Tiene una piel traslúcida y unas venas azules se le
dibujan en la frente. Me abre la puerta, y es lo primero que veo mientras él
escruta mi mirada; la desafía; sabe que no se la puedo sostener, como si la
culpable fuese yo. No responde a mi saludo, y no me extraña. Gira sobre sí
mismo, enérgico, y me conduce hacia un lugar, donde una anciana que es su madre
se pierde en un torbellino de sábanas y almohadas, en medio de una enfermedad
que yo debo aliviar, aunque parece escurrirse por un túnel incierto de
diagnósticos y medicinas imprecisas.
¿Qué hace que una médica de guardia como yo, se
cruce en su camino? Él sabe que sé, que los diarios me muestran su foto. Pero
ella está ahí, tierna, endeble. Y yo estoy para buscar las rémoras de una tos,
palpar con mis manos los tramos ajados del cuerpo de esa mujer acabada.
- Es aquí -me dice, y la tétrica humedad de las
paredes se vuelve un fantasma amenazante, se precipita sobre mis viejos miedos.
Pero él se desplaza por este departamento en ruinas, ajeno a la sordidez que lo
rodea.
Esta es otra realidad, me repito. Una realidad
donde somos iguales. Nada hará que yo me comporte como él. Y nadie le provocará
jamás el daño que él provocó sin pudor.
Me extraña descubrirle el gesto de preocupación por la salud de su
madre, porque íntimamente decreto que ese ser es incapaz de cualquier
ternura. La trata con delicadeza,
mientras le anuncia mi visita. Ella lo observa desde una neblina espesa, con
ojos de olvido, o de ignorancia. De no saber quién es su hijo, y qué hacía con
esas manos fofas, que ahora cruza detrás de la espalda, después de ofrecerme un
café. Se lo agradezco y me niego. Intento un comportamiento profesional. Escarbo
en mi mente para encontrar las palabras precisas, y abocarme a mi interés de
ese momento. Pero la náusea se impone. Me pregunto qué hago ahí.
“Estamos
viviendo en una ciudad endemoniada” grita irascible, un afamado periodista,
refiriéndose al tránsito, pero involucrando en el comentario su
intolerancia. Desde algún lugar de la
casa el televisor repica la frase y él coincide en la apreciación.
- Así es, estamos en un país endemoniado ¿No le
parece? -pregunta mientras modula marcadamente las palabras, y busca mi
complicidad.
- No me atrevería a decir tanto -suelto casi sin
darme cuenta, y me escudo tras las indicaciones para la paciente.
- ¿Tiene un nebulizador?
- ¿No le parece de terror? Hasta el tránsito es de
terror.
No escuchó mi pregunta y arremetió otra vez con la
suya. Intimidante. Usa la palabra terror como si fuese ajena a su mundo.
- No me parece, hay cosas peores -arriesgo, con la
intención de decir algo más.
- Después de todo, ¿qué me importa? Tiene razón usted.
Hay cosas peores. A este país le hace falta disciplina, una mano dura. Ojos
vigilantes. Pero el día que aprendamos eso será tarde.
Detrás de esos ojos fríos, escondido en ese gesto
de desprecio, hay un consumado provocador que se está ejercitando conmigo. Me
pregunta si su madre sanará. Si no le haré perder el tiempo precioso que le
hicieron perder los otros médicos. Desde su soberbia, supone que debo sanar sin
demoras a un paciente que acabo de conocer. Y mientras mi cabeza se pierde por
un instante de allí, como un autómata repito indicaciones rutinarias, que
tendría que observar cualquier paciente en estos casos. Pero él me clava una
mirada entre amenazante y cómplice, buscando algún trato especial por tratarse
de su madre. Aún en la decadencia, su incapacidad para aceptar que algo escape
a sus designios está intacta.
- ¿Usted es de acá, verdad? Digo… ¿de este país?
Respondo que sí. Tal vez mi aspecto le denuncie
algún origen que no considera digno de habitar su mismo espacio. Pregunta si
mis padres también. Con el desparpajo de manejarse por encima de los demás,
insiste en su interrogatorio; el viejo oficio que no está dispuesto a resignar.
