. Se relajó en el sillón, y buscó algo para leer. En el consultorio no había revistas, sólo una pila de ejemplares especializados en congresos médicos, que abandonó después del primer vistazo para mirar hacia el ventanal que daba al jardín.

Las sensaciones que arrastraba no le impidieron distenderse. Le sorprendió gratamente la tranquilidad de ese momento. Se sentía bien al verse solo, y experimentar la comodidad que no era habitual cuando compartía el lugar con otros pacientes. Cerró los ojos. Luego los abriría a una paz profunda, donde se encontró con los ojos de esa muchacha, recostada sobre un tronco caído; con una sonrisa serena entre los labios, como disfrutando la placidez del instante. Un pequeño arroyo bajaba entre unas piedras grises, y la gramilla mojada se metía entre los pliegues de su falda. Era el atardecer, por lo visto de algún día caluroso, porque entre las ramas de los árboles se filtraba una luz rosada y la joven tenía los pies sumergidos en el agua. Su ropa era liviana, el encaje de la blusa parecía latir sobre una respiración acompasada. Un pequeño pájaro comía entre las hojas caídas. Y un sopor apacible enmarcaba el ambiente. Aturdido traspuso el espacio.

No pensaba en su salud. Una rebelión tenaz lo aferraba a la vida y suspendió la mirada en el camino que lo llevaba a la quietud de ese mundo. Sus pasos marcaron la gramilla fresca. Se detuvo a observar a la muchacha. Ella bajó la mirada. Él sólo atinó a contemplarla. “No puedo esperar toda la tarde”, le dijo seriamente perturbada. Él intentó una disculpa que calló. La tarde era tan perfecta, ya intentaría que se le fuera el enojo.

Después el doctor Blanes lo llamó con insistencia, hasta que terminó aceptando que se había marchado. Nada fuera de lo habitual, de no ser por esa sensación extraña que comparte con su secretaria desde aquella tarde. Obsesionados, porque nunca antes habían percibido la figura de aquél joven que se encuentra en el cuadro de la sala, junto a la muchacha de sonrisa serena, en el paisaje bucólico, una tarde calurosa, donde el sol se filtra entre el follaje.

Beatriz Fernández Vila
 

martes, 30 de enero de 2018

EMILIANITO


Las promesas no se hacen esperar, vuelan alborotadas y surgen a veces, de una mente siempre pronta a conseguir el doble de lo que prometen.

Ese era el caso en aquel mediodía estival ya lejano, en que pringoso y decadente metido en su traje color crema, arremetió con ganas en la comisaría del pueblo. Hacía un corto tiempo que estrenó una conciencia social, de avanzada para la época, y de preocupación para las arcas de la familia.

Pero ahí andaba Emilianito, repartiendo a diestra y siniestra socorros que nadie le pidió, y promesas incumplidas que no sorprendían ni al menos avisado.

La mañana que despertó entre sus sábanas de seda con una erupción en la piel, pasó del terror por esas manchas, a los pensamientos solidarios con una gran carga de culpa. Hizo ensillar su caballo peruano, y él, en persona, fue al pueblo a colocar un telegrama para la CALDERA, así llamaba al lugar donde habían nacido sus padres, y donde él mismo pasó parte de su infancia “llego mañana, Emiliano”, por eso, cuando en la estación del pueblo no encontró a nadie esperándolo, no pudo creer tamaña falta de respeto, aunque su nueva personalidad lo ubicó al instante, y buscó dentro de sus mejores pensamientos el bálsamo para sortear esa afrenta “no recibieron mi telegrama”, fue lo primero que pensó. Y se subió a un carro que esperaba en la estación, siempre listo para transportar lo que fuera. Era cómico ver a Emilianito con la cara todavía roja por la erupción, abanicándose con el sombrero y subido a ese carro rasposo que contrastaba con su ropa de marca italiana.

Mil veces se había propuesto buscar en su guardarropas, algún trapo que sentara mejor por esos pagos, pero era difícil, ni siquiera su ayudante personal podía socorrerlo, porque él mismo vestía de rigurosa etiqueta, con los trapos heredados de su patrón.

Irrumpió en la comisaría, acalorado y jadeante. El comisario era amigo del padre, y aunque le habían llegado comentarios sobre el cambio de Emiliano, se sorprendió al verlo con esa facha; nada menos él, que no se agachaba para no quebrar los pliegues impecables de su traje.

Un preso de los más acostumbrados cebaba mate amargo. Don Octavio, el comisario, le convidó uno que no tomó, porque todavía su cambio no era tan profundo, nunca soportó esa bebida autóctona, que iba y venía delante de sus narices en las reuniones familiares. Tan acostumbrado que estaba al Martini, más elegante, y mejor mirado en los círculos que él frecuentaba.

A Don Octavio le extrañó la visita, la comisaría no era ambiente apropiado para un Pujol. Siempre que en el pueblo se encontró a uno mezclado en un lío; peleas de adolescentes o barullos de borrachos, Don Octavio, se daba el tiempo suficiente para mandar a su ayudante, con paso más lento, si alguien de la familia andaba metido en el asunto.

