martes, 21 de enero de 2014

ESCARMIENTO


Resbaló serpenteando, sujeta todavía a los últimos retazos de la angustia. Los ojos hinchados, las piernas partidas por los golpes. Lejos, el caserío desdibujado en sus últimos atisbos de realidad; jirones de una existencia que la abandonaba para siempre. El frío que se le pegaba a los huesos, el desamparo que se le retorcía en las tripas. Y la sangre caliente que se abría paso en ese océano de  desesperación.

Imperio de viejos métodos;  maldad y espanto. Trabajo sucio; sin nombre, sin rostro. Y el odio, imperando como lógica absoluta de los dueños de la vida.

Un dolor antiguo se le clavó en el alma; última verdad, aún intacta. Y volvió la madrugada a husmearle la piel, trepando hasta el mendrugo escaso, para el hambre inmensa. Y el insulto, y los golpes, para acallar la osadía de desear en la tierra, los dones prometidos para la vida eterna.

La barranca empinada, se arrastraba con ella acallando los sueños, la maleza entrelazada que cubriría para siempre su cuerpo, la soledad en el grito ahogado, la noche más noche y el espanto más espanto. Y el comprender con el último suspiro, quién ejecutaba la orden.

Contra todos los pronósticos había conseguido hacer de esos pibes, hombres de bien. El haberle robado al hambre su propia vida, en la soledad de la calle, hizo de ella una madre que cobijaba sin preguntar. Tremenda culpa rescatar de la pobreza. Tremendo pecado retacearle a los poderosos el hambre de esa gente.

Cuando le vinieron con el cuento, no lo quiso creer: “El Polaquito”, le dijeron, y ella no vio al hombre hecho y derecho que hacía tiempo se apartó de su lado. Vio al indefenso que apareció un día en el comedor, con los mocos sueltos, y la barriga hinchada. Y que se fue quedando, como se quedaban todos los que podía amparar. Y siguió revolviendo guisos para que se olvidaran del olvido.

“El Polaquito”, volvieron a insistir. Y para esa altura ella ya sabía. Lo había visto alguna vez; uniforme lustroso, y orgullo prepotente. Pero tanto trabajo la hizo perderse en otros pensamientos. Olvido inconsciente, u olvido nomás, porque hay que seguir sin preguntar, sin pensar a quién.

La noche le trajo gusto a sangre, a respuesta despiadada, a poner las cosas en su sitio.”¿Sos vos?...” alcanzó a preguntar desde el dolor sin asombro, pero la vida ya se le escurría.

Escarmiento despiadado para la osadía subversiva: el hambre y la ignorancia robadas al poder. La bota se le clavó en el pecho. Ya inventarían un enfrentamiento.

Todas las noches se arrastraron detrás de aquella noche. Sin embargo, de seguir con vida lo volvería a hacer. Unas siluetas se recortaban contra la luz difusa, ella palpitaba todavía en el fondo del barranco. Allá arriba, la silueta indefensa del Polaquito; barriga hinchada, mocos sueltos. De seguir con vida lo volvería a hacer.
Beatriz Fernández Vila

*Publicado en la antología "Acaso la vida", selección de Marta Rosa Mutti 
(Editorial Dunken, Noviembre 2011). 
 

LEYENDA (EL GALOPE)


Hace tiempo que olvidamos la certeza de su origen. Creo que la historia estuvo rondando las charlas, los pensamientos y las innumerables conjeturas de este pueblo. Tal vez nunca sucedió, y sin embargo cada uno de nosotros creyó comprobarlo alguna vez.

Primero el galope se abría como un tajo en la noche oscura, incesante, tenso. Lo escuchábamos nacer desde la nada, y permanecíamos quietos todo el tiempo que duraba su insistencia. Las miradas furtivas para ver quién no temía. La respiración entrecortada esperando que se apaciguara, hasta apagarse.

Los que alguna vez se animaron a mirar, dijeron ver aquellas  figuras fantasmales empeñadas en una carrera infinita.

