Resbaló
serpenteando, sujeta todavía a los últimos retazos de la angustia. Los ojos
hinchados, las piernas partidas por los golpes. Lejos, el caserío desdibujado
en sus últimos atisbos de realidad; jirones de una existencia que la abandonaba
para siempre. El frío que se le pegaba a los huesos, el desamparo que se le
retorcía en las tripas. Y la sangre caliente que se abría paso en ese océano
de desesperación.
Imperio
de viejos métodos; maldad y espanto. Trabajo
sucio; sin nombre, sin rostro. Y el odio, imperando como lógica absoluta de los
dueños de la vida.
Un dolor
antiguo se le clavó en el alma; última verdad, aún intacta. Y volvió la madrugada
a husmearle la piel, trepando hasta el mendrugo escaso, para el hambre inmensa.
Y el insulto, y los golpes, para acallar la osadía de desear en la tierra, los
dones prometidos para la vida eterna.
La
barranca empinada, se arrastraba con ella acallando los sueños, la maleza
entrelazada que cubriría para siempre su cuerpo, la soledad en el grito ahogado,
la noche más noche y el espanto más espanto. Y el comprender con el último
suspiro, quién ejecutaba la orden.
Contra
todos los pronósticos había conseguido hacer de esos pibes, hombres de bien. El
haberle robado al hambre su propia vida, en la soledad de la calle, hizo de
ella una madre que cobijaba sin preguntar. Tremenda culpa rescatar de la
pobreza. Tremendo pecado retacearle a los poderosos el hambre de esa gente.
Cuando
le vinieron con el cuento, no lo quiso creer: “El Polaquito”, le dijeron, y
ella no vio al hombre hecho y derecho que hacía tiempo se apartó de su lado.
Vio al indefenso que apareció un día en el comedor, con los mocos sueltos, y la
barriga hinchada. Y que se fue quedando, como se quedaban todos los que podía
amparar. Y siguió revolviendo guisos para que se olvidaran del olvido.
“El
Polaquito”, volvieron a insistir. Y para esa altura ella ya sabía. Lo había
visto alguna vez; uniforme lustroso, y orgullo prepotente. Pero tanto trabajo
la hizo perderse en otros pensamientos. Olvido inconsciente, u olvido nomás,
porque hay que seguir sin preguntar, sin pensar a quién.
La
noche le trajo gusto a sangre, a respuesta despiadada, a poner las cosas en su
sitio.”¿Sos vos?...” alcanzó a preguntar desde el dolor sin asombro, pero la
vida ya se le escurría.
Escarmiento
despiadado para la osadía subversiva: el hambre y la ignorancia robadas al
poder. La bota se le clavó en el pecho. Ya inventarían un enfrentamiento.
Todas
las noches se arrastraron detrás de aquella noche. Sin embargo, de seguir con
vida lo volvería a hacer. Unas siluetas se recortaban contra la luz difusa, ella
palpitaba todavía en el fondo del barranco. Allá arriba, la silueta indefensa
del Polaquito; barriga hinchada, mocos sueltos. De seguir con vida lo volvería
a hacer.
Beatriz Fernández Vila
*Publicado en la antología "Acaso la vida", selección de Marta Rosa Mutti
(Editorial Dunken, Noviembre 2011).