El viajero sudoroso, con su último resuello, apretó fuerte la mano del comisario, más parecía un pedido de auxilio que un saludo franco. ¡Ay ay ay! ¿Quién te habrá metido en ese lío Emilianito? ¡Qué maravilla la comodidad de tu casa! Si no fuera porque te asaltaban a veces esos aires de beneficencia, te hubieses quedado entre las mieles del confort, y no allí, sudoroso y decadente frente a Don Octavio, que no salía de su asombro porque no alcanzaba a comprender lo que tramabas.

Vaya uno a saber cuál sería el motivo viniendo de esta familia. Quien más, quien menos, se desparramaba orondo en algún despacho, criando grasa y aumentando la circunferencia de su trasero. Así pues, que el benjamín de la familia, no pudo escapar al mandato impreciso de dirigir los destinos de la gente.

Algo había olfateado el comisario, porque los ademanes de Emiliano se parecían sutilmente a los de Martiniano Pujol, el tío diputado, que la familia acomodó en el cargo para mantenerlo lejos después del lío en que se metió con el tesoro de la intendencia. Gestos y actitudes copiados de aquel hombre, que ni bien volvió al pueblo investido de su nuevo cargo, parecía inalcanzable y muy alejado de aquel deshonroso asunto, como si sus manos jamás se hubieran mancillado en alguna situación profana. Inalcanzable en su pedestal, parecía rodeado de un aura inmaculada. De impecable presencia, y distante, en su puesto de político consagrado.

Por eso, cuando el comisario vio irrumpir al visitante en esa forma, y sobreponiéndose a la vergonzosa facha, algo de sus ademanes le trajo recuerdos de momentos ya vividos. Y no precisamente ese ramalazo que a veces nos sorprende, y nos coloca ante situaciones que creemos ya experimentadas. Nada que ver, aquello era otra cosa, menos etérea, más tangible.

Emiliano traía ínfulas de político, sospechosamente parecido al tío Martiniano, como si a falta de modelos a quien imitar, el sobrino hubiese calcado cada movimiento del tío en cuestión.

La revelación no se hizo esperar, el Joven se acomodó como pudo la ropa, sacudió el polvo del camino y pidió ver a los presos. El comisario se preguntó “¿para qué?”, pero jamás dudaba ante el pedido de un Pujol. Así que mandó a buscar a tres borrachos que mantenía en la comisaría para los quehaceres domésticos, y los puso en fila frente al recién llegado. Este comenzó una arenga cargada de culpas y arrepentimientos tardíos. Habló de las desdichas de los desposeídos, y cómo le dolía la abundancia de los de su estirpe.

En síntesis, que los tres que tenía delante aplaudían a todo dar, pensando que tal vez, después de los aplausos vendrían las achuras, y con éstas los vinos. No fue así, Emiliano nunca tuvo un peso para pagarse lo propio, así que terminaron todos, comiendo el guiso del comisario y pasándose unos a otros, las dos o tres cucharas que había. Si algo no se podía negar, era, que el incipiente político se acomodaba a todo, guiso había, guiso comía. Para él, no significaba un esfuerzo extra comer lo mismo que los desdichados.

Pasó allí toda la tarde. Después del almuerzo, el comisario se hizo traer su postre preferido: batatas asadas y leche. Emilianito se excusó una vez más, porque no entendía semejante combinación, para él, las batatas sólo acompañaban las carnes al horno.

Después vino la partida de Truco, que jugaba más o menos bien, y la lotería. Uno de los agentes fue amigo de la infancia de Emiliano, y conocía su escasa capacidad para aceptar la derrota, así que en vista de tantos beneficios prometidos, y si por casualidad, algo de aquello fuese cierto, se puso a cantar los números del visitante, con el sólo propósito de que ganara. Después de todo, en su incursión primera en las arenas políticas, prometió mejor comida para los presos y colchones y sábanas dignas donde apoyar el cuerpo. Por la noche, Emiliano montó en el mismo carro que lo trajo, y se fue, dejando tras de sí un sabor dudoso a promesas que nadie pidió.

“¿Qué mierda vino a hacer este acá?” Se preguntó Don Octavio en voz baja, y una rápida mirada a su alrededor, le confirmó la misma incertidumbre en los demás.

En fin, que Emilianito volvió al amparo de su casa acogedora y olvidó más rápido que urgente, las promesas dejadas atrás. Sólo en cuchicheos pueblerinos se pasaba el chisme de boca en boca, adornando la anécdota graciosamente, y sacando conclusiones tan descreídas como acertadas. Condimentada y exagerada, se siguió contando la historia hasta el cansancio, y al cabo de un tiempo, habían participado en ella más gente de la que en realidad estuvo aquel día.

