martes, 30 de enero de 2018

EMILIANITO


Las promesas no se hacen esperar, vuelan alborotadas y surgen a veces, de una mente siempre pronta a conseguir el doble de lo que prometen.

Ese era el caso en aquel mediodía estival ya lejano, en que pringoso y decadente metido en su traje color crema, arremetió con ganas en la comisaría del pueblo. Hacía un corto tiempo que estrenó una conciencia social, de avanzada para la época, y de preocupación para las arcas de la familia.

Pero ahí andaba Emilianito, repartiendo a diestra y siniestra socorros que nadie le pidió, y promesas incumplidas que no sorprendían ni al menos avisado.

La mañana que despertó entre sus sábanas de seda con una erupción en la piel, pasó del terror por esas manchas, a los pensamientos solidarios con una gran carga de culpa. Hizo ensillar su caballo peruano, y él, en persona, fue al pueblo a colocar un telegrama para la CALDERA, así llamaba al lugar donde habían nacido sus padres, y donde él mismo pasó parte de su infancia “llego mañana, Emiliano”, por eso, cuando en la estación del pueblo no encontró a nadie esperándolo, no pudo creer tamaña falta de respeto, aunque su nueva personalidad lo ubicó al instante, y buscó dentro de sus mejores pensamientos el bálsamo para sortear esa afrenta “no recibieron mi telegrama”, fue lo primero que pensó. Y se subió a un carro que esperaba en la estación, siempre listo para transportar lo que fuera. Era cómico ver a Emilianito con la cara todavía roja por la erupción, abanicándose con el sombrero y subido a ese carro rasposo que contrastaba con su ropa de marca italiana.

Mil veces se había propuesto buscar en su guardarropas, algún trapo que sentara mejor por esos pagos, pero era difícil, ni siquiera su ayudante personal podía socorrerlo, porque él mismo vestía de rigurosa etiqueta, con los trapos heredados de su patrón.

Irrumpió en la comisaría, acalorado y jadeante. El comisario era amigo del padre, y aunque le habían llegado comentarios sobre el cambio de Emiliano, se sorprendió al verlo con esa facha; nada menos él, que no se agachaba para no quebrar los pliegues impecables de su traje.

Un preso de los más acostumbrados cebaba mate amargo. Don Octavio, el comisario, le convidó uno que no tomó, porque todavía su cambio no era tan profundo, nunca soportó esa bebida autóctona, que iba y venía delante de sus narices en las reuniones familiares. Tan acostumbrado que estaba al Martini, más elegante, y mejor mirado en los círculos que él frecuentaba.

A Don Octavio le extrañó la visita, la comisaría no era ambiente apropiado para un Pujol. Siempre que en el pueblo se encontró a uno mezclado en un lío; peleas de adolescentes o barullos de borrachos, Don Octavio, se daba el tiempo suficiente para mandar a su ayudante, con paso más lento, si alguien de la familia andaba metido en el asunto.

El viajero sudoroso, con su último resuello, apretó fuerte la mano del comisario, más parecía un pedido de auxilio que un saludo franco. ¡Ay ay ay! ¿Quién te habrá metido en ese lío Emilianito? ¡Qué maravilla la comodidad de tu casa! Si no fuera porque te asaltaban a veces esos aires de beneficencia, te hubieses quedado entre las mieles del confort, y no allí, sudoroso y decadente frente a Don Octavio, que no salía de su asombro porque no alcanzaba a comprender lo que tramabas.

Vaya uno a saber cuál sería el motivo viniendo de esta familia. Quien más, quien menos, se desparramaba orondo en algún despacho, criando grasa y aumentando la circunferencia de su trasero. Así pues, que el benjamín de la familia, no pudo escapar al mandato impreciso de dirigir los destinos de la gente.

Algo había olfateado el comisario, porque los ademanes de Emiliano se parecían sutilmente a los de Martiniano Pujol, el tío diputado, que la familia acomodó en el cargo para mantenerlo lejos después del lío en que se metió con el tesoro de la intendencia. Gestos y actitudes copiados de aquel hombre, que ni bien volvió al pueblo investido de su nuevo cargo, parecía inalcanzable y muy alejado de aquel deshonroso asunto, como si sus manos jamás se hubieran mancillado en alguna situación profana. Inalcanzable en su pedestal, parecía rodeado de un aura inmaculada. De impecable presencia, y distante, en su puesto de político consagrado.

Por eso, cuando el comisario vio irrumpir al visitante en esa forma, y sobreponiéndose a la vergonzosa facha, algo de sus ademanes le trajo recuerdos de momentos ya vividos. Y no precisamente ese ramalazo que a veces nos sorprende, y nos coloca ante situaciones que creemos ya experimentadas. Nada que ver, aquello era otra cosa, menos etérea, más tangible.

