sábado, 30 de diciembre de 2023

EN SOMBRAS


A la memoria de Antonio Córdoba

Cuando entró al almacén, los pocos que estaban le echaron una mirada torva. Alguien se levantó para irse y al salir arrojó un escupitajo a sus pies, antes de calzarse el sombrero mientras se llevaba la mano a la faja, para tocar el cuchillo. El dio un paso atrás. Un rumor impreciso voló torpemente por el aire, y la mujer que estaba en el mostrador se metió  adentro, para no atenderlo.

Al salir de allí, la sensación de haber perdido su lugar en este mundo se le reveló terminante. Con la misma fuerza, que la desazón que lo acompañaba desde esa oscuridad eterna en la que había convertido su vida, se volvía entonces más intensa.

Aquella otra noche estaba sucediendo todavía, en la continuidad pantanosa de la que nunca pudo despegar.

Apenas cumplida su parte, los otros  se apartaron buscando una excusa que no entendió. La imagen de las espaldas inclinadas, tambaleantes, cuando se alejaban en los caballos cansados, se le prendió a la mirada. Y un grito le quebró la garganta, mientras se entregaba mansamente a esa soledad que lo acompañaría el resto de sus horas.

Después volvió al rancho para despedirse, y le costó trabajo mirar a la Emilia a los ojos.  En tanto ella se daba maña suficiente para no perderle pisada, mientras le preparaba el atado de ropa. Indagando sin decir nada, con esa sabiduría antigua que él le conocía bien, y que no podía enfrentar en momentos como ese.

Se fue adentro para ver a sus hijos, y descorrió la sábana que separaba el improvisado cuarto; el más grande estaba de pie, junto a la cama. Recién entonces reparó en cuánto había crecido. El viento silbaba fuerte todavía.

Su mujer le alcanzó unas cobijas, para que se llevara con él, y le aclaró que era todo lo que podía darle; plata no había.

-Esta tarde anduvo el Pablo por acá -le dijo.
El no respondió, se entretuvo arreglando las calchas del caballo, tratando de alargar el momento de enfrentarla. Fue ella quien lo buscó, para encontrarle la mirada esquiva.
-¿Qué buscaba? –preguntó cuándo se dio cuenta que el silencio se hacía elocuente.
-Dice que la policía anduvo por el pueblo, preguntando por el compadre.
-¿De dónde sacó eso? –volvió a decir a las cansadas, fingiendo una despreocupación que no sentía, y empeñado en evitar la charla, que se le hacía cada vez más difícil- No es cierto, sabés como le gusta andar llevando de aquí para allá.
-¿No te enteraste de nada, vos?  -preguntó su mujer, suspendida la mirada en un punto incierto perforando el espacio que llegaba hasta la mirada de él, queriendo saber, y a la vez no.
-No anduve por el pueblo –dijo entre cortante y fastidiado, y la mentira volvió a quemarle el alma.
-Dice que eran como seis. Que estuvieron en el boliche chupando, y averiguando cosas. Después se fueron para el lado del monte ¿Seguro que no sabés nada vos?

La noche continuó tormentosa. Y lo sorprendió la madrugada dando vueltas todavía porque le costaba despedirse, en la certeza quizá, de que eran esos los últimos retazos de la calidez doméstica que nunca más volvería a vivir. Hubiese querido salir corriendo, para no oír las preguntas de la Emilia que se le clavaban como espinas cada vez que arremetía con su insistencia, pero a la vez costaba mucho la partida.

Miró hacia el norte y unos nubarrones inmensos arreciaban en bandada. Sintió miedo, como si el campo abierto lo fuera a devorar en medio de la tormenta.

**************

“¡¿Así que sos vos?!” fue la frase que lo  recibió en el cuartel la mañana  que llegó. Y anduvo sorteando momentos duros, y vacíos despiadados que le hacían los otros para hacerle saber que no era bienvenido. No entendía a esos hombres que en nombre de la ley habían perseguido a su compadre, pero que cuando hablaban de él  sentían el mismo respeto y la misma devoción que todos los demás.