En tren de ser sinceros, Emilianito, tuvo con anterioridad alguna de estas manifestaciones extrañas, aunque nunca quedaba claro cuál era el fin. Como aquella vez que se metió a bombero y llegó a lucir el traje de gala del cuerpo, a pesar de que jamás estuvo en un incendio.

Parecía entonces que había encontrado algo para hacer, ya, que decidido a tomarse un tiempo para pensar, se negó a seguir una carrera después del secundario, e invirtió algunos años en esto.

Ahí andaba, como siempre, viendo con qué lo sorprendía la vida, cuando una tarde, vio a la banda del cuerpo de bomberos cerrando en la plaza, las festividades del patrono del pueblo.

Poco le costó ponerse en la piel de aquellos hombres, si algo quiso en ese momento más que nada en este mundo, fue ese traje, y esa prestancia, y algún instrumento musical, aunque no sabía tocar ninguno.

Se soñó con esmero apagando incendios o metido en rescates valerosos, y de eso hablaba frente a sus amigos, aunque en todos los meses que duró su oficio, lo tuvieron atendiendo los teléfonos, para no desairar al padre que colaboraba diligentemente con la institución.

Una experiencia más, en el azaroso peregrinar de su espíritu inquieto. Y como un clavo saca otro clavo, olvidó rápidamente su inquebrantable vocación de bombero, para lanzarse a la aventura temeraria de un amor prohibido: el amor irrefrenable que le surgió de pronto por Alejandrina, una prima lejana, que la madre metió a monja, porque se habían terminado los candidatos apropiados con los que casó al resto de sus hijas.

Emilianito no soportó eso. Había conocido a la prima, en la misa de cuerpo presente del tío Basilio, un ignoto anciano por el que lloraban a moco tendido las dos generaciones que le antecedían, y al que no había conocido, pero por el que le hicieron guardar estricto luto. Asuntos que manejaba con esmero la abuela Graciana, que agendaba empeñosamente fechas litúrgicas, funerales, bautismos y casamientos. De estos últimos, guardaba además las tarjetas de participación, para sacar conclusiones acerca de la boda y el bautismo del primer hijo de la pareja. Si había una distancia mínima de diez meses entre ambos acontecimientos, se podía inferir que la pareja había hecho las cosas como Dios manda, asunto que la desvelaba.

Aquella mañana del funeral, de un otoño cálido, en el sopor de la capilla, entre velas encendidas y flores sofocantes; se encontró de pronto con los ojos llorosos de Alejandrina, en primera fila junto a los uniformados de la familia, ocupando un lugar de privilegio gracias a sus hábitos.

Así se manejaba aquello, lo digno adelante, lo impresentable atrás. Por eso Emilianito, que todavía no había encontrado su sitio en este mundo, fue a parar cerca de la pila bautismal, lejos del altar. De a poco se fue deslizando por los pasillos hasta quedar justo frente al muerto.

Una rápida mirada a los primeros asientos lo puso al tanto de los próximos difuntos. El olor de las flores, no lograba tapar el de naftalina que emanaba de los uniformes. Un teniente, un coronel, luciendo sus trajes de gala para rendir honores al tío Basilio que también fue un hombre de armas, metidos todos en su mundo, con el gesto lejano de la vejez, distante del protocolo del funeral.

En esas agrias cavilaciones se encontraba Emilianito, cuando los ojos verdes y enormes de su prima se encontraron con los suyos por primera vez. No pudo concentrarse más por el resto del oficio, y fue entrando en un estado de embeleso tal, que las palabras del evangelio le zumbaban lejanas en los oídos, y la imagen de Alejandrina parecía levitar en medio de un aura celeste. Volvió a la realidad cuando la misa terminaba, y una monja que acompañaba a la novicia, la metió en un coche, y se la llevó lejos, para dolor de su pobre alma.

En la comida estuvo distante. Después del almuerzo, mientras los mayores recordaban al tío Basilio y soltaban alguna que otra lágrima, los jóvenes se encerraron en el jardín de invierno para contarse las últimas novedades y disfrutar a sus anchas, sin guardar las apariencias por un muerto que no conocían.

Emiliano no sólo no probó bocado, sino, que no paró un minuto de averiguar con cuantos pudo, acerca de aquella belleza arrancada injustamente de la vida mundana, y que pasó a ser el único motivo por el que se jugaría la propia vida, si fuese necesario.

Y para concretar su plan, echaría manos de su tía Amelia, que guardaba tanta información como la abuela Graciana.

La tía Amelia, era una persona a quien no se podía abordar con facilidad, pero a Emilianito, le sobraba astucia para meterse en el bolsillo a unas cuantas como ella. Y como la vio charlando con la monja que acompañaba a Alejandrina, se acercó con cara de inocente, aparente desinterés, y como quien no quiere la cosa, le sacó todo lo que quería saber.

En fin, que a la mañana siguiente montado en el peruanito, inseparable compañero de todas sus andanzas, se presentó ante la madre superiora del Divino Rostro, el internado donde su prima cursaba el noviciado.

