jueves, 21 de enero de 2010

SUEÑO INCUMPLIDO


Soñó tantas veces con algo similar, que aquella mañana cuando despertó, vivió la situación como un alivio. Era un sábado diáfano, las bocinas y el derrape de los autos sonaban lejanos.

Primero fue una mano; la vio desaparecer ante sus ojos y no le provocó ningún sentimiento. Luego un pie, desde su perspectiva de hombre en reposo lo vió desvanecerse ante él sin que esto lo conmoviera. Después fueron los brazos, de golpe, sin vueltas. Y las piernas, que se esfumaron casi sin que se diera cuenta; apenas la percepción de un leve cosquilleo que se consumió en el aire como un chispazo, y la ligera inquietud de verse sin extremidades.

Su imperfecto mundo de pesares se vió invadido por otros nuevos. Tan consistentes como los que dejaba atrás. Y pensó en la espalda de Sofía, en el lunar rojo de su hombro izquierdo, en el vaivén de sus caderas. Se sintió sin tacto. Con qué parte de su cuerpo la disfrutaría. Y tuvo conciencia suficiente para saber que no podría soportar lejos de su aroma.

Pasó largo tiempo percibiendo que se esfumaba de a poco. Que los problemas del mundo ya no serían para él.

A las tres menos cuarto el timbre sonó insistente; el portero lo despertaba a esa hora para su clase de inglés. Deslizó unas cuantas cartas bajo la puerta, pero ya no importaban. Deudas seguramente. Ninguna carta de amor, ninguna que reclamara un pronto regreso, ninguna que dijera te extraño.

El sol lamió tímido las hendijas de las persianas y pasó veloz. Detuvo su otoño en las paredes blancas. Y él tuvo la certeza de qué poco quedaba de lo que había sido.

Cuando la chica de la limpieza entró, era apenas una mancha imperceptible entre las sábanas. Y no sólo pensó en Sofía. Pensó en todas las Sofías, en todos los lunares, en todas las faldas diminutas que poblaban la ciudad y que en adelante se quedarían sin su mirada. En el sol y en las lluvias, en el amor y el desamor. En ese dolor que no desaparecía aunque él estuviese desapareciendo.

Cuando el lavarropas se puso en funcionamiento y arremolinó las sábanas, sólo quedaba de su ser el tímido vestigio de una mancha que resistió a esfumarse. Y olvidó problemas, dolores, soledades. Y gritó, gritó con todas las fuerzas que le restaban, deseando volver.

Beatriz Fernández Vila

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