Las promesas no se hacen esperar, vuelan alborotadas y
surgen a veces, de una mente siempre pronta a conseguir el doble de lo que
prometen.
Ese era el caso en aquel mediodía estival ya lejano, en que
pringoso y decadente metido en su traje color crema, arremetió con ganas en la
comisaría del pueblo. Hacía un corto tiempo que estrenó una conciencia social,
de avanzada para la época, y de preocupación para las arcas de la familia.
Pero ahí andaba Emilianito, repartiendo a diestra y
siniestra socorros que nadie le pidió, y promesas incumplidas que no
sorprendían ni al menos avisado.
La mañana que despertó entre sus sábanas de seda con una
erupción en la piel, pasó del terror por esas manchas, a los pensamientos
solidarios con una gran carga de culpa. Hizo ensillar su caballo peruano, y él,
en persona, fue al pueblo a colocar un telegrama para la CALDERA, así llamaba
al lugar donde habían nacido sus padres, y donde él mismo pasó parte de su
infancia “llego mañana, Emiliano”, por eso, cuando en la estación del pueblo no
encontró a nadie esperándolo, no pudo creer tamaña falta de respeto, aunque su
nueva personalidad lo ubicó al instante, y buscó dentro de sus mejores
pensamientos el bálsamo para sortear esa afrenta “no recibieron mi telegrama”,
fue lo primero que pensó. Y se subió a un carro que esperaba en la estación,
siempre listo para transportar lo que fuera. Era cómico ver a Emilianito con la
cara todavía roja por la erupción, abanicándose con el sombrero y subido a ese
carro rasposo que contrastaba con su ropa de marca italiana.
Mil veces se había propuesto buscar en su guardarropas,
algún trapo que sentara mejor por esos pagos, pero era difícil, ni siquiera su
ayudante personal podía socorrerlo, porque él mismo vestía de rigurosa
etiqueta, con los trapos heredados de su patrón.
Irrumpió en la comisaría, acalorado y jadeante. El comisario
era amigo del padre, y aunque le habían llegado comentarios sobre el cambio de
Emiliano, se sorprendió al verlo con esa facha; nada menos él, que no se
agachaba para no quebrar los pliegues impecables de su traje.
Un preso de los más acostumbrados cebaba mate amargo. Don
Octavio, el comisario, le convidó uno que no tomó, porque todavía su cambio no
era tan profundo, nunca soportó esa bebida autóctona, que iba y venía delante
de sus narices en las reuniones familiares. Tan acostumbrado que estaba al
Martini, más elegante, y mejor mirado en los círculos que él frecuentaba.
A Don Octavio le extrañó la visita, la comisaría no era
ambiente apropiado para un Pujol. Siempre que en el pueblo se encontró a uno
mezclado en un lío; peleas de adolescentes o barullos de borrachos, Don
Octavio, se daba el tiempo suficiente para mandar a su ayudante, con paso más
lento, si alguien de la familia andaba metido en el asunto.
El viajero sudoroso, con su último resuello, apretó fuerte
la mano del comisario, más parecía un pedido de auxilio que un saludo franco.
¡Ay ay ay! ¿Quién te habrá metido en ese lío Emilianito? ¡Qué maravilla la comodidad
de tu casa! Si no fuera porque te asaltaban a veces esos aires de beneficencia,
te hubieses quedado entre las mieles del confort, y no allí, sudoroso y
decadente frente a Don Octavio, que no salía de su asombro porque no alcanzaba
a comprender lo que tramabas.
Vaya uno a saber cuál sería el motivo viniendo de esta
familia. Quien más, quien menos, se desparramaba orondo en algún despacho,
criando grasa y aumentando la circunferencia de su trasero. Así pues, que el
benjamín de la familia, no pudo escapar al mandato impreciso de dirigir los
destinos de la gente.
Algo había olfateado el comisario, porque los ademanes de
Emiliano se parecían sutilmente a los de Martiniano Pujol, el tío diputado, que
la familia acomodó en el cargo para mantenerlo lejos después del lío en que se
metió con el tesoro de la intendencia. Gestos y actitudes copiados de aquel
hombre, que ni bien volvió al pueblo investido de su nuevo cargo, parecía
inalcanzable y muy alejado de aquel deshonroso asunto, como si sus manos jamás
se hubieran mancillado en alguna situación profana. Inalcanzable en su
pedestal, parecía rodeado de un aura inmaculada. De impecable presencia, y
distante, en su puesto de político consagrado.
Por eso, cuando el comisario vio irrumpir al visitante en
esa forma, y sobreponiéndose a la vergonzosa facha, algo de sus ademanes le
trajo recuerdos de momentos ya vividos. Y no precisamente ese ramalazo que a
veces nos sorprende, y nos coloca ante situaciones que creemos ya
experimentadas. Nada que ver, aquello era otra cosa, menos etérea, más
tangible.