En esa ocasión, contó con la inestimable ayuda de su apellido una vez más y la ignorancia de la monja sobre su trayectoria. Y aunque ésta no entendió bien qué lo llevaba por ahí, terminó seducida por aquel joven de modales seguros y refinados, que le propuso vaya a saber qué ayuda para las alicaídas arcas de la orden. En síntesis, que Emilianito iba en camino a entrevistarse con el propio obispo. Actitudes así, eran propias de él. Mientras acariciaba el sueño que tenía entre manos, cada paso dado para alcanzarlo, era vivido con arrojo, ponía allí toda su fuerza, su esperanza, y su candor. Este último aspecto de su personalidad, lo llevaba a imaginar empresas alocadas con absoluta naturalidad. Por eso creyó que ese sería el modo de acercarse a su amada. Nada más lejano. Mientras él se deshacía en artilugios, la madre de Alejandrina encontró al hombre que soñaba para su hija, y la sacó del convento. Justo cuando Emiliano intentaba convencer al padre de una donación, paso previo al rapto, porque lo del dinero era una maniobra de distracción, ya tenía montada una hazaña temeraria en la que se soñaba amado por la mujer de sus sueños, con quien sólo había cruzado miradas en un funeral.

La plata nunca llegó, porque hubo que levantar los ánimos del donante con un viaje a las sierras, alejarlo del amor imposible, ya que la abuela se había jurado que mientras ella estuviera sobre la tierra, jamás nadie de su familia cometería esa desvergüenza “nadie le arrebata a Dios lo que le pertenece” había sentenciado.

Pero Emilianito se reponía fácilmente de sus heridas. Una mente diligente, pronto estaría al servicio de otra arriesgada empresa.

Parecía que la providencia lo asaltaba a cada instante, porque la siguiente hazaña no se hizo esperar. En la madrugada sofocante, de un enero despiadado, despertó de una borrachera que no recordaba dónde la había encontrado, y se vio de pronto junto al montecito de las ánimas. No supo si por las copas, o por la fama del lugar, lo cierto es que creyó ver la figura conocida de la vieja leyenda contada mil veces por los criados de su casa.

La aparición fantasmal le confirmaba la existencia de un tesoro en ese sitio. Creencia arraigada en ese pueblo, donde las historias de tesoros escondidos durante las distintas guerras, iban acompañadas siempre de estas apariciones; almas en pena, que no podían despegar de las pertenencias que las ataban a este mundo.

Por eso no dudó, la creencia se respetaba sin vacilar. Donde hay apariciones, hay tesoros ocultos. Y ya que había vuelto a la vida después del amor impropio, qué mejor, que meterse de lleno en la próxima aventura.

En la madrugada aquella, cuando la aparición le quitó la borrachera, fue a golpear la puerta de Velásquez para pedirle el aparato de encontrar tesoros, y salió como rata por tirante, porque si bien la casa parecía ya en pie, por algunas luces prendidas y porque sabía, que Velásquez comenzaba el trajín muy temprano, lo que ignoraba, era que su mujer padecía de insomnio, y acababa de conciliar el escaso sueño que lograba cada noche.

Y Emilianito, que no sabía donde estaba parado, fue a golpear la puerta, acicateado por aquella fuerza interior que lo llevaba a todas partes sin medir las consecuencias.

Fue tal el escándalo que desató con los perros de la casa, que la mujer de Velásquez se despertó furiosa y gritando en tono poco amigable.

En medio de los gritos destemplados, el dueño de casa trataba de explicarle que jamás encontró algún tesoro. Que eran habladurías, y que la reciente fortuna que disfrutaba, se debía sólo a un golpe de suerte del más acá y que nada tenía que ver con favores de almas en pena del más allá.

Tal vez el hombre no fue muy convincente, porque una mañana encontraron a Emiliano en el montecito, desmayado, bajo la ramazón seca de un árbol. A su lado, el pozo que había logrado cavar, y algunos elementos, supuestamente de medición, que no tenían ningún rigor científico.

La aventura le costó un viaje a Buenos Aires para arreglar algunos huesos rotos, y de paso, quizás los vientos de la ciudad, le aquietarían esa mente incansable.

Siempre anduvo medio a la deriva, repartiendo su vida entre actos inconscientes y actitudes de arrojo, más para la leyenda, que para el servicio desinteresado. Pero, ¿Por qué no recibirlo aquel día en la comisaría?, si se hablaba de un cambio en su persona. Si bien la visita sorprendió, y despertó suspicacias, el asunto terminó felizmente meses después, cuando lo prometido llegó, justo cuando Emilianito se lanzaba de lleno al ruedo político. Con algo había que cumplir, si iba a dedicarse a esto.

