El primer contacto, fue una carta
que alguien puso en el correo, para que ella la recibiera. Y que pasó a buscar
a los apurones, en la bicicleta, llena de ansiedad. Tapada de pies a cabeza,
para que el duro sol no le quebrara la piel blanquísima. El vio sus ojos
dorados temblar mientras la leía. Una carta leída con esa premura, con esa
mirada cristalina, sólo podía ser de un enamorado. Qué lugar quedaba para él en
ese corazón.
Desde ese momento, esperó el
último tren del jueves; cuando recibía la correspondencia. Y revolvía con
desesperación el saco, con la esperanza de encontrar el único motivo que los
unía. Después, transcurría impaciente, hasta que la veía llegar.
Ella aparecía por la calle de los
tilos. El aroma que desprendía la siesta era el preludio de su aroma. Y a él se
le trepaba a los sentidos, para que todos los matices de la felicidad, se
derramaran en esas horas de la espera. El corazón se aceleraba, y se le
escapaba por la boca. Enmudecía al verla, porque las palabras más sensatas se
perdían en un laberinto de dudas, y las más tontas surgían, de su mar de
inseguridad. Sólo atinaba a observar con avidez los gestos amados; el suave
deslizamiento de los ojos hacia el casillero de las cartas, y ese instante
sublime, en que los volvía hacia los suyos, a modo de agradecimiento. Y nada
más. Después, la inquietud al intentar el leve contacto de la mano al
entregársela, y esperar que ella no lo percibiera.
Y hasta el próximo viernes; en
que la siesta se ponía a latir con furia otra vez. Porque el silencio se
apagaba, para dar paso a ese repiqueteo en tropel de su corazón; que lo
ahogaba, que le nublaba la mirada.
Hasta que aquel punto en el
camino se agigantaba, para convertirse en esa ráfaga de viento ardiente que le
traía el amor.
Los ojos de ella otra vez, sus
bellísimos ojos deslizándose sobre esas letras amadas. Y la certeza del
desencuentro, ahogándolo en un abismo de desesperanzas.
Beatriz Fernández Vila
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