sábado, 13 de julio de 2013

LUGARES


Son las cinco y diez de la mañana, hace frío. La calle estaba vacía hace un rato, pero ahora se llenó con toda esta gente. El guardapolvo que traía en el brazo está manchado de sangre, se le cae cerca de la chica que está frente a su asiento, y que acaba de desvanecerse por el impacto. Las sirenas suenan cercanas, y baja al andén porque también allí hay heridos. Por acá, le dice enérgico a un camillero que se acerca, y él se dispone a ayudar al anciano que tiene el brazo destrozado. El escenario es devastador; bolsos y zapatos desparramados, gritos, y heridos tratando de incorporarse.

Entre los médicos que bajan de una ambulancia reconoce a su jefe de servicio, pretende guiarlo hacia los que necesitan rápida ayuda, pero pasa de largo. Él prefiere pensar que no lo vio, no puede creer que en medio de esta desolación alguien pueda seguir ofendido por una discusión sin importancia. Lo ve perderse entre el tumulto, mientras trepa de nuevo al tren. Cuando sube, la chica desmayada está despertando, tiene las piernas ensangrentadas, pero no lo sabe por el shock en el que se encuentra. Una mujer mayor le pone en los brazos a un bebé que lo mira a los ojos, pero la mujer cae al piso. En minutos, la rutina habitual se trastoca; un infierno de luces que se desplazan hacia todas direcciones, gemidos, y pedidos de auxilio. Se le confunden entonces los sonidos de las sirenas; bomberos, ambulancias, y el trajinar de grúas que vienen al rescate. Del colectivo que quedó atrapado entre el tren y el andén, baja un hombre con un chico en brazos, alcanza a subir un peldaño de la escalera de la estación y cae desvanecido,  están muy lastimados, él se acerca, sabe que no hay nada que hacer por el chico.

Sonríe cuando ve aparecer a una compañera del hospital; le grita desde lejos, para decirle dónde hay mayor urgencia, pero es tanto el ruido, que ella no lo escucha. Después la ve llegar hasta una mujer embarazada, que se aprieta el vientre y pide ayuda para el marido. La oscuridad es espesa en algunos lugares, las luces de la estación, se apagaron; sólo las de las ambulancias y los carros de bomberos recortan un paisaje lúgubre y desconocido. Los gritos se uniforman en un murmullo devastador, se vuelven intensos y se pierde la noción de dónde provienen. Su compañera, comenta con un policía que la guardia está repleta, que algunos llegaron por sus propios medios, pero pronto tendrán que derivar a otros hospitales. Suben a la embarazada a una ambulancia y también al anciano del brazo destrozado; está desmayado y su cuerpo enjuto no parece más pesado que el de una criatura. La confusión es grande. Las linternas no son suficientes; hay que guiarse por las voces y los gemidos que se distinguen con esfuerzo entre el eco intenso del caos reinante. Él se detiene al lado de una mujer que está rezando, no tengo nada le dice ella, ya estoy bien, que Dios lo bendiga.

Una luz tenue aparece lentamente, de a poco los contornos empiezan a recortarse con mayor nitidez porque el sol está saliendo; tímidamente se detiene en las ventanillas donde él se encuentra, y hasta le parece sentir un poco de abrigo en medio de esa desolación. Desde ahí puede ver otras ambulancias que vienen al rescate, y lo tranquiliza la eficiencia del operativo. Ya no ve a su compañera, que se metió en otro vagón, con un bombero que vino a buscarla. Dos asientos increíblemente aplastados atrapan al canillita al que todas las semanas le compra su revista de comics, alcanza a mirarlo de cerca en el momento que el muchacho cierra los ojos.
 
Algunos pensamientos se agolpan desordenados; recuerda a su padre, y el desencanto que le causó, cuando lo puso al tanto de que no seguiría sus pasos. Hasta el título si, le había dicho, es todo lo que te prometo, pero  trabajo en tu clínica no, lo mío está en otro lugar. No puedo quedarme acá donde sobra todo, mientras otros me necesitan.  Y el padre fue asimilando de a poco que ese lugar estaba junto a los Qom. Simuló calma durante un tiempo, y lo llenó de regalos importantes, distante tal vez, de un hijo al que desconocía, y que había abrazado esta profesión desde sus juegos de infancia.

Volvió a encontrar a su jefe en medio de los heridos del andén, lo miró de lejos, y se subió a la ambulancia que partía; acababa de ver a los heridos que llevaban a quirófano, y pensó que sería más útil en el hospital. En segundos estaba surcando la ciudad. El sol ya había salido por completo, y las calles que habitualmente cruzaba caminando se consumían en su mirada llena de ansiedad. Las calles que guardaban parte de su historia; la escuela, la plaza, la avenida, llena habitualmente de gente que se va al trabajo, y tan triste en ese momento, trastocada por la desgracia del accidente.

La llegada le pareció una vivencia de otro tiempo. En la guardia, sus compañeros hacían esfuerzos por volver a la vida a un herido. Tenía la remera arrancada en jirones, ensangrentada. “Cuando veas la primera gota de sangre, te dedicás a la psiquiatría”, le había dicho su hermano, en broma, el día que dijo que quería ser cirujano. Se lanzó precipitadamente para ayudar, mientras repicaban esas palabras ¡No me hagas esto pendejo! gritó el Chino, con bronca, antes de pegar un puñetazo contra la pared. La enfermera se largó a llorar. Él dio un paso atrás, desolado. Después, le costó reconocerse en ese cuerpo inerte, lejano ya; su cuerpo, y él, que tenía tantas ganas, y había soñado que su lugar era otro.

Beatriz Fernández Vila
 
*Publicado en el libro “Despiertos en la lluvia” (Avatares IX año IX), compilación Marta Rosa Mutti (Editorial Dunken, Noviembre 2011).

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