Hace
tiempo que olvidamos la certeza de su origen. Creo que la historia estuvo
rondando las charlas, los pensamientos y las innumerables conjeturas de este
pueblo. Tal vez nunca sucedió, y sin embargo cada uno de nosotros creyó
comprobarlo alguna vez.
Primero
el galope se abría como un tajo en la noche oscura, incesante, tenso. Lo
escuchábamos nacer desde la nada, y permanecíamos quietos todo el tiempo que
duraba su insistencia. Las miradas furtivas para ver quién no temía. La
respiración entrecortada esperando que se apaciguara, hasta apagarse.
Los
que alguna vez se animaron a mirar, dijeron ver aquellas figuras fantasmales empeñadas en una carrera
infinita.
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Alguien
había dicho en el boliche que el hijo no era de él, y eso le costó una herida
fiera en la cara. Otro lanzó un gemido profundo y se quedó muerto. El ofendido
escapó de allí, y cuando llegó a la casa, su mujer estaba pariendo.
El
sol no había salido. La lluvia que comenzó tenue a la madrugada, arreciaba con
furia hacia las ocho de la mañana. La comadrona bajó del cuarto con unos trapos
ensangrentados y pidió más agua. Un tibio berrido había quebrado minutos antes
el sopor de la casa. Luego, un silencio pesado y de zozobra llenó el espacio. Eligio Benítez alcanzó a escuchar el llanto y
fue el último sonido que se llevó con él. Después se marchó al tranco y se
perdió en la lluvia intensa.
Los
rumores de infidelidad le habían llegado un tiempo antes, a poco de casarse. Y
a él no le costó mucho creerlo porque a su esposa la había comprado, como compraba
todo lo que se le antojaba desde que empezó a sobrarle el dinero. Además, era
cierto que ella lo trataba con desdén; con la poca estima que sienten los de su
clase por aquellos que son como Eligio: carentes de la condición que no otorga
el dinero, sino la estirpe. Pero el desastre económico de la familia era una
vergüenza que también la rozaba, y por la que estaba dispuesta a sacrificarse
hasta donde hiciera falta, aún a costa de unirse para siempre a ese infeliz que había logrado la fortuna suficiente como
para aspirar a ella.
Lo
que no era cierto era lo del hijo, que en verdad era de él. Porque a Matilde
Leyes le sobraba decencia hasta para serle fiel a un hombre al que no amaba.
Pero
los chismes de pueblo chico, suelen incrustarse en el corazón. Más aún, si sobran
motivos para creerles. Cuando aparecieron, a pesar de la bronca, supo sortearlo
mientras pudo. Pero más tarde se desataron por la sangre para convertirse en un
rencor sórdido que no logró soportar.
Hasta
que aquella madrugada de copas, de burla solapada y de encuentro con Leandro
Lugo, algo de lo que dijo otro desató la ira. Y Eligio asestó el puñal, en el
cuerpo de ese hombre que no había abierto la boca. Que sólo estaba allí porque al parecer era su hora, y cuyo único
pecado fue ser su enemigo por otras cuestiones.
Cuando
el cuerpo cayó, y los gritos y el asombro de los demás quedaron temblando en la
atmósfera asfixiante, atinó a escapar sin que nadie corriera tras él. Sólo el
galope furioso de aquel animal salido de las sombras llevando el cuerpo
ensangrentado del muerto que no estaba dispuesto a perdonarlo.
Hay
quienes aseguran que Leandro ya muerto alcanzó a Eligio en el camino y le dio
muerte. Y quien llegó a la casa justo cuando nacía el hijo, fue su espíritu,
que ya había comprendido la verdad.
Todavía
los más viejos del lugar cuentan la historia como si la hubiesen vivido, porque
las emociones de esa noche se mezclaron para siempre, en la imprecisión de los
que creyeron estar allí.
El caserón que está a orillas del pueblo, donde comienza el “Montecito
de las Ánimas”, aún hoy se conoce como la “casa de Benítez”. Y los que se
atreven a pasar por el lugar en noche de tormenta, aseguran ver esas figuras
fantasmales partiendo la noche con el galope furioso, que llega hasta el fondo
de la casa para perderse en el silencio. Después, el tranco apacible de un
caballo que se aleja, y un llanto de niño que se suspende en el aire cuando
empieza a amanecer.
Beatriz Fernández Vila
*Publicado en la antología "Los vuelos del tintero", selección de
Roberto Barletta (Editorial Dunken, Agosto 2010).
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