Buen comienzo para el Emiliano de hoy, que se ve tan asentado, con su calva consumada, la barriga prominente, y el culo acostumbrado a la banca. Tan cómodo en su puesto de diputado, como quien supiera por qué pelea. Besando niños para las cámaras de televisión y las portadas de los diarios. Moldeado en las fraguas quijotescas de ayer, para los problemas de hoy, aunque no se trate de robar primas consagradas al amor de Dios, o buscar tesoros con instrumentos ineficaces.

Todavía hoy, en su vejez, se lo ve locuaz como siempre, regodeándose en cada frase ampulosa que pronuncia como si él mismo la creyera, defendiendo los intereses del pueblo, como le gusta decir.

Que naciste para brillar no se duda, ¡ay Emilianito!, tan esforzado en tu juventud, cada hazaña rindió sus frutos. Escuchándote, quién pondría en tela de juicio que conocés el sabor escaso de los guisos populares, y la entrega sin límites de jugarse la vida con arrojo. Una vida azarosa destilando adrenalina, igual que ahora, jugándote por la gente, tan en carne viva en tiempo de elecciones, y tan distante de los problemas que te ocupan.

Beatriz Fernández Vila

lunes, 29 de enero de 2018

RÉMORAS (REPRESOR)


Tiene una piel traslúcida y unas venas azules se le dibujan en la frente. Me abre la puerta, y es lo primero que veo mientras él escruta mi mirada; la desafía; sabe que no se la puedo sostener, como si la culpable fuese yo. No responde a mi saludo, y no me extraña. Gira sobre sí mismo, enérgico, y me conduce hacia un lugar, donde una anciana que es su madre se pierde en un torbellino de sábanas y almohadas, en medio de una enfermedad que yo debo aliviar, aunque parece escurrirse por un túnel incierto de diagnósticos y medicinas imprecisas.

¿Qué hace que una médica de guardia como yo, se cruce en su camino? Él sabe que sé, que los diarios me muestran su foto. Pero ella está ahí, tierna, endeble. Y yo estoy para buscar las rémoras de una tos, palpar con mis manos los tramos ajados del cuerpo de esa mujer acabada.

- Es aquí -me dice, y la tétrica humedad de las paredes se vuelve un fantasma amenazante, se precipita sobre mis viejos miedos. Pero él se desplaza por este departamento en ruinas, ajeno a la sordidez que lo rodea.

Esta es otra realidad, me repito. Una realidad donde somos iguales. Nada hará que yo me comporte como él. Y nadie le provocará jamás el daño que él provocó sin pudor.  Me extraña descubrirle el gesto de preocupación por la salud de su madre, porque íntimamente decreto que ese ser es incapaz de cualquier ternura.  La trata con delicadeza, mientras le anuncia mi visita. Ella lo observa desde una neblina espesa, con ojos de olvido, o de ignorancia. De no saber quién es su hijo, y qué hacía con esas manos fofas, que ahora cruza detrás de la espalda, después de ofrecerme un café. Se lo agradezco y me niego. Intento un comportamiento profesional. Escarbo en mi mente para encontrar las palabras precisas, y abocarme a mi interés de ese momento. Pero la náusea se impone. Me pregunto qué hago ahí.

“Estamos viviendo en una ciudad endemoniada” grita irascible, un afamado periodista, refiriéndose al tránsito, pero involucrando en el comentario su intolerancia.  Desde algún lugar de la casa el televisor repica la frase y él coincide en la apreciación.

- Así es, estamos en un país endemoniado ¿No le parece? -pregunta mientras modula marcadamente las palabras, y busca mi complicidad.

- No me atrevería a decir tanto -suelto casi sin darme cuenta, y me escudo tras las indicaciones para la paciente.

- ¿Tiene un nebulizador?

- ¿No le parece de terror? Hasta el tránsito es de terror.

No escuchó mi pregunta y arremetió otra vez con la suya. Intimidante. Usa la palabra terror como si fuese ajena a su mundo.

- No me parece, hay cosas peores -arriesgo, con la intención de decir algo más.

- Después de todo, ¿qué me importa? Tiene razón usted. Hay cosas peores. A este país le hace falta disciplina, una mano dura. Ojos vigilantes. Pero el día que aprendamos eso será tarde.

Detrás de esos ojos fríos, escondido en ese gesto de desprecio, hay un consumado provocador que se está ejercitando conmigo. Me pregunta si su madre sanará. Si no le haré perder el tiempo precioso que le hicieron perder los otros médicos. Desde su soberbia, supone que debo sanar sin demoras a un paciente que acabo de conocer. Y mientras mi cabeza se pierde por un instante de allí, como un autómata repito indicaciones rutinarias, que tendría que observar cualquier paciente en estos casos. Pero él me clava una mirada entre amenazante y cómplice, buscando algún trato especial por tratarse de su madre. Aún en la decadencia, su incapacidad para aceptar que algo escape a sus designios está intacta.

- ¿Usted es de acá, verdad? Digo… ¿de este país?

Respondo que sí. Tal vez mi aspecto le denuncie algún origen que no considera digno de habitar su mismo espacio. Pregunta si mis padres también. Con el desparpajo de manejarse por encima de los demás, insiste en su interrogatorio; el viejo oficio que no está dispuesto a resignar.

