miércoles, 23 de febrero de 2011

EL MAGO


Después de reclutar a un montón de pibes más o menos desorientados que andaban en las siestas de aquí para allá, Obdulio Gómez formó un grupo bastante presentable para actuar en los carnavales del año siguiente. Los viernes por la noche ensayaban en la canchita hasta altas horas, y los vecinos soportaban el estruendo de los bombos, con más estoicismo que las corridas y los gritos de los que los había salvado Obdulio desde que se le ocurrió esa idea brillante.

Los pibes andaban encarrilados. Era una maravilla verlos hacer algo positivo, que a juzgar por los resultados los dejaba bastante cansados, porque de a poco el barrio empezó a distenderse y dormir toda la noche de un tirón, sin padecer los sobresaltos a los que estaba acostumbrado por la gritería del fin de semana. Y el hacedor de tanta gloria, reafirmó su condición de mago, y su apelativo, ya que así lo nombraban EL MAGO, porque de todos los oficios que se le conocía este era el que mejor desempeñaba. Y después de esta hazaña: aquietar los impulsos de un montón de descarriados, el mote le fue de mil maravillas.

Para agosto empezaron a confeccionar los trajes, y estuvieron comprometidas en esto cuanta abuela, tía, o hermana se preciara de manejar las artes del hilván y las tijeras.

El turco Abud les había regalado un montón de retazos viejos que rescató del sótano de la tienda. Olían a humedad, y a pesar de la colaboración desinteresada de alguna vecina para lavarlos y ponerlos en forma, cuando empezaron a cortar las prendas todavía el olor no había cedido a la buena voluntad del mejor jabón.

El veintidós de noviembre, día de la música, a Reynaldo Otero se le ocurrió lo del festival. Había ejecutado en la capilla una sonata para violín, y el padre Pedro hizo pasar la gorra. El patio de la capilla estaba colmado y al parecer la confundieron con la canasta de las ofrendas, porque terminó llena de monedas. Reynaldo, a pesar de su alto acatamiento religioso, pretendió algo de lo recaudado para sentir recompensado su talento. Que todavía no era tanto, aunque los buenos oficios de doña Asunción, la catequista, habían transformado en algo así como la digna compañía de un coro de ángeles.

Lo recaudado hacía falta para arreglar el techo de la sacristía, y el violinista terminó convencido de que su aporte artístico fue el vehículo para lograrlo. Esto lo envalentonaba, y volvió una y otra vez a reclamar parte de lo que creía que le correspondía pensando en destinarlo a la comparsa.

Entre doña Asunción y el cura lograron aquietarlo por un tiempo. Lo que no lograron, fue sabotear la independencia del ejecutante, que desde esa noche no dejó de darle forma a la idea de poner su talento al servicio de la empresa de Obdulio, y encaminó sus esfuerzos para lograrlo.

Empezó por el subte, a modo de fogueo, para ensayar y probarse ante el público. Con él viajaron Marquitos, Cacho, y el negro Gaitán. Ese día cosecharon poco. Porque a no engañarnos, sin los comentarios previos de doña Asunción, Reynaldo tocaba como sabia, y no había misterio, ni fascinación, ni nada que se le parezca. Terminaron tocando en las mesas de una pizzería en Chacarita de donde los sacaron corriendo. Y tuvieron que volver al barrio, convencer al padre Pedro de extraer una mínima parte de lo que recaudara en el patio de la iglesia, y ocultar el destino de los fondos, porque el cura, ya en el período de adviento, empezaba a arengar en contra de las profanas conmemoraciones carnavalescas que tanto mal le hacen al espíritu, y que condenan las almas al purgatorio.

El Mago estaba libre del estropajo, como llamaba él a los sermones, porque era ateo, y no comulgaba con esas ideas. En cambio los pibes del grupo concurrían fervorosamente a misa de once, que era la hora en que iban las chicas. Pero además, el motivo que los impulsaba en ese momento era grandioso. La comparsa debía brillar más que la de Devoto, y tenían que apurase para comprar los adornos necesarios. Aunque para eso debían convencer al cura de que cediera el patio de la capilla, y qué mejor que ir a misa para hacer buena letra.

En los primeros días de diciembre consiguieron el permiso para hacer el festival. Para la ocasión prometieron la participación de una concertista: Otilia Scordamaglia; que estudiaba piano desde principios de año, un ballet folclórico, y la participación de Reynaldo; que en ese momento se sentía la estrella máxima. Todas cosas decentes, como decía doña Asunción. El riesgo estaba en ocultar el destino de la recaudación. La mitad era para la capilla, y la otra mitad, para comprar las camisetas del equipo de fútbol, que fue la excusa que encontraron para tapar el inconfesable fin.

