lunes, 22 de enero de 2018

NOCHES DE METAL


La madrugada vomita un viento helado, lo lanza de golpe a las calles vacías donde por las noches realiza las rondas. Siente una punzada aguda en medio del pecho, o en el estómago, no lo sabe. Se lleva la mano por instinto al lugar.

¡Apuren!  ¡Llévense a esta!… esta… y este, que tiene cara de querer cantar. La sirena ululante se abre paso en la noche metálica y él se escurre en el asiento de atrás apretado al arma, ese pedazo de hierro helado que al comienzo lo hacía un héroe.

Mañana…  Te veo mañana. Ahora se me corta la llamada ¿Tanto me extrañás? Recién pasé por ahí, te vi, estabas cerrando el puesto. ¿Hasta qué hora te hacen laburar esos desgraciados? ¿No tenés frío en medio de esa calle? Ella sonríe y él lo adivina a través del teléfono. Hasta mañana, dice, y se recuesta en la pared descascarada. El cuarto es lúgubre, un pasillo maloliente lo lleva hasta las celdas húmedas.

-¿Qué puede saber...Bermúdez?... Si es una piba…

-¡Vos metele nomás! Estas ratas nunca fueron pibas. Estas ya nacen con el cerebro podrido y lleno de ideas raras ¡Vos metele nomás!

Cuando el agua se derrama sobre el pecho, los pezones se erizan, el vientre se contrae, y las piernas trémulas se descalabran.

¡Qué cara pendejo, estás cagado de miedo! Que no lo sepa el jefe, porque capaz que se calienta, y sos vos el que termina en la parrilla. El vómito se le escapa, y corre al baño. Bermúdez se queda muerto de risa entre los gritos; él los sigue escuchando en el fondo del pasillo. Cuando pasa frente a las celdas, una mujer lo mira. La risa se repite incesante, repica en las paredes oscuras, se derrama como un insulto y no apaga el dolor.

Cuando regresa, la chica sigue temblando en sacudones espasmódicos. Los que se habían quedado, están más calmos. Uno se sacó el cinturón y recorre las heridas con la hebilla, la chica contrae el cuerpo al contacto, el otro, un grandote torpe de pelo hirsuto, se estremece ante el disfrute de un placer infinito.

Después llega a su casa; la ducha reparadora, el plato de comida caliente, y el cansancio que una madre abnegada le calma con un té dulce y galletas caseras, las mismas que su gula infantil devoraba sin tregua.

Está destruido, la noche fue larga; antes, bibliotecas devastadas y libros destripados.

¡Estos hijos de puta! había dicho Bermúdez ¿Me querés decir, para qué mierda estos hijos de puta tienen tantos libros? Mirá pendejo, esto es una bosta. Cuando todo termine por fin vamos a respirar. Ahora cuesta, es mucho trabajo, y peligroso, vos sabés que es peligroso. Pero cuando esto termine, vamos a festejar por toda la porquería que ahora nos tenemos que comer. Por fin todo quedará en paz, sin estas basuras llenas de odio y violencia. ¿Te creés que mis nietos no merecen un país como el que le vamos a dejar? Mis nietos, y tus hijos…  porque vas a tener hijos, pendejo. ¿Porque… la minita esa va en serio, no? Che… ¿Esa estará limpia? ¿O habrá que investigarla un poco?

La frase le provocó la misma náusea que los gritos de todas las noches. Está limpia, dijo, y le tembló la voz mientras se enfrentaba a la risotada impiadosa. ¡Es una joda! Si se ve que es una piba decente. Mirá… las pibas que laburan son decentes, las locas, las que están llenas de pajaritos en la cabeza, esas… van a la Facultad. Hiciste bien, buscaste una tranquilita, después de doce horas en el puesto de diarios no creo que le queden ganas de joder, además con el padre enfermo...

Él nunca comentó lo del padre enfermo. Pensó en su perfume, y en las caricias apuradas que buscaba desesperado. Mañana la vería.