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Alguien había dicho en el boliche que el hijo no era de él, y eso le costó una herida fiera en la cara. Otro lanzó un gemido profundo y se quedó muerto. El ofendido escapó de allí, y cuando llegó a la casa, su mujer estaba pariendo.

El sol no había salido. La lluvia que comenzó tenue a la madrugada, arreciaba con furia hacia las ocho de la mañana. La comadrona bajó del cuarto con unos trapos ensangrentados y pidió más agua. Un tibio berrido había quebrado minutos antes el sopor de la casa. Luego, un silencio pesado y de zozobra llenó el espacio.  Eligio Benítez alcanzó a escuchar el llanto y fue el último sonido que se llevó con él. Después se marchó al tranco y se perdió en la lluvia intensa.

Los rumores de infidelidad le habían llegado un tiempo antes, a poco de casarse. Y a él no le costó mucho creerlo porque a su esposa la había comprado, como compraba todo lo que se le antojaba desde que empezó a sobrarle el dinero. Además, era cierto que ella lo trataba con desdén; con la poca estima que sienten los de su clase por aquellos que son como Eligio: carentes de la condición que no otorga el dinero, sino la estirpe. Pero el desastre económico de la familia era una vergüenza que también la rozaba, y por la que estaba dispuesta a sacrificarse hasta donde hiciera falta, aún a costa de unirse para siempre a ese infeliz  que había logrado la fortuna suficiente como para aspirar a ella.

Lo que no era cierto era lo del hijo, que en verdad era de él. Porque a Matilde Leyes le sobraba decencia hasta para serle fiel a un hombre al que no amaba.

Pero los chismes de pueblo chico, suelen incrustarse en el corazón. Más aún, si sobran motivos para creerles. Cuando aparecieron, a pesar de la bronca, supo sortearlo mientras pudo. Pero más tarde se desataron por la sangre para convertirse en un rencor sórdido que no logró soportar.

Hasta que aquella madrugada de copas, de burla solapada y de encuentro con Leandro Lugo, algo de lo que dijo otro desató la ira. Y Eligio asestó el puñal, en el cuerpo de ese hombre que no había abierto la boca. Que sólo estaba allí  porque al parecer era su hora, y cuyo único pecado fue ser su enemigo por otras cuestiones.

Cuando el cuerpo cayó, y los gritos y el asombro de los demás quedaron temblando en la atmósfera asfixiante, atinó a escapar sin que nadie corriera tras él. Sólo el galope furioso de aquel animal salido de las sombras llevando el cuerpo ensangrentado del muerto que no estaba dispuesto a perdonarlo.

Hay quienes aseguran que Leandro ya muerto alcanzó a Eligio en el camino y le dio muerte. Y quien llegó a la casa justo cuando nacía el hijo, fue su espíritu, que ya había comprendido la verdad.

Todavía los más viejos del lugar cuentan la historia como si la hubiesen vivido, porque las emociones de esa noche se mezclaron para siempre, en la imprecisión de los que creyeron estar allí.

El caserón que está a orillas del pueblo, donde comienza el “Montecito de las Ánimas”, aún hoy se conoce como la “casa de Benítez”. Y los que se atreven a pasar por el lugar en noche de tormenta, aseguran ver esas figuras fantasmales partiendo la noche con el galope furioso, que llega hasta el fondo de la casa para perderse en el silencio. Después, el tranco apacible de un caballo que se aleja, y un llanto de niño que se suspende en el aire cuando empieza a amanecer.
 Beatriz Fernández Vila

*Publicado en la antología "Los vuelos del tintero", selección de  
Roberto Barletta (Editorial Dunken, Agosto 2010).

DE ALGÚN MODO


Mientras se alejaba sintió todavía esa humedad en las manos, había percibido el charco pegajoso  aferrándose a sus pies y esa desazón que no lo abandonaba.

