miércoles, 23 de diciembre de 2009

EN ALGUN LUGAR


Bajaba en esa estación. Una sensación inexplicable lo acompañaba y caminaba esas calles desconocidas sin que repararan en él. Al detenerse frente a esa puerta, el olor a hogar lo envolvía con caricias de un tiempo que parecía lejano: como una experiencia que recordaba dificultosamente o casi como si jamás la hubiese experimentado.

Ella levantaba la mirada, sonreía con esa sonrisa que cura todos los males, se quitaba el delantal y corría a su encuentro. Qué hermosa estaba. Su abrazo cálido era un bálsamo para esa desazón que lo acompañaba. La abrasaba también, y sentía que había llegado a su lugar.

Todo lo que ella ponía en la mesa, sabía a caricia; esa comida amorosa llenaba su corazón Los platos los lavaban juntos. El apilaba los vasos en el estante superior de la alacena, y bajaba el tarro de galletitas para acompañar el café. Ella hacía una mueca tierna. El rodeaba su cintura para sentir su estremecimiento.

Siempre se despertaba a la misma altura del camino: cuando el tren partía lentamente de esa estación. Dobló el diario que se le estaba cayendo de las manos, y lo metió en el bolso. Miró por la ventanilla como todos los días, y divisó la casita de paredes amarillas y techo de tejas. Las cortinas estaban levantadas como siempre e imaginó una escena doméstica. Ensayó una mueca parecida a una sonrisa, y sintió una necesidad imperiosa de estar allí. Algo de él se quedaba en ese lugar cuando el tren partía- Algo que no podía explicar. Como ese deseo irrefrenable de que alguien estuviera esperándolo.

El tren de las doce cuarenta y cinco partía una vez más. Ella levantó la mirada e imaginó a alguien que necesitara de su compañía y bajara en esa estación para correr a su encuentro. Alguien que viniera a buscar las caricias y el amor que se le escapaba a borbotones. Alguien que seguramente debía existir en algún rincón del mundo. Un gesto indefinido se le dibujó en la cara, y se acercó a la ventana para ver cómo el tren se perdía de su vista.

La casa todavía olía a la comida que preparó sólo para ella. Y se dispuso a levantar la mesa, para que todo quedara en el desolado orden de cada día.

Beatriz Fernández Vila

SUEÑOS


Lo miró una vez más antes de subir al ascensor, conocía esa remera negra, los jeans gastados, y las zapatillas de lona roja. Más allá de la vestimenta de calle podía adivinar sus medias de color gris, y un slip verde, o tal vez el negro, los dos que conocía de verlos colgados en el balcón, a pesar de las quejas del administrador que lo tenía prohibido.

Nunca tuvo intención de meterse en su intimidad, pero la despreocupación de él, el desenfado de desvestirse con las persianas entreabiertas volvía inevitable que ella viera desde la ventana lo que no intentaba mirar. La imaginación hacía el resto, y se escapaba audaz por caminos que no conocía. Veía su cuerpo espigado, los brazos largos, las piernas flexibles y torneadas.

Tuvo una visión romántica. No pensó en sexo porque nunca lo había vivido, pero inexplicablemente soñó con una mesa llena de hijos. El y ella compartiendo un almuerzo de domingo. Se apoderó de ese ser a su antojo, y se pensó a si misma esperándolo amorosamente cuando regresara de sus ocupaciones; sus vidas entrelazadas en dilemas domésticos y alegrías cotidianas.

El arrojo de los pensamientos la llevó por caminos que no comprendía, pero que no podía evitar, y se desataron libres sin que tuviera dominio sobre ellos. Fue sin proponérselo una usurpadora espiando a ese hombre que le atraía sin saber porqué. Aunque una firme determinación había marcado ya su destino; algo que estaba más allá de ella misma, y a lo que consagraría su vida con convicción.

El calor de las tres de la tarde se mezclaba con el ardor de la fiebre. En veinticinco años a orillas de la selva era la primera vez que se permitía ese descanso. Hasta ese momento los malestares y todas sus enfermedades las pasó de pie, porque no podía darse el lujo de una tregua. Pero esa vez la fuerte gripe la postró. El calor abrasaba, la sed trepaba pedregosa por su garganta. Cerró los ojos, el recuerdo del departamentito de la calle Uruguay le traía otra vez la frescura de sus veinte años, la sensación de unos problemas domésticos, la alegría intuida de esperar a un esposo, la gritería de un montón de hijos. No podía evitar que esas imágenes surgieran enlazadas unas con otras, sin pausa. Y se dejó arrastrar por aquellas sensaciones que creía olvidadas.

Cuando la fiebre cedió, otra vez fue conciente de que tenía mucho para hacer: lidiar con el hambre de los otros hijos que le designó la vida, los piojos, la temprana muerte de aquellos que sólo la tienen a ella.

Bajó del catre, se calzó las alpargatas deshilachadas, se puso el hábito mil veces remendado y se entregó de nuevo a la faena diaria. Después, le contaría a su confesor que la fiebre le deparó esos sueños impuros.

Beatriz Fernández Vila