Emiliano traía ínfulas de político, sospechosamente parecido al tío Martiniano, como si a falta de modelos a quien imitar, el sobrino hubiese calcado cada movimiento del tío en cuestión.

La revelación no se hizo esperar, el Joven se acomodó como pudo la ropa, sacudió el polvo del camino y pidió ver a los presos. El comisario se preguntó “¿para qué?”, pero jamás dudaba ante el pedido de un Pujol. Así que mandó a buscar a tres borrachos que mantenía en la comisaría para los quehaceres domésticos, y los puso en fila frente al recién llegado. Este comenzó una arenga cargada de culpas y arrepentimientos tardíos. Habló de las desdichas de los desposeídos, y cómo le dolía la abundancia de los de su estirpe.

En síntesis, que los tres que tenía delante aplaudían a todo dar, pensando que tal vez, después de los aplausos vendrían las achuras, y con éstas los vinos. No fue así, Emiliano nunca tuvo un peso para pagarse lo propio, así que terminaron todos, comiendo el guiso del comisario y pasándose unos a otros, las dos o tres cucharas que había. Si algo no se podía negar, era, que el incipiente político se acomodaba a todo, guiso había, guiso comía. Para él, no significaba un esfuerzo extra comer lo mismo que los desdichados.

Pasó allí toda la tarde. Después del almuerzo, el comisario se hizo traer su postre preferido: batatas asadas y leche. Emilianito se excusó una vez más, porque no entendía semejante combinación, para él, las batatas sólo acompañaban las carnes al horno.

Después vino la partida de Truco, que jugaba más o menos bien, y la lotería. Uno de los agentes fue amigo de la infancia de Emiliano, y conocía su escasa capacidad para aceptar la derrota, así que en vista de tantos beneficios prometidos, y si por casualidad, algo de aquello fuese cierto, se puso a cantar los números del visitante, con el sólo propósito de que ganara. Después de todo, en su incursión primera en las arenas políticas, prometió mejor comida para los presos y colchones y sábanas dignas donde apoyar el cuerpo. Por la noche, Emiliano montó en el mismo carro que lo trajo, y se fue, dejando tras de sí un sabor dudoso a promesas que nadie pidió.

“¿Qué mierda vino a hacer este acá?” Se preguntó Don Octavio en voz baja, y una rápida mirada a su alrededor, le confirmó la misma incertidumbre en los demás.

En fin, que Emilianito volvió al amparo de su casa acogedora y olvidó más rápido que urgente, las promesas dejadas atrás. Sólo en cuchicheos pueblerinos se pasaba el chisme de boca en boca, adornando la anécdota graciosamente, y sacando conclusiones tan descreídas como acertadas. Condimentada y exagerada, se siguió contando la historia hasta el cansancio, y al cabo de un tiempo, habían participado en ella más gente de la que en realidad estuvo aquel día.

En tren de ser sinceros, Emilianito, tuvo con anterioridad alguna de estas manifestaciones extrañas, aunque nunca quedaba claro cuál era el fin. Como aquella vez que se metió a bombero y llegó a lucir el traje de gala del cuerpo, a pesar de que jamás estuvo en un incendio.

Parecía entonces que había encontrado algo para hacer, ya, que decidido a tomarse un tiempo para pensar, se negó a seguir una carrera después del secundario, e invirtió algunos años en esto.

Ahí andaba, como siempre, viendo con qué lo sorprendía la vida, cuando una tarde, vio a la banda del cuerpo de bomberos cerrando en la plaza, las festividades del patrono del pueblo.

Poco le costó ponerse en la piel de aquellos hombres, si algo quiso en ese momento más que nada en este mundo, fue ese traje, y esa prestancia, y algún instrumento musical, aunque no sabía tocar ninguno.

Se soñó con esmero apagando incendios o metido en rescates valerosos, y de eso hablaba frente a sus amigos, aunque en todos los meses que duró su oficio, lo tuvieron atendiendo los teléfonos, para no desairar al padre que colaboraba diligentemente con la institución.

Una experiencia más, en el azaroso peregrinar de su espíritu inquieto. Y como un clavo saca otro clavo, olvidó rápidamente su inquebrantable vocación de bombero, para lanzarse a la aventura temeraria de un amor prohibido: el amor irrefrenable que le surgió de pronto por Alejandrina, una prima lejana, que la madre metió a monja, porque se habían terminado los candidatos apropiados con los que casó al resto de sus hijas.

