domingo, 23 de octubre de 2022

COMO OTRA PIEL


Subió al carro con el atado de ropa que su madre le había preparado. Un dolor impreciso le quemaba en algún lugar del corazón. Y giró apenas para mirar al Manuel, que se quedó llorando mientras ella se alejaba. Sus otros hermanos la miraron sin preguntar.

A la noche había soñado con su hermana muerta. Cuando pasaron por la cañada pensó en ella. 

Recordaba vagamente la madrugada en que despertó ardiendo, como si tuviese una brasa prendida al cuerpo. Sudorosa y caliente también, como su hermana, que no había pegado un ojo en toda la noche y se quejaba casi en silencio para que los otros no escucharan. Al amanecer cuando se quedaron solas, la vio levantarse dificultosamente para ordeñar y alcanzarle un pedazo de galleta. Después miró sus ojos enormes con esas ojeras, y la pierna hinchada que apenas arrastraba.  No recordaba nada más; sólo ese día que no se le apartaba del pensamiento, como si hubiese caído en medio del rancho de pronto.

Después, la vida fue un túnel interminable donde caía sin pausa, sin saber de dónde asirse. Sólo retazos de ternura apenas vislumbrados que le dieron la fuerza necesaria para permanecer; para estar en el mundo sin estar. Como si un zarpazo la hubiese ubicado en su nuevo sitio; entre el corral y las vacas, pisando la escarcha y oliendo a guisos y rescoldo. Para ser ella entonces, quien se ocupara de los hermanos menores mientras sus padres se iban al campo con los demás.

Comió con avidez el pedazo de galleta con la leche recién ordeñada mientras su hermana se metía de nuevo en la cama. Miró la pila de cacharros arrinconados en la mesa, y pensó  que al regresar, a su madre no le gustaría verlos sucios. Después, también se metió en la cama. 

De abajo de las mantas se levantaba un vaho pestilente, y un líquido untuoso se le pegó a la piel. Hacía frío. Sabía que ni ella ni la Miriam debían estar allí, pero no se animó a molestarla. Para  el mediodía las dos se habían quedado dormidas, y cuando su familia regresó, despertaron de un limbo pantanoso, como si ambas hubiesen enfermado a la vez. 

La madre preparó unas compresas frías para su hermana, y levantó las mantas para mirarle la herida. La pierna era ya un marasmo incierto, donde un tajo supurante se había adueñado por completo y rompía la carne en bordes casi putrefactos. El padre la acercó a la ventana para mirar mejor. La fiebre era muy alta y el frío la estremeció. Luego,  hirvieron unas hierbas que le hicieron tragar a duras penas, y al día siguiente la Miriam ya no estaba.

Ella se quedó parada con los pies descalzos, mientras vio partir a los suyos atravesando el campito hasta el lugar de las cruces. 

Después, la vida se hizo cargo y siguió estallando cada año en un nuevo hermano. Y la aceptación empezó a rondarla, para ayudarle a postergar las necesidades de sus escasos años, porque fue ella quien debió enfrentar las responsabilidades de su hermana ausente. 

Con ojos huérfanos recorrió los lugares que casi no conocía. El carro crujía en el camino; desvencijado y torpe se abría paso por los campos recién sembrados. El viento de aquella mañana tormentosa se le metía bajo la falda raída. No habló, su madre tampoco. No sabía a dónde se dirigían pero estaba más preocupada por la tormenta que avanzaba, que por preguntar.

Cuando el carro se detuvo frente a la casa de los patrones tampoco preguntó por qué estaban allí, sólo pensó en el Manuel que se había quedado llorando. Su madre le alcanzó el atado y  le pidió que bajara. Es acá, le dijo, y deslizó sus ojos cansados, y los dejó suspendidos en un lugar incierto, en un mundo que era este y era otro, en una angustia antigua que se cargaba en el cuerpo como otra piel. 

Beatriz Fernández Vila

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