A las seis cuarenta y cinco llamó
a la puerta. Abrió la secretaria, y él se sentó en la sala en penumbras. El
bullicio de la ciudad sonaba amortiguado por el entorno confortable al que
arribó después de escapar de la oficina. Se relajó en el sillón, y buscó algo
para leer. En el consultorio no había revistas, sólo una pila de ejemplares
especializados en congresos médicos, que abandonó después del primer vistazo
para mirar hacia el ventanal que daba al jardín.
Las sensaciones que arrastraba no
le impidieron distenderse. Le sorprendió gratamente la tranquilidad de ese
momento. Se sentía bien al verse solo, y experimentar la comodidad que no era
habitual cuando compartía el lugar con otros pacientes. Cerró los ojos. Luego
los abriría a una paz profunda, donde se encontró con los ojos de esa muchacha,
recostada sobre un tronco caído; con una sonrisa serena entre los labios, como
disfrutando la placidez del instante. Un pequeño arroyo bajaba entre unas
piedras grises, y la gramilla mojada se metía entre los pliegues de su falda.
Era el atardecer, por lo visto de algún día caluroso, porque entre las ramas de
los árboles se filtraba una luz rosada y la joven tenía los pies sumergidos en
el agua. Su ropa era liviana, el encaje de la blusa parecía latir sobre una respiración
acompasada. Un pequeño pájaro comía entre las hojas caídas. Y un sopor apacible
enmarcaba el ambiente. Aturdido traspuso el espacio.
No pensaba en su salud. Una
rebelión tenaz lo aferraba a la vida y suspendió la mirada en el camino que lo
llevaba a la quietud de ese mundo. Sus pasos marcaron la gramilla fresca. Se
detuvo a observar a la muchacha. Ella bajó la mirada. Él sólo atinó a
contemplarla. “No puedo esperar toda la tarde”, le dijo seriamente perturbada.
Él intentó una disculpa que calló. La tarde era tan perfecta, ya intentaría que
se le fuera el enojo.
Después el doctor Blanes lo llamó
con insistencia, hasta que terminó aceptando que se había marchado. Nada fuera
de lo habitual, de no ser por esa sensación extraña que comparte con su secretaria
desde aquella tarde. Obsesionados, porque nunca antes habían percibido la
figura de aquél joven que se encuentra en el cuadro de la sala, junto a la
muchacha de sonrisa serena, en el paisaje bucólico, una tarde calurosa, donde
el sol se filtra entre el follaje.
Beatriz Fernández Vila