Rechinan los flejes del sillón de pana verde que está junto a la cama, deja caer su pesada figura en él y la mirada impúdica sigue deslizándose sobre mis movimientos. Percibo un temblor en mí, y me incomoda. Tengo ante mis ojos la dimensión exacta de que él está en libertad. Un fuerte olor a quemado llega hasta el cuarto y sale corriendo de golpe. Vocifera, insulta y regresa luego con aires de derrota. Acaba de estropear su almuerzo. No soporto ese instante doméstico y pueril. Me cuesta verlo en su cotidianeidad, en la que no puedo olvidar otros momentos de su vida. Acomodo las almohadas para que su madre se incorpore. Se escurre entre mis manos su cuerpo distante.

- Me muero si le pasa algo -me dice- ¿Sabe qué? Ella es lo mejor que tengo.

Su sentimiento me resulta obsceno.  No lo creo digno de éste por lo menos, que me expresa como si yo tuviera la obligación de comprenderlo.

- Es lo único valioso que tengo.

Me pregunto si hay alguien más en su vida. Y me quedo muda, porque a cada frase que pasa por mi cabeza la desarma el asco. Estoy resignada a compartir todo el tiempo que haga falta con él, mientras esperamos la ambulancia para trasladar a la enferma. Pienso que esa persona que tengo frente a mí vivió en constante desequilibrio, como ahora; en que por momentos la preocupación por la enfermedad lo sobrepasa, e inmediatamente cambia de tema saltando de una situación a otra. Hay dos monstruos en él; el que fue, y el que sigue siendo, que se regodea en la banalidad de frases comunes que dispara sin pudor, y que muestra una fragilidad que sepulta en ademanes soberbios. No da cuentas de su final, pero lo veo como una bestia enjaulada.

- ¿Así que para usted vivimos en un país ideal?

No respondo.

- Mire, le voy a decir algo. ¿Sabe por qué este país está lejos de ser un país ideal? Porque acá todos creen que tienen derecho a mandar. Y acá si hay algo que no se puede, es que todos tengan razón; algunos tienen razón, y el resto tiene que obedecer. Si no, la cosa no marcha ¿No le parece? El orden y el respeto es lo principal. Y las cosas en su lugar. Están los que saben, como usted y están los que no saben. Y los otros, los que dicen lo qué se debe hacer.

Tal vez imagina que debo agradecerle su deferencia de buscar para mí un lugar destacado; me incluye entre los que saben. No dice que puedo expresar mi opinión.  Porque nada me habilita a pertenecer a su casta. Yo también estoy para seguir sus designios, para que este país sea su paraíso ideal. Se retrata solo, cada frase que le surge desnuda un alma pobre, que evalúa como una injusticia la justicia de que esta sociedad siga en pie.

Llega la ambulancia, mis horas en esta cárcel están por terminar. Esta es su prisión aunque él no lo vea así. El país sigue siendo ese bullicio de pujas y pensamientos que él quiere acallar, y en que la justicia lenta, le asegura por ahora esta especie de libertad a plazos.

Sin darme cuenta, a pesar de las heridas, yo también sobreviví al cataclismo de mi generación. Estoy de pie; en llagas o cicatrices, no lo sé. Capacitada para ser esto que soy, esto que quedó de mí en el dolor.

Me dispongo a preparar a la enferma. Las bromas de César vuelven a mí. “Negrita, siempre la misma chambona vos. ¿Cuándo vas a aprender que los hígados son los hígados, y el pulmón es el pulmón? A partir de hoy, podrás consultar con un experto ¿A ver qué dicen ahora los compañeros de la Villa?  ¿A ver qué piensan del matasanos con diploma?” Y la voz de Clara, que me había abrazado fuerte, esa tarde en la puerta de la facultad, porque los dos consiguieron sus títulos.

Por la ventana del cuarto entran amortiguados los sonidos de la calle, y el aletear cercano de unas palomas, que se arrullan como en cualquier otro lugar de la ciudad, ausentes de que en esta casa habita la muerte.

Beatriz Fernández Vila

sábado, 27 de enero de 2018

DOCUMENTAL: NACIMIENTO DE "JALEA DE DUENDES"


Video documental de la presentación del libro de cuentos infantiles "Jalea de duendes", de Beatriz Fernández Vila, ilustrado por Milagros Cabrera. En Editorial Dunken, Ciudad de Buenos Aires, República Argentina, el Viernes 25 de Noviembre de 2016.

Con: Milagros Cabrera, Raúl Pignolino, Ramón Oscar Sosa, Dany Pereyra, Ricardo Cabrera, Tony Fiorentino y Carlos Migliore Bataller.

Dirigido por Florencia Falchi.