A pesar de todo, las cartas a su mujer iban llenas de las buenas noticias que inventaba para dejarla tranquila. Pero le costaba leer las de ellas, que llegaban cargadas de preguntas. Se demoraba  en responder. Y en lugar de escribir, trataba en lo posible de mandar un recado con alguno que iba para el pueblo, porque sospechaba que la Emilia que lo conocía tanto, iba a descubrirle el secreto.

Apenas llegado a la capital sucedió lo del tren carguero; un asalto sin sentido, porque iba repleto de rollizos para Buenos Aires. Nada que se pudiera hacer dinero en lo inmediato, pero si una muestra de provocación como las que tantas veces había vivido. Y que las autoridades cargaban en la cuenta de su compadre. Cuando encontraron los inmensos troncos al costado del camino pensaron que seguramente sus hombres andaban todavía provocando para que la policía supiera que no estaban dispuestos a aquietarse.  Alguien deslizó la idea de que seguramente no había muerto, y que volvería en busca de venganza. La versión, mezclada con el desprecio que no le retaceaban, fue convirtiéndolo en ese ser opaco, alejado del trato con los demás. Hasta aquella noche de pelea, y el insulto que sus compañeros llevaban siempre a salir de boca.

Después vinieron los días en el hospital por el puntazo, y el traslado de castigo para él y el agresor. Hasta terminar en esa oficina oscura del juzgado donde lo habían puesto a montar guardia. Y donde el persistente silencio lo acompañaba, para que sus fantasmas se le hicieran presentes todo el día. Por las noches, la tortura de las horas en vela, las imágenes de su familia a la que extrañaba, y la escena eterna de Antonio Córdoba apeándose del caballo para ir a su encuentro. Siempre igual, eternamente, como en un limbo pegajoso y lento del que quería escapar lleno de terror. Los otros alejándose al tranco en sus caballos; ajenos por completo a lo que habían hecho.

Y por la mañana, vuelta a empezar, en la desidia de ese lugar, frente a esa puerta sórdida que guardaba un recinto más sórdido todavía, lleno de papeles olvidados que nadie deseaba recordar; expedientes fríos, abandonadas carpetas de historias pasadas deshilachándose en la herrumbre de otro tiempo.

En las horas del hastío se le figuraba, que también a él, lo habían olvidado en aquel lugar. Pero la carga del alma pesaba de tal forma, que  tomaba conciencia al instante que no le cabía el olvido. Las veces que sacó fuerzas para plantear un traslado, se enfrentó a la mirada ausente de su superior. Y se alejaba luego con la respuesta inconsistente de siempre, y con la recomendación de que no insistiera demasiado, porque su cuenta ya estaba saldada. Qué más podía pedir un hombre como él, al que le habían conseguido un puesto en la policía.

El día que no soportó más, decidió el regreso, convencido que junto a los suyos los fantasmas  se alejarían. Pero lo sucedido en el almacén, le devolvió la misma realidad a la que se había enfrentado hasta entonces. Al salir pensó en los ojos de la Emilia, en los años que estuvo lejos. Y en cómo continuar.

-¡Alto compadre!- le había gritado él aquella noche, desde el zaino
-¡No te conocí chamigo! –replicó el otro, y se apeó para ir al encuentro.

Sin desmontar, los que lo acompañaban cumplieron con lo pactado. Después los vio alejarse, libres de toda culpa, porque toda la culpa recaía sólo en él. Y sin saberlo, marcó para siempre su existencia. Como una sombra, ese instante se le clavó en alma para no abandonarlo jamás.

En todos estos años trató de engañarse buscando un motivo que lo justificara, pero la excusa insustancial se le dibujaba en el pensamiento para desvanecerse luego, en medio de la angustia asfixiante.

Cerca de la cañada retrocedió asustado por las sombras que lo iban persiguiendo. La luz de la luna lo había abandonado después de cruzada la colonia Cabral, en la cerrazón de una tormenta que comenzó a pintarse de pronto. La espesura del dolor se abrió negra ante su alma, para anunciarle qué intactos seguían el desprecio, y la pena que venía arrastrando. Las sombras se perdieron monte adentro. Y el grito volvió apretarle la garganta.  El barranco detrás, la noche inclemente y borrascosa como aquella vez. Y la sentencia bíblica cumpliéndose en su carne.

Beatriz Fernández Vila