Rechinan los flejes del sillón de pana verde que
está junto a la cama, deja caer su pesada figura en él y la mirada impúdica
sigue deslizándose sobre mis movimientos. Percibo un temblor en mí, y me
incomoda. Tengo ante mis ojos la dimensión exacta de que él está en libertad.
Un fuerte olor a quemado llega hasta el cuarto y sale corriendo de golpe.
Vocifera, insulta y regresa luego con aires de derrota. Acaba de estropear su
almuerzo. No soporto ese instante doméstico y pueril. Me cuesta verlo en su
cotidianeidad, en la que no puedo olvidar otros momentos de su vida. Acomodo
las almohadas para que su madre se incorpore. Se escurre entre mis manos su
cuerpo distante.
- Me muero si le pasa algo -me dice- ¿Sabe qué?
Ella es lo mejor que tengo.
Su sentimiento me resulta obsceno. No lo creo digno de éste por lo menos, que me
expresa como si yo tuviera la obligación de comprenderlo.
- Es lo único valioso que tengo.
Me pregunto si hay alguien más en su vida. Y me
quedo muda, porque a cada frase que pasa por mi cabeza la desarma el asco.
Estoy resignada a compartir todo el tiempo que haga falta con él, mientras
esperamos la ambulancia para trasladar a la enferma. Pienso que esa persona que
tengo frente a mí vivió en constante desequilibrio, como ahora; en que por
momentos la preocupación por la enfermedad lo sobrepasa, e inmediatamente
cambia de tema saltando de una situación a otra. Hay dos monstruos en él; el
que fue, y el que sigue siendo, que se regodea en la banalidad de frases
comunes que dispara sin pudor, y que muestra una fragilidad que sepulta en
ademanes soberbios. No da cuentas de su final, pero lo veo como una bestia
enjaulada.
- ¿Así que para usted vivimos en un país ideal?
No respondo.
- Mire, le voy a decir algo. ¿Sabe por qué este
país está lejos de ser un país ideal? Porque acá todos creen que tienen derecho
a mandar. Y acá si hay algo que no se puede, es que todos tengan razón; algunos
tienen razón, y el resto tiene que obedecer. Si no, la cosa no marcha ¿No le
parece? El orden y el respeto es lo principal. Y las cosas en su lugar. Están
los que saben, como usted y están los que no saben. Y los otros, los que dicen
lo qué se debe hacer.
Tal vez imagina que debo agradecerle su deferencia
de buscar para mí un lugar destacado; me incluye entre los que saben. No dice
que puedo expresar mi opinión. Porque
nada me habilita a pertenecer a su casta. Yo también estoy para seguir sus
designios, para que este país sea su paraíso ideal. Se retrata solo, cada frase
que le surge desnuda un alma pobre, que evalúa como una injusticia la justicia
de que esta sociedad siga en pie.
Llega la ambulancia, mis horas en esta cárcel están
por terminar. Esta es su prisión aunque él no lo vea así. El país sigue siendo
ese bullicio de pujas y pensamientos que él quiere acallar, y en que la
justicia lenta, le asegura por ahora esta especie de libertad a plazos.
Sin darme cuenta, a pesar de las heridas, yo
también sobreviví al cataclismo de mi generación. Estoy de pie; en llagas o
cicatrices, no lo sé. Capacitada para ser esto que soy, esto que quedó de mí en
el dolor.
Me dispongo a preparar a la enferma. Las bromas de
César vuelven a mí. “Negrita, siempre la misma chambona vos. ¿Cuándo vas a
aprender que los hígados son los hígados, y el pulmón es el pulmón? A partir de
hoy, podrás consultar con un experto ¿A ver qué dicen ahora los compañeros de
la Villa? ¿A ver qué piensan del
matasanos con diploma?” Y la voz de Clara, que me había abrazado fuerte, esa
tarde en la puerta de la facultad, porque los dos consiguieron sus títulos.
Por la ventana del cuarto entran amortiguados los
sonidos de la calle, y el aletear cercano de unas palomas, que se arrullan como
en cualquier otro lugar de la ciudad, ausentes de que en esta casa habita la
muerte.
Beatriz Fernández Vila
Beatriz Fernández Vila
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