DIGO TU MUERTE (A Beatriz Fernández Vila)


Digo tu muerte
y me parece un sueño,
detrás del viento
sube la mañana
por una torre desierta.
Tu rostro apenas aparece
y siento
que nunca fue
tu mortal partida.
Digo tu muerte
y me parece
que fue
una historia incierta
y la noche
es un pájaro que cae
hacia el no creer
hacia la nada.

Beatriz Arias





(Escrito el 1 de Enero de 2013 - Publicado en el libro de poemas “y la llovizna leve”, de Beatriz Arias, Escritora y Poeta Argentina - Alción Editora, Marzo de 2015, Córdoba, República Argentina).
 

martes, 23 de enero de 2018

TEATRO EN RADIO - II - "MIEDOS-MEDIOS"



Versión teatralizada para radio, del cuento "Miedos-Medios",
de Beatriz Fernández Vila.

Presentación y cierre: Isabel Pisano.
Voces: Dora Sajevicas, Isabel Pisano, Paulo San Martín y Enrique Dimasi.

Emitido en el año 2016 en "Las Noches y los Cuentos", Radio Splendid AM 990. Actualmente, la mayor parte del elenco de dicho programa realiza el ciclo "Radio Ficción por las Noches", Radio Solar (online).
 

TEATRO EN RADIO - I - "ANA MARÍA"


 

Versión teatralizada para radio del cuento "Ana María",
de Beatriz Fernández Vila.

Presentación y cierre: Isabel Pisano.
Voz: Enrique Dimasi.

Emitido en el año 2016 en "Las Noches y los Cuentos", Radio Splendid AM 990. Actualmente, la mayor parte del elenco de dicho programa realiza el ciclo "Radio Ficción por las Noches", Radio Solar (online).

lunes, 22 de enero de 2018

NOCHES DE METAL


La madrugada vomita un viento helado, lo lanza de golpe a las calles vacías donde por las noches realiza las rondas. Siente una punzada aguda en medio del pecho, o en el estómago, no lo sabe. Se lleva la mano por instinto al lugar.

¡Apuren!  ¡Llévense a esta!… esta… y este, que tiene cara de querer cantar. La sirena ululante se abre paso en la noche metálica y él se escurre en el asiento de atrás apretado al arma, ese pedazo de hierro helado que al comienzo lo hacía un héroe.

Mañana…  Te veo mañana. Ahora se me corta la llamada ¿Tanto me extrañás? Recién pasé por ahí, te vi, estabas cerrando el puesto. ¿Hasta qué hora te hacen laburar esos desgraciados? ¿No tenés frío en medio de esa calle? Ella sonríe y él lo adivina a través del teléfono. Hasta mañana, dice, y se recuesta en la pared descascarada. El cuarto es lúgubre, un pasillo maloliente lo lleva hasta las celdas húmedas.

-¿Qué puede saber...Bermúdez?... Si es una piba…

-¡Vos metele nomás! Estas ratas nunca fueron pibas. Estas ya nacen con el cerebro podrido y lleno de ideas raras ¡Vos metele nomás!

Cuando el agua se derrama sobre el pecho, los pezones se erizan, el vientre se contrae, y las piernas trémulas se descalabran.

¡Qué cara pendejo, estás cagado de miedo! Que no lo sepa el jefe, porque capaz que se calienta, y sos vos el que termina en la parrilla. El vómito se le escapa, y corre al baño. Bermúdez se queda muerto de risa entre los gritos; él los sigue escuchando en el fondo del pasillo. Cuando pasa frente a las celdas, una mujer lo mira. La risa se repite incesante, repica en las paredes oscuras, se derrama como un insulto y no apaga el dolor.

Cuando regresa, la chica sigue temblando en sacudones espasmódicos. Los que se habían quedado, están más calmos. Uno se sacó el cinturón y recorre las heridas con la hebilla, la chica contrae el cuerpo al contacto, el otro, un grandote torpe de pelo hirsuto, se estremece ante el disfrute de un placer infinito.

Después llega a su casa; la ducha reparadora, el plato de comida caliente, y el cansancio que una madre abnegada le calma con un té dulce y galletas caseras, las mismas que su gula infantil devoraba sin tregua.

Está destruido, la noche fue larga; antes, bibliotecas devastadas y libros destripados.

¡Estos hijos de puta! había dicho Bermúdez ¿Me querés decir, para qué mierda estos hijos de puta tienen tantos libros? Mirá pendejo, esto es una bosta. Cuando todo termine por fin vamos a respirar. Ahora cuesta, es mucho trabajo, y peligroso, vos sabés que es peligroso. Pero cuando esto termine, vamos a festejar por toda la porquería que ahora nos tenemos que comer. Por fin todo quedará en paz, sin estas basuras llenas de odio y violencia. ¿Te creés que mis nietos no merecen un país como el que le vamos a dejar? Mis nietos, y tus hijos…  porque vas a tener hijos, pendejo. ¿Porque… la minita esa va en serio, no? Che… ¿Esa estará limpia? ¿O habrá que investigarla un poco?

