sábado, 28 de marzo de 2020

PARÁBOLA


Después de muchos años de desearlo, el viejo rey vio colmada su felicidad con la llegada de un hijo. Su vida no había sido fácil. No fue nunca el cómodo rey que gobierna con la arbitrariedad de la ignorancia. Muy por el contrario, había padecido junto a su pueblo todos los avatares que el destino puso frente a ellos: intensas hambrunas, interminables pestes, y arrebatos bélicos de los que deseaban avanzar sobre su reino.

Por eso cuando su hijo llegó a este mundo, en medio de la prosperidad que había conseguido después de mucha lucha y mucho sacrificio, el viejo rey se juró que nada de lo que él había sufrido, lo padecería su hijo.

Fue así que rodeó al príncipe de cuanto mimo, y sobreprotección fue capaz. Los más exóticos juguetes, llegaban a palacio día tras día para su pequeño heredero. El principito llegó a disfrutar de plateadas torcazas, dorados cisnes y diminutos caballitos de pelaje verde que su padre encargaba para él a los hombres de ciencia de su reino.

Nada era imposible, todo era poco para ofrecer a su hijo. El rey se había jurado crear para él un mundo mágico, para que los males del verdadero mundo jamás lo rozaran. El niño creció mimado y alejado de todo padecimiento. 

Pero una noche en que despertó de pronto, mientras su nana dormía, se acercó a la ventana, descorrió las cortinas y vio como una luz plateada se derramaba sobre la serenidad del paisaje. Se quedó arrobado ante tanta maravilla y el corazón le dio un vuelco. El jamás había presenciado la luz de la luna, ni la luna misma. Su padre lo cuidaba de tal forma que su mundo se limitaba a sus juguetes, a los amplios salones, y a las fiestas que ofrecían para él. Los jardines de palacio sólo los disfrutaba con el pleno sol, cuando toda la corte podía estar alerta ante su mínimo requerimiento, por lo que aquellas imágenes, en esa hora de la noche, eran totalmente desconocidas para sus ojos. 

Luego miró el cielo, después de que se diera cuenta de dónde provenía la luz, y su corazón se llenó de tristeza “como mi padre no trajo esta piedra color plata tan hermosa, para mí, será que no me ama como dice”. Lo inundó una pena honda, y la sensación irrefrenable de desear sólo eso que veía. Se sintió el ser más desgraciado del mundo, y creyó que nunca más sería feliz.

Beatriz Fernández Vila

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