Después del franco se incorporó en el horario de la tarde. Un silencio lúgubre lo recibió en el pasillo. Bermúdez no estaba. Junto a la camilla, un hombre que no conocía devoraba un guiso grasiento. ¿Quién puede tener hambre en ese lugar? Saludó tímidamente y nadie le respondió. El del guiso soltó un eructo. No sos de este turno, le dijo uno que estaba junto al ventiluz mirando la calle. Contra la pared descansaban dos hombres que lo miraron con desprecio. Le extrañó el silencio. Alguien le había comentado que las tardes eran tranquilas. Se sintió incómodo junto a los desconocidos y salió para encender un cigarrillo.

En el baño chorreaba una canilla, y fue a mirar, la chica de la otra noche estaba lavándose una herida en el pie, tenía los labios destrozados, era de verdad muy joven; de la edad de su hermana tal vez, pensó en los chocolates que le había comprado y que olvidó entregarle. La chica lo miró con pena. Después uno de los desconocidos vino a buscarla para llevarla junto a los otros. La empujó con la bota para que se incorporara, y en la espalda reventó una herida, que le mojó despacio la blusa, que era un trapo arrebatado de sangre seca. Después le arrojó en la cara un manojo de ropa limpia. Nos vamos de paseo, le dijo, ponete linda.

Cuando vino Bermúdez, dijo que eran unos hijos de puta que ya se la iban a pagar. ¡Con la pendeja no! gritó, mientras daba un puñetazo en la pared. Él no entendió.

Por la noche no hubo trabajo. Encendieron las luces, y miraron televisión, en ese momento era espectador de la película que vivía a diario; colectivos detenidos y todos abajo para la requisa. El periodista decía que de a poco volvía la tranquilidad al país. Después hablaron de enfrentamientos y el triunfo de las fuerzas de seguridad.

Recordó que en el bolso su hermana había guardado un poco de galletitas; convidá a tus compañeros, le había dicho, y se le cruzaron las caras de los tipos de la tarde, dio un golpe seco contra el paquete para destruirlas. Después lo abrió, y el repasador impecable con el que su madre las había envuelto estaba manchado. La angustia le cerró la garganta.

Después entró Bermúdez, indignado, diciendo que se las pagarían, que a él nadie lo saca del medio. Que tenía bien ganado su lugar. El silencio se derramaba pesado. Hoy no hay laburo, le dijo, si querés andate, te llamo cuando arregle todo. Pero un murmullo denso empezó a tomar cuerpo desde el estacionamiento; reconoció el trajinar apresurado, las puertas de los autos abriéndose, los gritos enérgicos.

Un desconocido que abrió la puerta del cuarto con una patada, que no saludó, ni se cuadró ante Bermúdez, traía unas cajas de vinos, lo seguía otro que procedió igual.

El que parecía el jefe los saludó con desdén. En ese momento sonó el teléfono del despacho que había permanecido cerrado toda la tarde. ¡No me llames aquí!, gritó exasperado. ¿Para qué me diste el número? preguntó ella.  Está bien, pero no exageres, es mi trabajo, no conviene que me molestes, volvió a insistir, ya más calmo. Después se dulcificó. Falta poco Negrita, mañana nos vemos. Ayer dijiste lo mismo, y no viniste, estuve hasta tarde, cerré el puesto y me quedé en la esquina esperando, pasó el auto que te trae siempre, el señor ese que va con vos, me saludó. El miró a Bermúdez, justo cuando sacaba un vino de una caja, uno de los que la había dejado sobre la mesa, le detuvo la acción con un revólver que llevaba en la mano, y le echó una mirada rotunda.
 
Bermúdez salió del cuarto sin hablar, y los otros se quedaron. Por la escalera subían a los que habían traído esa noche. ¡Esta noche pura joda! Gritó uno de los nuevos, mientras se secaba la boca después de tomar vino de la botella.

Él se echó a correr, y ganó la calle. El chirriar de gomas de los autos, gritos, sirenas, portazos, y ese olor… ese olor, y ese temblor exasperante de los miembros y el cuerpo estremecido. La ternura de su madre, la frialdad de esa tumba, y las caricias de la Negrita que es una piba decente como dice Bermúdez, pero que no logra con el aroma dulce de su piel, borrarle el acre del horror. 

Beatriz Fernández Vila


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