La frase le provocó la misma náusea que los gritos de todas las noches. Está limpia, dijo, y le tembló la voz mientras se enfrentaba a la risotada impiadosa. ¡Es una joda! Si se ve que es una piba decente. Mirá… las pibas que laburan son decentes, las locas, las que están llenas de pajaritos en la cabeza, esas… van a la Facultad. Hiciste bien, buscaste una tranquilita, después de doce horas en el puesto de diarios no creo que le queden ganas de joder, además con el padre enfermo...

Él nunca comentó lo del padre enfermo. Pensó en su perfume, y en las caricias apuradas que buscaba desesperado. Mañana la vería.

Después del franco se incorporó en el horario de la tarde. Un silencio lúgubre lo recibió en el pasillo. Bermúdez no estaba. Junto a la camilla, un hombre que no conocía devoraba un guiso grasiento. ¿Quién puede tener hambre en ese lugar? Saludó tímidamente y nadie le respondió. El del guiso soltó un eructo. No sos de este turno, le dijo uno que estaba junto al ventiluz mirando la calle. Contra la pared descansaban dos hombres que lo miraron con desprecio. Le extrañó el silencio. Alguien le había comentado que las tardes eran tranquilas. Se sintió incómodo junto a los desconocidos y salió para encender un cigarrillo.

En el baño chorreaba una canilla, y fue a mirar, la chica de la otra noche estaba lavándose una herida en el pie, tenía los labios destrozados, era de verdad muy joven; de la edad de su hermana tal vez, pensó en los chocolates que le había comprado y que olvidó entregarle. La chica lo miró con pena. Después uno de los desconocidos vino a buscarla para llevarla junto a los otros. La empujó con la bota para que se incorporara, y en la espalda reventó una herida, que le mojó despacio la blusa, que era un trapo arrebatado de sangre seca. Después le arrojó en la cara un manojo de ropa limpia. Nos vamos de paseo, le dijo, ponete linda.

Cuando vino Bermúdez, dijo que eran unos hijos de puta que ya se la iban a pagar. ¡Con la pendeja no! gritó, mientras daba un puñetazo en la pared. Él no entendió.

Por la noche no hubo trabajo. Encendieron las luces, y miraron televisión, en ese momento era espectador de la película que vivía a diario; colectivos detenidos y todos abajo para la requisa. El periodista decía que de a poco volvía la tranquilidad al país. Después hablaron de enfrentamientos y el triunfo de las fuerzas de seguridad.

Recordó que en el bolso su hermana había guardado un poco de galletitas; convidá a tus compañeros, le había dicho, y se le cruzaron las caras de los tipos de la tarde, dio un golpe seco contra el paquete para destruirlas. Después lo abrió, y el repasador impecable con el que su madre las había envuelto estaba manchado. La angustia le cerró la garganta.

Después entró Bermúdez, indignado, diciendo que se las pagarían, que a él nadie lo saca del medio. Que tenía bien ganado su lugar. El silencio se derramaba pesado. Hoy no hay laburo, le dijo, si querés andate, te llamo cuando arregle todo. Pero un murmullo denso empezó a tomar cuerpo desde el estacionamiento; reconoció el trajinar apresurado, las puertas de los autos abriéndose, los gritos enérgicos.

Un desconocido que abrió la puerta del cuarto con una patada, que no saludó, ni se cuadró ante Bermúdez, traía unas cajas de vinos, lo seguía otro que procedió igual.

El que parecía el jefe los saludó con desdén. En ese momento sonó el teléfono del despacho que había permanecido cerrado toda la tarde. ¡No me llames aquí!, gritó exasperado. ¿Para qué me diste el número? preguntó ella.  Está bien, pero no exageres, es mi trabajo, no conviene que me molestes, volvió a insistir, ya más calmo. Después se dulcificó. Falta poco Negrita, mañana nos vemos. Ayer dijiste lo mismo, y no viniste, estuve hasta tarde, cerré el puesto y me quedé en la esquina esperando, pasó el auto que te trae siempre, el señor ese que va con vos, me saludó. El miró a Bermúdez, justo cuando sacaba un vino de una caja, uno de los que la había dejado sobre la mesa, le detuvo la acción con un revólver que llevaba en la mano, y le echó una mirada rotunda.
 
Bermúdez salió del cuarto sin hablar, y los otros se quedaron. Por la escalera subían a los que habían traído esa noche. ¡Esta noche pura joda! Gritó uno de los nuevos, mientras se secaba la boca después de tomar vino de la botella.

Él se echó a correr, y ganó la calle. El chirriar de gomas de los autos, gritos, sirenas, portazos, y ese olor… ese olor, y ese temblor exasperante de los miembros y el cuerpo estremecido. La ternura de su madre, la frialdad de esa tumba, y las caricias de la Negrita que es una piba decente como dice Bermúdez, pero que no logra con el aroma dulce de su piel, borrarle el acre del horror. 

Beatriz Fernández Vila