miércoles, 23 de enero de 2019

MIENTRAS LEÍAS TUS CARTAS DE AMOR


El primer contacto, fue una carta que alguien puso en el correo, para que ella la recibiera. Y que pasó a buscar a los apurones, en la bicicleta, llena de ansiedad. Tapada de pies a cabeza, para que el duro sol no le quebrara la piel blanquísima. El vio sus ojos dorados temblar mientras la leía. Una carta leída con esa premura, con esa mirada cristalina, sólo podía ser de un enamorado. Qué lugar quedaba para él en ese corazón.

Desde ese momento, esperó el último tren del jueves; cuando recibía la correspondencia. Y revolvía con desesperación el saco, con la esperanza de encontrar el único motivo que los unía. Después, transcurría impaciente, hasta que la veía llegar.

Ella aparecía por la calle de los tilos. El aroma que desprendía la siesta era el preludio de su aroma. Y a él se le trepaba a los sentidos, para que todos los matices de la felicidad, se derramaran en esas horas de la espera. El corazón se aceleraba, y se le escapaba por la boca. Enmudecía al verla, porque las palabras más sensatas se perdían en un laberinto de dudas, y las más tontas surgían, de su mar de inseguridad. Sólo atinaba a observar con avidez los gestos amados; el suave deslizamiento de los ojos hacia el casillero de las cartas, y ese instante sublime, en que los volvía hacia los suyos, a modo de agradecimiento. Y nada más. Después, la inquietud al intentar el leve contacto de la mano al entregársela, y esperar que ella no lo percibiera. 

Y hasta el próximo viernes; en que la siesta se ponía a latir con furia otra vez. Porque el silencio se apagaba, para dar paso a ese repiqueteo en tropel de su corazón; que lo ahogaba, que le nublaba la mirada. 

Hasta que aquel punto en el camino se agigantaba, para convertirse en esa ráfaga de viento ardiente que le traía el amor.
 
Los ojos de ella otra vez, sus bellísimos ojos deslizándose sobre esas letras amadas. Y la certeza del desencuentro, ahogándolo en un abismo de desesperanzas.

Beatriz Fernández Vila 
 

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