Emilianito no soportó eso. Había conocido a la prima, en la misa de cuerpo presente del tío Basilio, un ignoto anciano por el que lloraban a moco tendido las dos generaciones que le antecedían, y al que no había conocido, pero por el que le hicieron guardar estricto luto. Asuntos que manejaba con esmero la abuela Graciana, que agendaba empeñosamente fechas litúrgicas, funerales, bautismos y casamientos. De estos últimos, guardaba además las tarjetas de participación, para sacar conclusiones acerca de la boda y el bautismo del primer hijo de la pareja. Si había una distancia mínima de diez meses entre ambos acontecimientos, se podía inferir que la pareja había hecho las cosas como Dios manda, asunto que la desvelaba.

Aquella mañana del funeral, de un otoño cálido, en el sopor de la capilla, entre velas encendidas y flores sofocantes; se encontró de pronto con los ojos llorosos de Alejandrina, en primera fila junto a los uniformados de la familia, ocupando un lugar de privilegio gracias a sus hábitos.

Así se manejaba aquello, lo digno adelante, lo impresentable atrás. Por eso Emilianito, que todavía no había encontrado su sitio en este mundo, fue a parar cerca de la pila bautismal, lejos del altar. De a poco se fue deslizando por los pasillos hasta quedar justo frente al muerto.

Una rápida mirada a los primeros asientos lo puso al tanto de los próximos difuntos. El olor de las flores, no lograba tapar el de naftalina que emanaba de los uniformes. Un teniente, un coronel, luciendo sus trajes de gala para rendir honores al tío Basilio que también fue un hombre de armas, metidos todos en su mundo, con el gesto lejano de la vejez, distante del protocolo del funeral.

En esas agrias cavilaciones se encontraba Emilianito, cuando los ojos verdes y enormes de su prima se encontraron con los suyos por primera vez. No pudo concentrarse más por el resto del oficio, y fue entrando en un estado de embeleso tal, que las palabras del evangelio le zumbaban lejanas en los oídos, y la imagen de Alejandrina parecía levitar en medio de un aura celeste. Volvió a la realidad cuando la misa terminaba, y una monja que acompañaba a la novicia, la metió en un coche, y se la llevó lejos, para dolor de su pobre alma.

En la comida estuvo distante. Después del almuerzo, mientras los mayores recordaban al tío Basilio y soltaban alguna que otra lágrima, los jóvenes se encerraron en el jardín de invierno para contarse las últimas novedades y disfrutar a sus anchas, sin guardar las apariencias por un muerto que no conocían.

Emiliano no sólo no probó bocado, sino, que no paró un minuto de averiguar con cuantos pudo, acerca de aquella belleza arrancada injustamente de la vida mundana, y que pasó a ser el único motivo por el que se jugaría la propia vida, si fuese necesario.

Y para concretar su plan, echaría manos de su tía Amelia, que guardaba tanta información como la abuela Graciana.

La tía Amelia, era una persona a quien no se podía abordar con facilidad, pero a Emilianito, le sobraba astucia para meterse en el bolsillo a unas cuantas como ella. Y como la vio charlando con la monja que acompañaba a Alejandrina, se acercó con cara de inocente, aparente desinterés, y como quien no quiere la cosa, le sacó todo lo que quería saber.

En fin, que a la mañana siguiente montado en el peruanito, inseparable compañero de todas sus andanzas, se presentó ante la madre superiora del Divino Rostro, el internado donde su prima cursaba el noviciado.

En esa ocasión, contó con la inestimable ayuda de su apellido una vez más y la ignorancia de la monja sobre su trayectoria. Y aunque ésta no entendió bien qué lo llevaba por ahí, terminó seducida por aquel joven de modales seguros y refinados, que le propuso vaya a saber qué ayuda para las alicaídas arcas de la orden. En síntesis, que Emilianito iba en camino a entrevistarse con el propio obispo. Actitudes así, eran propias de él. Mientras acariciaba el sueño que tenía entre manos, cada paso dado para alcanzarlo, era vivido con arrojo, ponía allí toda su fuerza, su esperanza, y su candor. Este último aspecto de su personalidad, lo llevaba a imaginar empresas alocadas con absoluta naturalidad. Por eso creyó que ese sería el modo de acercarse a su amada. Nada más lejano. Mientras él se deshacía en artilugios, la madre de Alejandrina encontró al hombre que soñaba para su hija, y la sacó del convento. Justo cuando Emiliano intentaba convencer al padre de una donación, paso previo al rapto, porque lo del dinero era una maniobra de distracción, ya tenía montada una hazaña temeraria en la que se soñaba amado por la mujer de sus sueños, con quien sólo había cruzado miradas en un funeral.