Jamás empresa alguna logró semejante adhesión. El tiempo se les iba completo en pensar y hacer cosas para la comparsa, y un espíritu solidario había nacido entre todos, y los hacía incansables, perseverantes, y alegres. Sobre todo alegres, contagiados tal vez del director, que era un tipo tenaz, positivo, y con inclinaciones artísticas. Porque el taller de carburación, era tan solo un pasatiempo para Obdulio, un pasatiempo que no le dejaba un mango y al que le dedicaba poco tiempo, ya que su verdadera pasión estaba en las artes, y se notaba. En tres meses había compuesto las canciones de la comparsa, dio su opinión sobre cada detalle de los trajes, entrenó a cada integrante en el clásico paso, y dejó parcialmente su ocupación de maestro de ceremonias en el club, sus presentaciones como cantor de tangos, y su trabajo de mago en fiestas diversas, para ocuparse de ese proyecto.

El tiempo apremiaba, diciembre tenía la costumbre de consumirse en un suspiro, y no podían dormirse en los laureles

Y cuando todo parecía marchar sobre ruedas, cuando los pibes se habían contagiado del espíritu de su mentor, y empezaron a realizar cosas que jamás habían soñado, una mañana en que pasaron por el taller para mostrarle cómo iba quedando el estandarte que los identificaba, no lo encontraron. Fueron a la casa para ver si estaba allí, y Obdulio que tardó en salir, los atendió asomado a la azotea, envuelta la cara con una bufanda a pesar de los treinta y cinco grados de un tórrido fin de año. Se quedaron sorprendidos pero ninguno atinó a preguntar. Y en los días sucesivos, siguió faltando al taller sin ninguna explicación, y sin explicación también a los ensayos, que era lo que más preocupaba.

Anduvieron perdidos por un tiempo, y continuaron ensayando solos; medio desanimados y con pocas ganas, ya que faltaba el espíritu convocarte del director. Ni siquiera el éxito del festival los alentaba, a pesar de que todo salió mejor de lo planeado.

Enero había llegado y era aún más implacable que diciembre, se diluía entre las manos sin piedad, el carnaval estaba próximo. Así de asechados se encontraban por un tiempo cada vez más tirano. El Mago no volvió a aparecer por ningún ensayo, pero a esa altura, las comparsas de los barrios vecinos ya sabían de la existencia de “LOS GUERREROS DE MAIPU” y era una cuestión de honor salir a los corsos para dejar bien parado el nombre del barrio.

Aunque la preocupación de los Guerreros no sólo estaba puesta en la comparsa, sino en la ausencia del director. Andaban cabizbajos, y medio tristes porque era bastante extraña la actitud de Obdulio. Hasta que una tarde en que lo fueron a buscar, el que se asomó a la puerta fue el sobrino más chico, que se despachó a sus anchas contando las penurias del tío.

Los trajes estaban a medio terminar, el estandarte también, y ya tenían apalabrada a la Beba, que prometió prestarles los dos caniches para disfrazarlos y que oficiaran de mascotas del grupo. Pero Obdulio seguía empecinado en no aparecer.

Y una tarde, sentados en el cordón de la vereda, melancólicos, tomaron la decisión de sus vidas, Los guerreros, no iban a tener su bautismo de fuego, porque de qué sirve una comparsa sin su director.
La de cosas que hubiesen podido comprar con lo recaudado, pero en ese momento algo trascendental estaba ocurriendo en sus vidas. Habían visto al Mago abandonar todas sus actividades, encerrarse en un ostracismo feroz, y no entendieron porqué, pero entonces, que ya manejaban la información, no podían cruzarse de brazos.

El sobrino había revelado la verdad. La bufanda con la que se ocultaba, no hacía más que tapar su vergüenza. Porque una noche en que volvía de animar una fiesta, había perdido los dientes postizos en una pelea. Unos vándalos, unos inadaptados, lo interceptaron en una calle oscura y lo dejaron sin dentadura, de pura maldad nomás. Para un tipo como él algo así era una afrenta, la vergüenza de verse en esa situación le había impedido sincerarse con sus muchachos y prefirió el silencio. Cómo presentarse ante el público en esas condiciones, si toda su vida la había pasado sobre un escenario paseando su prestancia y su corrección. Cómo decirle a los pibes que no tenía un solo mango para enfrentar ese gasto

A pesar de que estaban seguros de que saldrían a matar, los Guerreros no vieron la luz ese glorioso carnaval de 1963, guardaron los trajes a medio terminar, replegaron el estandarte, y cargaron con El Mago para llevarlo a la fuerza a hacerse la dentadura, porque todo lo que habían juntado, tenía en ese momento un destino superior.

Beatriz Fernández Vila