Se había despedido de mí en esa mesa. El día en que la penumbra del rincón me devolvió su ausencia, hacía tiempo que había partido, sólo que lo hice consciente cuando mi abuelo reparó en ello.
Andaba Atilio trajinando entre
mesa y mesa, con el trapo rejilla, cuando saltó de golpe lo del loco Lázaro.
Hasta ese momento, aquello estuvo dentro de mí como algo que debía guardar, por
eso no se lo dije a nadie.
Mi abuelo era el dueño de aquel
lugar, sitio de encuentro para el café y el truco de los parroquianos. Por allí
hacía aguas el almacén que estaba al lado, y que mi abuela manejaba con mano
férrea. Porque el abuelo era permisivo, y así como anotaba en cualquier papel
las deudas del bar, se favorecía con el mismo método, la lata de tomates, o el
kilo de azúcar, que las vecinas venían a buscar a los apurones, sin plata, y
que pedían en voz baja para que mi abuela no escuchara.
Yo salía y entraba por el bar
como si fuese mi casa, no se me ocurría que existiera otro modo. Me gustaba ese
olor de madrugada, mezclado con el aroma del café con leche.
El loco Lázaro se sentaba en la
última mesa, cerca del depósito. Ese era su lugar. Venía por la mañana temprano,
cuando yo salía para la escuela, desplegaba un diario arrugado y pedía un café
y una ginebra. Al mediodía, a mi regreso, todavía estaba allí.
Todos se divertían molestando a Lázaro, y él no decía nada. Sólo
hablaba en voz alta, distante y con la mirada
perdida. Según decían, hablaba
con su novia, que murió en un bombardeo,
durante la guerra, poco tiempo antes de que él pudiera mandarle el pasaje para
venir a América. Por eso había quedado un poco trastornado. Mi abuelo siempre
fue amable con él, aunque lo único que consumía en esas horas, era el café y la
ginebra.
Un día Lázaro, que siempre
estaba en su mundo, me miró de una
manera diferente y me dijo que no volvería, que estaba cansado. Me hizo un
guiño y me preguntó con un gesto, si la chica que lo acompañaba era linda. Yo
con un gesto también, le dije que sí, y no lo volví a ver.
Mi abuelo y Atilio no se
explicaron nunca qué le pudo haber pasado, y yo no conté lo que sabía, porque
me pareció entender que lo que me dijo aquella vez, era un secreto.
No volvimos a saber de él, a
veces escuchaba comentar a mi abuela, que a lo mejor no aguantó más, y quiso
estar con su novia. Aunque de algo así se hubiesen enterado. Yo no dije nada,
pero no dudé ni un instante que estaba con ella, porque esa última vez que lo
vi, hablaba con esa chica linda que le acariciaba la cabeza, me dijo que era la
novia, y a mí no me quedaron dudas, porque se levantaron los dos, se abrazaron,
y juntos traspasaron la vidriera.
Beatriz Fernández Vila
*Publicado en la antología "Lunario", selección de Ana Bisignani (Editorial Dunken, Septiembre 2008).