Emiliano traía ínfulas de político, sospechosamente parecido
al tío Martiniano, como si a falta de modelos a quien imitar, el sobrino
hubiese calcado cada movimiento del tío en cuestión.
La revelación no se hizo esperar, el Joven se acomodó como
pudo la ropa, sacudió el polvo del camino y pidió ver a los presos. El
comisario se preguntó “¿para qué?”, pero jamás dudaba ante el pedido de un
Pujol. Así que mandó a buscar a tres borrachos que mantenía en la comisaría
para los quehaceres domésticos, y los puso en fila frente al recién llegado.
Este comenzó una arenga cargada de culpas y arrepentimientos tardíos. Habló de
las desdichas de los desposeídos, y cómo le dolía la abundancia de los de su
estirpe.
En síntesis, que los tres que tenía delante aplaudían a todo
dar, pensando que tal vez, después de los aplausos vendrían las achuras, y con
éstas los vinos. No fue así, Emiliano nunca tuvo un peso para pagarse lo
propio, así que terminaron todos, comiendo el guiso del comisario y pasándose
unos a otros, las dos o tres cucharas que había. Si algo no se podía negar,
era, que el incipiente político se acomodaba a todo, guiso había, guiso comía.
Para él, no significaba un esfuerzo extra comer lo mismo que los desdichados.
Pasó allí toda la tarde. Después del almuerzo, el comisario
se hizo traer su postre preferido: batatas asadas y leche. Emilianito se excusó
una vez más, porque no entendía semejante combinación, para él, las batatas
sólo acompañaban las carnes al horno.
Después vino la partida de Truco, que jugaba más o menos
bien, y la lotería. Uno de los agentes fue amigo de la infancia de Emiliano, y
conocía su escasa capacidad para aceptar la derrota, así que en vista de tantos
beneficios prometidos, y si por casualidad, algo de aquello fuese cierto, se
puso a cantar los números del visitante, con el sólo propósito de que ganara.
Después de todo, en su incursión primera en las arenas políticas, prometió
mejor comida para los presos y colchones y sábanas dignas donde apoyar el cuerpo.
Por la noche, Emiliano montó en el mismo carro que lo trajo, y se fue, dejando
tras de sí un sabor dudoso a promesas que nadie pidió.
“¿Qué mierda vino a hacer este acá?” Se preguntó Don Octavio
en voz baja, y una rápida mirada a su alrededor, le confirmó la misma
incertidumbre en los demás.
En fin, que Emilianito volvió al amparo de su casa acogedora
y olvidó más rápido que urgente, las promesas dejadas atrás. Sólo en cuchicheos
pueblerinos se pasaba el chisme de boca en boca, adornando la anécdota graciosamente,
y sacando conclusiones tan descreídas como acertadas. Condimentada y exagerada,
se siguió contando la historia hasta el cansancio, y al cabo de un tiempo,
habían participado en ella más gente de la que en realidad estuvo aquel día.
En tren de ser sinceros, Emilianito, tuvo con anterioridad
alguna de estas manifestaciones extrañas, aunque nunca quedaba claro cuál era
el fin. Como aquella vez que se metió a bombero y llegó a lucir el traje de
gala del cuerpo, a pesar de que jamás estuvo en un incendio.
Parecía entonces que había encontrado algo para hacer, ya,
que decidido a tomarse un tiempo para pensar, se negó a seguir una carrera
después del secundario, e invirtió algunos años en esto.
Ahí andaba, como siempre, viendo con qué lo sorprendía la vida,
cuando una tarde, vio a la banda del cuerpo de bomberos cerrando en la plaza,
las festividades del patrono del pueblo.
Poco le costó ponerse en la piel de aquellos hombres, si
algo quiso en ese momento más que nada en este mundo, fue ese traje, y esa prestancia,
y algún instrumento musical, aunque no sabía tocar ninguno.
Se soñó con esmero apagando incendios o metido en rescates
valerosos, y de eso hablaba frente a sus amigos, aunque en todos los meses que
duró su oficio, lo tuvieron atendiendo los teléfonos, para no desairar al padre
que colaboraba diligentemente con la institución.
Una experiencia más, en el azaroso peregrinar de su espíritu
inquieto. Y como un clavo saca otro clavo, olvidó rápidamente su inquebrantable
vocación de bombero, para lanzarse a la aventura temeraria de un amor
prohibido: el amor irrefrenable que le surgió de pronto por Alejandrina, una
prima lejana, que la madre metió a monja, porque se habían terminado los
candidatos apropiados con los que casó al resto de sus hijas.
