sábado, 30 de septiembre de 2023

EL AGUJERO EN LA PARED


Fue por culpa del clavo que quise poner  en la pared. Un punto poroso empezó a desgranarse frente a mis ojos, y como suele suceder, el revoque cedió y fue imposible fijarlo. A la noche el punto parecía titilar. Me molestaba esa luz lejana que perforaba el espacio. Después, empezaron los ruidos, casi imperceptibles para un oído distraído, pero no para los míos, que se mantenían alertas. En la tercera noche fueron las voces, suavecitas, costaba saber qué era, cualquiera las podía confundir con  un sueño, pero no yo, que prestaba mucha atención  y las escuchaba claramente. En las noches siguientes los ruidos aumentaron. No aguanté más y  miré hacia el otro lado, unos seres pequeñitos trajinaban de aquí para allá, y levantaban alfombras, corrían muebles, y cuchicheaban. Ignoraba entonces qué buscaban, y también ignoraba que detrás de la pared de mi cuarto existiera ese mundo. Una noche, uno de ellos me vio. Contuve la respiración, y lentamente bajé hasta la cama. Al instante cesaron los ruidos y las voces. Un silencio misterioso tomó cuerpo del otro lado de la pared, y estuve temblando durante mucho tiempo. Pensándolo bien, era ridículo tener miedo por esos seres que parecían escapados de un libro de cuentos, pero así nos comportamos ante lo desconocido.

No pude dormir en las cinco noches siguientes, me inquietaba el silencio del otro lado, porque no sabía qué tramaban. Sospechaba que se mantenían atentos a mis movimientos, y aunque trataba de no hacer ruido, no estaba segura qué podía pasar si me quedaba dormida; hablar en sueños por ejemplo, cosa que hago con frecuencia, o darme vueltas en la cama, y hacer algún ruido que los alertara. Una madrugada caí rendida, desperté sobresaltada por sus voces. Alguien hablaba de un príncipe, y otro, inquieto, se puso a llorar. “¿Qué será de nosotros?” escuché, y cuando quise prestar atención se callaron de golpe y no pude averiguar nada.

Una mañana, muy temprano, encontré cerca de mi cama un pequeño platito con comida, y una tacita con leche. Tanta pequeñez era escasa aún para mi gato, pero como estaba muerta de hambre me lo devoré. Casi no salía de la habitación, ni para buscar comida, así que me vino muy bien, y por supuesto imaginé que lo habían traído ellos. Las horas se hacían interminables. Con el tiempo dejaron de hablar en voz baja. Una madrugada los noté bastante preocupados.

-¡Es un  reverendo tonto!-dijo el que parecía el jefe.

-No confiemos-dijo otro- detrás de esa cara de inocente puede ocultarse un verdadero bribón. Me causó mucha gracia lo que decían.

Con el correr de los días la intranquilidad fue cediendo, me sentía lo suficientemente segura, prestaba atención y me reía mucho con sus historias. A veces, parecía que representaban una obra de teatro por la forma en que se expresaban. Llegué a la conclusión que habían leído los mismos libros que yo había leído, y hasta los que mi abuelo me había contado, porque en sus charlas descubría los argumentos de mis cuentos infantiles. Una mañana cuando abrí los ojos, frente a mí, tenía la cara llena de espanto de alguien muy parecido a un príncipe. Cuando digo un príncipe, estoy hablando de uno de esos de los cuentos de hadas, con sus ropas de príncipe, su peinado de príncipe, y hasta una espada para defender a una princesa en problemas.

-¡Malditos sinvergüenzas!- gritaba- ¿creéis engañarme verdad? No soy tan torpe como para pensar que esta rubia desgreñada es mi bella Blancanieves. ¿Qué habéis hecho con sus preciosos cabellos negros? No podía creer  lo que escuchaba. Por lo visto, mis vecinos no eran unos tramposos cualquiera, estaban disfrazados como los enanos de Blancanieves, y habían tratado de engañar a un príncipe. Por supuesto, yo no entendía nada,  no sabía de dónde lo habían sacado, y por qué le hicieron creer esa historia. En ese momento el más pícaro trataba de convencerlo, de que todo era un mal entendido.

-Verá usted alteza, no hubo intención de burlar su confianza, en verdad nosotros pensamos que su alteza real estaba en busca de la bella durmiente. Y en ese caso hela aquí- dijo acompañando sus palabras de gestos teatrales. No me quedaba dudas de que  habían devorado cuanta película, libro, o historieta hablara de estos temas, porque conocían a la perfección cada personaje. ¿O algo mágico había ocurrido tras la pared, y en verdad me encontraba junto a los auténticos protagonistas de mis relatos favoritos?

No pude contener la risa, trataban de imitar un lenguaje y unos modos majestuosos, como usan en las películas cuando se dirigen a un rey, o una princesa. El príncipe, que parecía real ¿qué estoy diciendo? Si es un príncipe es real, quiero decir;  el príncipe, que si parecía de verdad, los miraba extrañado.

-Ofrecí mi reino a cambio de mi preciosa Blancanieves ¿y qué me encuentro? Una dormilona impresentable, escuálida y despeinada. La frasecita no me hizo gracia, después de todo estaban hablando de mí; yo era la dormilona, era rubia como la bella durmiente, no me parecía en nada a Blancanieves, y para colmo de males siete enanos vestidos ridículamente, delante de mis narices, engañaban a una pobre víctima que buscaba una princesa que por supuesto no era yo.

Esa misma tarde bajé al sótano, lo revolví de arriba abajo para encontrar mi vieja casa de muñecas. Agarré uno a uno a esos diminutos seres de libro de cuentos y los metí adentro, les dije que esa era su casa, y que debían volver a vivir allí. Después los llevé al fondo del jardín y los convencí de que nunca más abandonaran su precioso bosque. Al príncipe, que no era mucho más grande que ellos, lo subí sobre el lomo de mi perro, y le aseguré que era el caballo más brioso que encontré. Mi perro pegó un salto, y salió disparado con su carga a cuestas, no sé por dónde lo perdió, pero al día siguiente regresó sin el jinete.

Mis amigos no creyeron jamás en esta historia, pero les aseguro que sucedió. No sé si ustedes me creerán, pero por las dudas, tengan mucho cuidado cuando pongan un clavo en la pared.

Beatriz Fernández Vila

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