La plata nunca llegó, porque hubo que levantar los ánimos del donante con un viaje a las sierras, alejarlo del amor imposible, ya que la abuela se había jurado que mientras ella estuviera sobre la tierra, jamás nadie de su familia cometería esa desvergüenza “nadie le arrebata a Dios lo que le pertenece” había sentenciado.

Pero Emilianito se reponía fácilmente de sus heridas. Una mente diligente, pronto estaría al servicio de otra arriesgada empresa.

Parecía que la providencia lo asaltaba a cada instante, porque la siguiente hazaña no se hizo esperar. En la madrugada sofocante, de un enero despiadado, despertó de una borrachera que no recordaba dónde la había encontrado, y se vio de pronto junto al montecito de las ánimas. No supo si por las copas, o por la fama del lugar, lo cierto es que creyó ver la figura conocida de la vieja leyenda contada mil veces por los criados de su casa.

La aparición fantasmal le confirmaba la existencia de un tesoro en ese sitio. Creencia arraigada en ese pueblo, donde las historias de tesoros escondidos durante las distintas guerras, iban acompañadas siempre de estas apariciones; almas en pena, que no podían despegar de las pertenencias que las ataban a este mundo.

Por eso no dudó, la creencia se respetaba sin vacilar. Donde hay apariciones, hay tesoros ocultos. Y ya que había vuelto a la vida después del amor impropio, qué mejor, que meterse de lleno en la próxima aventura.

En la madrugada aquella, cuando la aparición le quitó la borrachera, fue a golpear la puerta de Velásquez para pedirle el aparato de encontrar tesoros, y salió como rata por tirante, porque si bien la casa parecía ya en pie, por algunas luces prendidas y porque sabía, que Velásquez comenzaba el trajín muy temprano, lo que ignoraba, era que su mujer padecía de insomnio, y acababa de conciliar el escaso sueño que lograba cada noche.

Y Emilianito, que no sabía donde estaba parado, fue a golpear la puerta, acicateado por aquella fuerza interior que lo llevaba a todas partes sin medir las consecuencias.

Fue tal el escándalo que desató con los perros de la casa, que la mujer de Velásquez se despertó furiosa y gritando en tono poco amigable.

En medio de los gritos destemplados, el dueño de casa trataba de explicarle que jamás encontró algún tesoro. Que eran habladurías, y que la reciente fortuna que disfrutaba, se debía sólo a un golpe de suerte del más acá y que nada tenía que ver con favores de almas en pena del más allá.

Tal vez el hombre no fue muy convincente, porque una mañana encontraron a Emiliano en el montecito, desmayado, bajo la ramazón seca de un árbol. A su lado, el pozo que había logrado cavar, y algunos elementos, supuestamente de medición, que no tenían ningún rigor científico.

La aventura le costó un viaje a Buenos Aires para arreglar algunos huesos rotos, y de paso, quizás los vientos de la ciudad, le aquietarían esa mente incansable.

Siempre anduvo medio a la deriva, repartiendo su vida entre actos inconscientes y actitudes de arrojo, más para la leyenda, que para el servicio desinteresado. Pero, ¿Por qué no recibirlo aquel día en la comisaría?, si se hablaba de un cambio en su persona. Si bien la visita sorprendió, y despertó suspicacias, el asunto terminó felizmente meses después, cuando lo prometido llegó, justo cuando Emilianito se lanzaba de lleno al ruedo político. Con algo había que cumplir, si iba a dedicarse a esto.

Buen comienzo para el Emiliano de hoy, que se ve tan asentado, con su calva consumada, la barriga prominente, y el culo acostumbrado a la banca. Tan cómodo en su puesto de diputado, como quien supiera por qué pelea. Besando niños para las cámaras de televisión y las portadas de los diarios. Moldeado en las fraguas quijotescas de ayer, para los problemas de hoy, aunque no se trate de robar primas consagradas al amor de Dios, o buscar tesoros con instrumentos ineficaces.

Todavía hoy, en su vejez, se lo ve locuaz como siempre, regodeándose en cada frase ampulosa que pronuncia como si él mismo la creyera, defendiendo los intereses del pueblo, como le gusta decir.

Que naciste para brillar no se duda, ¡ay Emilianito!, tan esforzado en tu juventud, cada hazaña rindió sus frutos. Escuchándote, quién pondría en tela de juicio que conocés el sabor escaso de los guisos populares, y la entrega sin límites de jugarse la vida con arrojo. Una vida azarosa destilando adrenalina, igual que ahora, jugándote por la gente, tan en carne viva en tiempo de elecciones, y tan distante de los problemas que te ocupan.

Beatriz Fernández Vila

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