Emilianito no soportó eso. Había conocido a la prima, en la
misa de cuerpo presente del tío Basilio, un ignoto anciano por el que lloraban
a moco tendido las dos generaciones que le antecedían, y al que no había
conocido, pero por el que le hicieron guardar estricto luto. Asuntos que
manejaba con esmero la abuela Graciana, que agendaba empeñosamente fechas
litúrgicas, funerales, bautismos y casamientos. De estos últimos, guardaba
además las tarjetas de participación, para sacar conclusiones acerca de la boda
y el bautismo del primer hijo de la pareja. Si había una distancia mínima de
diez meses entre ambos acontecimientos, se podía inferir que la pareja había
hecho las cosas como Dios manda, asunto que la desvelaba.
Aquella mañana del funeral, de un otoño cálido, en el sopor
de la capilla, entre velas encendidas y flores sofocantes; se encontró de
pronto con los ojos llorosos de Alejandrina, en primera fila junto a los
uniformados de la familia, ocupando un lugar de privilegio gracias a sus
hábitos.
Así se manejaba aquello, lo digno adelante, lo impresentable
atrás. Por eso Emilianito, que todavía no había encontrado su sitio en este
mundo, fue a parar cerca de la pila bautismal, lejos del altar. De a poco se
fue deslizando por los pasillos hasta quedar justo frente al muerto.
Una rápida mirada a los primeros asientos lo puso al tanto
de los próximos difuntos. El olor de las flores, no lograba tapar el de
naftalina que emanaba de los uniformes. Un teniente, un coronel, luciendo sus
trajes de gala para rendir honores al tío Basilio que también fue un hombre de
armas, metidos todos en su mundo, con el gesto lejano de la vejez, distante del
protocolo del funeral.
En esas agrias cavilaciones se encontraba Emilianito, cuando
los ojos verdes y enormes de su prima se encontraron con los suyos por primera
vez. No pudo concentrarse más por el resto del oficio, y fue entrando en un
estado de embeleso tal, que las palabras del evangelio le zumbaban lejanas en
los oídos, y la imagen de Alejandrina parecía levitar en medio de un aura
celeste. Volvió a la realidad cuando la misa terminaba, y una monja que
acompañaba a la novicia, la metió en un coche, y se la llevó lejos, para dolor
de su pobre alma.
En la comida estuvo distante. Después del almuerzo, mientras
los mayores recordaban al tío Basilio y soltaban alguna que otra lágrima, los
jóvenes se encerraron en el jardín de invierno para contarse las últimas
novedades y disfrutar a sus anchas, sin guardar las apariencias por un muerto
que no conocían.
Emiliano no sólo no probó bocado, sino, que no paró un
minuto de averiguar con cuantos pudo, acerca de aquella belleza arrancada
injustamente de la vida mundana, y que pasó a ser el único motivo por el que se
jugaría la propia vida, si fuese necesario.
Y para concretar su plan, echaría manos de su tía Amelia,
que guardaba tanta información como la abuela Graciana.
La tía Amelia, era una persona a quien no se podía abordar
con facilidad, pero a Emilianito, le sobraba astucia para meterse en el
bolsillo a unas cuantas como ella. Y como la vio charlando con la monja que
acompañaba a Alejandrina, se acercó con cara de inocente, aparente desinterés,
y como quien no quiere la cosa, le sacó todo lo que quería saber.
En fin, que a la mañana siguiente montado en el peruanito,
inseparable compañero de todas sus andanzas, se presentó ante la madre
superiora del Divino Rostro, el internado donde su prima cursaba el noviciado.
En esa ocasión, contó con la inestimable ayuda de su
apellido una vez más y la ignorancia de la monja sobre su trayectoria. Y aunque
ésta no entendió bien qué lo llevaba por ahí, terminó seducida por aquel joven
de modales seguros y refinados, que le propuso vaya a saber qué ayuda para las
alicaídas arcas de la orden. En síntesis, que Emilianito iba en camino a
entrevistarse con el propio obispo. Actitudes así, eran propias de él. Mientras
acariciaba el sueño que tenía entre manos, cada paso dado para alcanzarlo, era
vivido con arrojo, ponía allí toda su fuerza, su esperanza, y su candor. Este
último aspecto de su personalidad, lo llevaba a imaginar empresas alocadas con
absoluta naturalidad. Por eso creyó que ese sería el modo de acercarse a su
amada. Nada más lejano. Mientras él se deshacía en artilugios, la madre de
Alejandrina encontró al hombre que soñaba para su hija, y la sacó del convento.
Justo cuando Emiliano intentaba convencer al padre de una donación, paso previo
al rapto, porque lo del dinero era una maniobra de distracción, ya tenía
montada una hazaña temeraria en la que se soñaba amado por la mujer de sus
sueños, con quien sólo había cruzado miradas en un funeral.