La historia se fue rearmando en sus recuerdos y le pareció que nada iba a quitarle la angustia que sentía. Las imágenes surgían ordenadas, minuciosas e implacables, y recordó las madrugadas trabajando en lo que había aprendido desde chico con los peones del campo, sus días junto al patrón que andaba con él de aquí para allá; que le enseñaba todo lo que sabía y lo distinguía de los demás, y el día aquél que apareció con esa mujer que presentó como la esposa.

Las cosas parecieron igual por un tiempo, pero todo cambió con la llegada del hijo. Lo recordaba bien, porque había nacido justo el día en que nació su segundo hermano. La cocinera preparó una cesta llena de mercadería como hacía siempre por orden del patrón, y le dijo que se fuera temprano porque seguramente la madre lo estaba necesitando

Y después de eso, una mañana en que la mujer del patrón lo encontró desayunando en la cocina como hacía siempre y armó un revuelo que él no entendió bien, de buenas a primeras  las puertas de la casa se cerraron sin explicación. Y buscó la respuesta por su cuenta en medio de ese desconcierto que no podía soportar. Su protector comenzó a evitarlo, y cuando lo cruzaba por casualidad, el saludo apenas susurrado le hizo entender que las cosas ya no eran igual. Repentinamente se convirtió en uno más y un resentimiento callado lo fue atrapando, mientras crecía en medio de las tareas que conocía como nadie.

Y un día, cuando al hijo del patrón se lo llevaron al mejor colegio para que comenzara los estudios, lo vió alejarse con el padre en la camioneta, y uno de los peones nuevos que al parecer sabía mucho más que él, dejó deslizar la respuesta que había estado buscando y que se tardó en encontrar “parece que al hijo legítimo hay que mandarlo a la escuela” le dijo, y el puño crispado interpretó la frase tantas veces ahogada y fue a estrellarse con furia sobre el agresor, aunque los que vieron, creyeron que el agresor era él.

No preguntó si aquello era verdad, le bastó aceptar lo que no había querido comprender: alguna que otra escena a la que no prestó atención, los hermanos que siguieron naciendo sin que él supiera quién era el padre, y el desprecio de la patrona que lo trataba con un odio que no entendía.

Se encerró en si mismo y le creció el rencor. Y al tiempo que la historia se hizo clara a su entendimiento, la rabia lo llenó de tal forma que se juró que alguno pagaría por eso.

Pero la vida sigue, tiene la empecinada costumbre de transcurrir, y cuando ya se estaba acostumbrando al lugar que le tocó, el destino le deparó esa sorpresa que no esperaba: el hijo del patrón que estaba de visita y no sabía nada de las cosas del campo, se empeñó en montar ese caballo. Y él, que había olvidado lo bravo que era. Minutos después de la orden de ensillarlo, el animal desató una carrera alocada, él detrás, simulando un galope desenfrenado para sujetarlo. Hasta que vió caer al que montaba y estrellar la cabeza contra esas piedras. El caballo sujetó un poco el impulso, retrocedió, levantó las patas y las dejó caer sobre el cuerpo inmóvil antes de marcharse ya sin apuro. Después, las manos clavadas en la tierra, las piernas tiesas y los ojos suplicantes del que agonizaba, pidiendo ayuda.

No se la dio, se sentó a su lado a contarle todas las tareas que sabía hacer en el campo y a preguntar qué cosas se aprendían en la escuela.

La sangre que surgía mansa había formado ya un charco enorme, como el que formaba la sangre de las vaquillonas que él ayudaba a carnear para el cumpleaños del patrón. Y recordó el chorro violento que saltaba del cogote degollado, los ojos enormes del animal que en su muerte parecía comprender lo que le estaban haciendo, como en ese momento su hermano comprendía el destino que el rencor había determinado para él.

Beatriz Fernández Vila
  
*Publicado en la antología "Cantares de la incordura", selección de Adriana Guerrero Medina (Editorial Dunken, Agosto 2009).