La plata nunca llegó, porque hubo que levantar los ánimos
del donante con un viaje a las sierras, alejarlo del amor imposible, ya que la
abuela se había jurado que mientras ella estuviera sobre la tierra, jamás nadie
de su familia cometería esa desvergüenza “nadie le arrebata a Dios lo que le
pertenece” había sentenciado.
Pero Emilianito se reponía fácilmente de sus heridas. Una
mente diligente, pronto estaría al servicio de otra arriesgada empresa.
Parecía que la providencia lo asaltaba a cada instante,
porque la siguiente hazaña no se hizo esperar. En la madrugada sofocante, de un
enero despiadado, despertó de una borrachera que no recordaba dónde la había
encontrado, y se vio de pronto junto al montecito de las ánimas. No supo si por
las copas, o por la fama del lugar, lo cierto es que creyó ver la figura
conocida de la vieja leyenda contada mil veces por los criados de su casa.
La aparición fantasmal le confirmaba la existencia de un
tesoro en ese sitio. Creencia arraigada en ese pueblo, donde las historias de
tesoros escondidos durante las distintas guerras, iban acompañadas siempre de
estas apariciones; almas en pena, que no podían despegar de las pertenencias
que las ataban a este mundo.
Por eso no dudó, la creencia se respetaba sin vacilar. Donde
hay apariciones, hay tesoros ocultos. Y ya que había vuelto a la vida después
del amor impropio, qué mejor, que meterse de lleno en la próxima aventura.
En la madrugada aquella, cuando la aparición le quitó la
borrachera, fue a golpear la puerta de Velásquez para pedirle el aparato de
encontrar tesoros, y salió como rata por tirante, porque si bien la casa
parecía ya en pie, por algunas luces prendidas y porque sabía, que Velásquez
comenzaba el trajín muy temprano, lo que ignoraba, era que su mujer padecía de
insomnio, y acababa de conciliar el escaso sueño que lograba cada noche.
Y Emilianito, que no sabía donde estaba parado, fue a
golpear la puerta, acicateado por aquella fuerza interior que lo llevaba a todas
partes sin medir las consecuencias.
Fue tal el escándalo que desató con los perros de la casa,
que la mujer de Velásquez se despertó furiosa y gritando en tono poco amigable.
En medio de los gritos destemplados, el dueño de casa
trataba de explicarle que jamás encontró algún tesoro. Que eran habladurías, y
que la reciente fortuna que disfrutaba, se debía sólo a un golpe de suerte del
más acá y que nada tenía que ver con favores de almas en pena del más allá.
Tal vez el hombre no fue muy convincente, porque una mañana
encontraron a Emiliano en el montecito, desmayado, bajo la ramazón seca de un
árbol. A su lado, el pozo que había logrado cavar, y algunos elementos,
supuestamente de medición, que no tenían ningún rigor científico.
La aventura le costó un viaje a Buenos Aires para arreglar
algunos huesos rotos, y de paso, quizás los vientos de la ciudad, le
aquietarían esa mente incansable.
Siempre anduvo medio a la deriva, repartiendo su vida entre
actos inconscientes y actitudes de arrojo, más para la leyenda, que para el
servicio desinteresado. Pero, ¿Por qué no recibirlo aquel día en la comisaría?,
si se hablaba de un cambio en su persona. Si bien la visita sorprendió, y despertó suspicacias, el asunto terminó felizmente meses
después, cuando lo prometido llegó, justo cuando Emilianito se lanzaba de lleno
al ruedo político. Con algo había que cumplir, si iba a dedicarse a esto.
Buen comienzo para el Emiliano de hoy, que se ve tan
asentado, con su calva consumada, la barriga prominente, y el culo acostumbrado
a la banca. Tan cómodo en su puesto de diputado, como quien supiera por qué
pelea. Besando niños para las cámaras de televisión y las portadas de los
diarios. Moldeado en las fraguas quijotescas de ayer, para los problemas de
hoy, aunque no se trate de robar primas consagradas al amor de Dios, o buscar
tesoros con instrumentos ineficaces.
Todavía hoy, en su vejez, se lo ve locuaz como siempre,
regodeándose en cada frase ampulosa que pronuncia como si él mismo la creyera,
defendiendo los intereses del pueblo, como le gusta decir.
Que naciste para brillar no se duda, ¡ay Emilianito!, tan
esforzado en tu juventud, cada hazaña rindió sus frutos. Escuchándote, quién
pondría en tela de juicio que conocés el sabor escaso de los guisos populares,
y la entrega sin límites de jugarse la vida con arrojo. Una vida azarosa
destilando adrenalina, igual que ahora, jugándote por la gente, tan en carne
viva en tiempo de elecciones, y tan distante de los problemas que te ocupan.
Beatriz Fernández Vila